Parece que, como Zazie al final de la novela de Queneau, Godard ha envejecido, ha madurado sin instalarse. Fatigado de ser un fantasma —primero, un mito, una bandera; más tarde, por propia voluntad, solamente un espectro o un recuerdo—, se diría que trata de hacerse nuevamente visible, aunque no deslumbrantemente: si fuese posible, le gustaría no llamar la atención y encontrar tiempo para hablar pausadamente, en voz baja, con aquellas personas en las que reconoce un parecido interés por el cine y su futuro. El Godard que hace un año —el 28 de noviembre de 1980— pasó en Madrid veinticuatro horas de ajetreo en ayunas tiene muy poco que ver con el «genio revolucionario», el «artista inspirado», el «rebelde vanguardista» o el «profeta de la modernidad» por los que en algún momento se le tomó, y que quizá él mismo llegó a creerse.
De aquel Godard a punto de cumplir cincuenta años sorprendía, sobre todo, la calma, una serenidad inimaginable diez o veinte años antes; también la resignada y paciente modestia con que acompañaba sus últimas obras —un libro, Introducción a una verdadera historia del cine, y un film, Sauve qui peut (la vie)— no sólo para arroparlas con su presencia, inevitablemente polémica, sino más bien se diría para probar que aún existe, que está vivo y cuerdo, que es capaz de moverse, expresarse y explicar lo que hace. Su buena disposición para hablar de cine, para buscar una respuesta a cualquier pregunta —por tópica, estúpida, ingenua, malintencionada o impertinente que fuera, y las hubo para todos los gustos—, prueba que es un cineasta despierto y despejado, en marcha, deseoso de restablecer contacto con su público ayudándole a reconstruir los puentes que un día, ya lejano, se sintió moralmente obligado a quemar. Consciente de sus errores —que no repudia ni trata de hacerse perdonar, de los que se responsabiliza plenamente y que considera útiles, por distanciado que se encuentre ahora de ellos, aunque sólo fuera para aprender que no hay que hacer lo que le dicen a uno que debe hacer ni lo que llega a convencerse uno de que es lo oportuno, ético o justo—, Godard no sabe muy bien todavía qué hacer, pero sí lo que le gustaría llegar a ser capaz de hacer —«contar historias»—, y parece empeñado en orientarse, en saber a ciencia cierta dónde está, antes de decidir a dónde ir. Trata de comprobar si se le entiende, si es aún posible restablecer la comunicación. El Godard que estuvo en las salas Alphaville no era el visionario dogmático o desesperado, encerrado en sí mismo, que podía temerse, sino un Godard más sabio y tranquilo —más sage, para decirlo en una palabra, aunque sea francesa—, más volcado a la investigación que nunca, con espíritu de artesano, lleno de curiosidad, quizá algo escéptico e irónico consigo mismo; era, pues, el Godard que corresponde a la novedad —dentro de una misma trayectoria— que supone en su obra Sauve qui peut (la vie), y a lo que esta película —la última todavía— promete para el futuro, si todo va bien…
Como se verá en la conversación que, debido a múltiples desidias y ocupaciones, publica Casablanca con un año de retraso, a Godard le interesa hoy, sobre todo, el cine; no tanto —o no tan obsesivamente— la política. Antes que nada, hay que sobrevivir, se débrouiller, arreglárselas como mejor se pueda, y seguir. Por encima de todo, pese a quien pese, continuar avanzando, ya sin fijarse previamente un objetivo, sino fiando el rumbo al instinto, aprovechando la circunstancia propicia o no adversa, sorteando los obstáculos en una carrera de riesgo y azar, de tesón y templado entusiasmo, de paciencia y esfuerzo.
Si últimamente ve menos películas que antaño es porque vive en Rolle —a treinta kilómetros de Ginebra— o saltando de Mozambique a San Francisco, de Montreal a Rotterdam, de Budapest a Nueva York. Tiene, pues, lagunas; algunos cineastas antes cercanos han dejado de interesarle, otros empiezan a afectarle. Hardly Working le reafirma en la convicción de que Jerry Lewis es uno de los grandes directores americanos. El recuerdo de Rossellini o Nicholas Ray —se quedó sin volver a ver Johnny Guitar, y temimos que no presentase el libro, pues parecía dispuesto a quedarse a verla, de pie, desde la cabina de proyección— es permanente; habla de Hitchcock, Murnau, Chaplin, Griffith, Eisenstein o Lang como si no hubiesen muerto, en presente, como de contemporáneos de los que se ha olvidado o desaprendido la lección. Le preocupa la pobreza de ideas de la mayor parte del cine de los últimos años, la falta de sentido del encuadre o del ángulo de toma, la frecuencia con que se filma «de cualquier manera» y se hace gala de ello, y teme haber hecho creer a muchos jóvenes que se puede hacer todo sin necesidad, sin rigor, impunemente, cuando piensa que él tiene aún mucho que aprender, mucho que pensar y mucho por hacer.
La entrevista que sigue tuvo lugar la tarde del 28 de noviembre de 1980. De tres horas grabadas, he seleccionado y traducido la parte que no coincide con otras declaraciones recientes de Godard, publicadas en España o Francia con motivo del estreno de Sauve qui peut (la vie), ni con fragmentos de su llamada Introducción a una verdadera historia del cine, procurando conservar todos aquellos datos que puedan contribuir a esclarecer sus actividades menos conocidas entre 1968 y 1980.
Publicado en el nº 11 de Casablanca (noviembre de 1981)
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