No sé por qué, puede que ni existan motivos, pero es evidente — que unos directores tienen mucha suerte (Fuller), otros bastante (Ford o Welles), algunos ninguna (Buñuel sobre todo)... con los libros que se escriben acerca de su obra. Curiosamente, porque ha sido un director muy atacado, y muy mal comprendido incluso por sus fanáticos, Billy Wilder se ha convertido, tardíamente, en uno de los afortunados, lo mismo que Capra.
No es que la cosa empezase bien, porque, tras las barbaridades de Andrew Sarris en su muy influyente diccionario The American Cinema: Directors and Directions 1929-1968 (Dutton, 1968), estaba claro que los partidarios de la política de los autores, los más prolíficos generadores de monografías de directores, no eran wilderistas. El primer libro dedicado a Wilder era, curiosamente, norteamericano, y de la escuela Variety: me refiero al deplorable amasijo de notas de prensa y cotilleos que recopiló Axel Madsen y que editó, curiosamente, Secker & Warburg en colaboración con el British Film Institute en la prestigiosa colección Cinema One, también en 1968.
Pero luego las cosas han ido mejorando, y hoy, aparte de tres especies de biografías muy interesantes, existen al menos dos libros magníficos. El que prefiero es Journey Down Sunset Boulevard: The Films of Billy Wilder, de Neil Sinyard y Adrián Turner, que es poco conocido, tal vez por culpa de su editorial (BCW Publishing, Ryde, Isle of Wight, 1979), pero mi amigo Eduardo Torres-Dulce lo encontró antes que yo en nuestras respectivas y caóticas montañas de libros, así que voy a recomendar la lectura complementaria del segundo que más me gusta, obra de un profesor norteamericano al que admiro considerablemente, ya que ha escrito libros estupendos sobre Capra, Minnelli y McCarey. Se trata de Leland A. Poague, y me temo que su nombre no diga nada en otros ámbitos lingüísticos o académicos. Se publicó en 1980 por Tantivy/Barnes, dentro de una colección, The Hollywood Professionals, sumamente irregular y que solía ser muy restrictiva en cuanto a la extensión. Sólo por eso, y por venir algo después y estar menos bien escrito me parece inferior que el de sus colegas británicos (Sinyard preparaba una revalorización de Wyler de la que no he tenido noticia), aunque como análisis de la personalidad y la carrera cinematográfica de Billy Wilder no cae en ninguno de los habituales errores de la crítica temática y rutinaria, y en cambio señala con acierto los rasgos menos obvios pero —para mí— más fundamentales del cine wilderiano. Esto puede explicar que algunos recibiésemos ambos libros, uno tras otro, con el alivio de sentirnos menos solos, y que todavía hoy nos permitan pensar que no somos tan excéntricos como los demás nos hacen temer.
Supongo que nada dirá hoy una expresión como la antes usada a propósito de Sarris, que puede ser hoy tan desconocido como Poague, Sinyard y Turner, y que otro tanto puede suceder con el crítico inglés que fue el maestro de todos ellos, Robin Wood, y del que últimamente no sé nada. Puede que los franceses hayan sido los revolucionarios de la crítica, sus mejores oteadores y descubridores de talentos, tal vez porque en su país se tomaron el cine en serio desde muy pronto, no como en la mayoría, y porque llevaban la ventaja de estar todo el rato viendo y revisando películas antiguas, gracias a la Cinémathèque Française de Henri Langlois. Tenían, además, el modelo teórico de André Bazin; pero los ingleses, una vez que empezaron a ponerse al día, contaban, en cambio, con una gran tradición de crítica literaria, cuya figura principal era F. R. Leavis, cuyo ejemplo siguieron los excelentes aunque no muy prolíficos críticos de Movie, y que fueron transmitiendo a gente más joven... hasta que el reflujo tardío del estructuralismo, el lacanismo y el marxismo-leninismo lo echó todo a perder.
El caso es que este enfoque crítico, eminentemente culto, claro y racional, menos adicto a la brillantez y la boutade, era el adecuado, si no para analizar a Godard y los Straub, sí para estudiar a fondo el cine clásico, cualquiera que fuese su procedencia, y en particular el que les era más fácilmente comprensible, es decir, el americano. No es por eso raro que gran parte de los mejores libros sobre cineastas que se han publicado sean ingleses, y que incluso se hayan ido agregando, gracias a su influencia, algunos norteamericanos.
El libro de Poague sobre Wilder, al igual que el de Sinyard y Turner, no sigue el orden cronológico que tanto tienta a los lectores y a muchos escritores, pero que me parece poco útil para estudiar a este cineasta. Como todos se sienten sin espacio suficiente para analizar pormenorizadamente cada una de sus películas, las asocian con criterios diversos, lo que hace que casi nunca coincidan las películas agrupadas. Dando por sentado que la discusión de las obras, tanto en sí mismas como en el conjunto de la filmografía wilderiana, es siempre lo bastante penetrante y fundamentada como para ponderar sus argumentos cuando disentimos de sus opiniones, creo que lo más apreciable del libro de Poague es su valoración de determinadas películas, que no han solido ser apreciadas. Así, Bésame, tonto, Ariane o El mayor y la menor son reevaluadas muy razonadamente, lo mismo que se defienden como es debido las películas del último periodo, En bandeja de plata, La vida privada de Sherlock Holmes o Avanti!, sin centrarse excesivamente en las más famosas, comerciales y premiadas, Perdición, Días sin huella, El crepúsculo de los dioses, En bandeja de plata, Con faldas y a lo loco y El apartamento. Como autor de un libro sobre Lubitsch, Poague se adentra muy pertinentemente en las conexiones y divergencias que pueden encontrarse entre esos cineastas. Menos perspicaz que Sinyard y Turner, quizá, la lectura de Poague demuestra ser suficientemente heterodoxa como para descubrir lo que Wilder oculta bajo su proverbial y celebrado cinismo. El resultado es siempre interesante, a menudo apasionante, y muy útil para reflexionar sobre la compleja personalidad de un gran cineasta.
Publicado en el nº 10, dedicado a Billy Wilder, de Nickel Odeon (primavera de 1998)
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