viernes, 12 de mayo de 2023

Vivacious Lady (George Stevens, 1938)

Sorprende que el autor de una película tan insoportablemente aburrida como La historia más grande jamás contada fuera capaz, alguna vez, de dirigir películas tan ligeras, sutiles, emocionantes o divertidas como Annie Oakley (1935), Sueños de juventud (Alice Adams, 1935), Swing Time (1936), Olivia (Quality Street, 1937), Ardid femenino (Vivacious Lady, 1938) o Serenata nostálgica (Penny Serenade, 1941). ¿Cuestión de edad, o de época? No del todo, creo yo, ya que ni Gunga Din (1939) ni Nunca la olvidaré (I Remember Mama, 1948) son superiores a Un lugar en el sol (A Place in the Sun, 1951), El diario de Ana Frank (The Diary of Anne Frank, 1959) o El único juego en la ciudad (The Only Game in Town, 1969) y, en cambio, Raíces profundas (Shane, 1952) y Gigante (Giant, 1956) se cuentan entre sus obras mejores. Misteriosa trayectoria la de este cineasta, uno de los más respetados por la crítica americana y por sus colegas, cargado de premios de la Academia de Hollywood, uno de los primeros que lograron independizarse y de los pocos que han conseguido el derecho a aprobar el montaje definitivo de sus películas. Misterio que tal vez sea como el de la Esfinge, inexistente, y que quizá resida en que Stevens, pese a su fama y a la libertad de que ha disfrutado, no tuviese nunca mucha personalidad. Pero es curioso, en todo caso, la facilidad con que pasa de un “drama social” de prestigio como A Place in the Sun a un western familiar y mítico a la vez como Shane, de la vida de Cristo (The Greatest Story Ever Told) a la pasión por el juego (The  Only Game in Town), de la screwball comedy (Vivacious Lady) al melodrama intimista (Penny Serenade) pasando por las aventuras coloniales más exóticas (Gunga Din), y del drama provinciano (Alice Adams) o la comedia fronteriza (Annie Oaklie) al musical (Swing Time). Vocación, libremente seguida, de artesano bon à tout faire que demuestra, una vez más, que para ser un autor cinematográfico no basta con proponérselo, ni con asumir el control total de la película, ni con haber escrito el guión.

En todo caso, Vivacious Lady es una comedia casi genial. No tan personal y coherente como La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938) o Luna nueva (His Girl Friday, 1939) de Hawks, ni tan sutil y elegante como Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story, 1940) de Cukor, ni tan compleja e irónica como La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard’s Eight Wife, 1938) o Ninotchka (1939) de Lubitsch, ni tan enloquecida como Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934), El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, 1936), Vive como quieras (You Can’t Take It Whit You, 1938) o Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, 1942) de Capra, ni tan inteligentemente subversiva como las de Preston Sturges, ni tan sensible como las de McCarey, constituye, sin embargo, una sorpresa tan gozosa como la divertidísima e igualmente menospreciada Four’s a Crowd (1938) de Michael Curtiz.

Con un guión tan despreocupado por la verosimilitud como el de Un fresco en apuros (You’re Never Too Young, 1955) de Jerry Lewis (firmada por Norman Taurog) y algo toscamente construido, pero con diálogos tan hilarantes como las situaciones y los personajes que en ellas se ven envueltos,  Vivacious Lady avanza a ritmo de carga de los Hermanos Marx gracias, probablemente, al ímpetu juvenil de su director, no en vano aprendiz de Hal Roach y colaborador, en una u otra función, de Stan Laurel & Oliver Hardy -luego participaría en la liberación del campo de exterminio de Dachau y no volvería a rodar una comedia-, y al descarado frenesí que supo infundir a un buen número de grandes actores (James Stewart, Ginger Rogers, Beulah Bondi, Charles Coburn, James Ellison, Franklin Pangborn, Jack Carson, etc.). Parece que con esos elementos, era fácil en aquella época hacer una buena comedia: se puede demostrar empíricamente que hasta directores de muy escaso talento -como Norman Z. McLeod o H. C. Potter, por ejemplo- o sin experiencia ni especiales dotes para el género eran capaces de hacer reír a sus contemporáneos sin recurrir a las grosería ni a la estupidez y, lo que es aún más extraño -pues ni siquiera entraría en sus cálculos- de seguir divirtiendo, cuarenta años después, a los que no habíamos nacido entonces. Habría que averiguar por qué, qué tenían esos hombres, o Hollywood, o la época, que se ha perdido hace tiempo y que nadie parece estar cerca de reencontrar, ni siquiera copiándolo, como hace uno de los pocos que por lo menos lo buscan, Peter Bogdanovich, en ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up, Doc?, 1972).

Texto para Dirigido por no publicado. Escrito hacia mayo de 1979.

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