lunes, 29 de mayo de 2023

Heaven’s Gate (Michael Cimino, 1980)

Alarmadas por el poder que estaban acumulando unos cuantos directores jóvenes, las grandes productoras parecen estar subvencionando una feroz y astuta campaña de prensa contra los nuevos «bárbaros» que asedian la vieja ciudadela, resquebrajada ya, de la industria del cine. Y Michael Cimino, inesperado triunfador de 1978, fue elegido como cabeza de turco, sin duda teniendo muy en cuenta que la prensa europea pretendidamente «de izquierdas» no supo o no quiso entender The Deer Hunter (El cazador), por lo que no iba a mostrarse tan ardientemente defensora de la libertad de expresión y la integridad artística como si la víctima de la conspiración hubiese sido otra (el propio Coppola, por ejemplo).

Ni como espectador ni como crítico me importa gran cosa lo que hayan podido costar las películas, me gusten o no. Es un dato «culinario» que normalmente ignoro, lo mismo que la casi totalidad del público; puede ser de interés para otros productores o para el fisco, pero ni me apabulla lo mucho invertido ni me predispone en contra el presunto derroche. La carencia de medios puede explicar ciertas insuficiencias, y su exceso algunas asfixiantes precauciones, pero el presupuesto no justifica por sí solo el éxito o el fracaso de una película. Cuando se hace pública la cifra total suele ser por algo, y no es muy reveladora si no se ofrece un desglose: hay filmes que cuestan lo mismo, pero dedican cantidades muy diferentes a lanzamiento publicitario y tiraje de copias, por lo que puede parecer que uno ha gastado el doble que otro. Tampoco acepto el argumento sofista de que con tanto dinero se podían haber rodado diez películas más baratas, ya que alguien estuvo dispuesto a financiar ese carísimo proyecto y no demostró, en cambio, el menor interés por esos hipotéticos guiones poco costosos y hoy nadie produce tantas películas al tiempo.

Como la necesidad de este preámbulo demuestra —una holandesa que no se dedica al filme, sino a sus productores y traficantes—, se trata de oscurecer el hecho de que La puerta del cielo es una película condenada por sus propios promotores al fracaso, sobre todo económico —que es el que entienden—, pero también artístico, y no en grado de tentativa —no les gusta producir obras malditas—, sino consumado: las manipulaciones y amputaciones de que ha sido objeto son sólo parte de un sabotaje que se extiende al momento y los locales en que se estrena, escogidos para que pase con más pena que gloria y para evitar que el público la juzgue por sí mismo. Que la película sobreviva a  tales pruebas demuestra su fuerza y vitalidad, la pasmosa energía y pasión que Cimino ha puesto en la empresa: habría que ver qué quedaba de otra a la que se le privase de un porcentaje equivalente de su metraje y comparar entonces, imaginar lo que debía ser Heaven’s Gate en el primer montaje de Cimino —unas cinco horas— e, incluso, en el segundo, hecho por él mismo, de unas tres y media.

Nunca he leído ataques tan feroces y sospechosamente unánimes como los lanzados por la crítica americana contra esta película; la europea, más tibia, no ha pecado de generosidad tampoco, y no han faltado ejemplos de ensañamiento inéditos en sus cautos firmantes. Yo puedo comprender que la tercera película de Cimino decepcione, desconcierte o deje frío, que no se entienda del todo —sobre todo en versión española, con nuevos cortes y un final amañado—, pero no que pueda resultar tan ofensiva o irritante. Cierto que no quedan más que ruinas, pero son los vestigios de una gran película; a estas alturas, otras mutilaciones —pienso en Mayor Dundee, por ejemplo— y las brutales elipsis de la Nouvelle Vague debieran habernos enseñado a suplir con la imaginación lo que saltos deliberados o involuntarios omiten del relato, no explican de los personajes o no muestran en detalle. Creo que, más allá de toda defensa genérica de los creadores frente a los usureros y sus secuaces, hay que tomar partido y definirse a favor o en contra de La puerta del cielo: yo estoy claramente del lado de un cineasta que —caso insólito en estos tiempos— se atreve a correr riesgos, y no pienso en los económicos ni en lo que puede suponer para el futuro de su carrera el fracaso inapelable y garantizado de una película que se hace pasar por la más cara jamás filmada (lo cual, encima, es falso, si se tiene en cuenta el valor real del dólar).

De origen italiano y tan fascinado por América como por los descendientes de inmigrantes rusos que conoció en su adolescencia, Cimino ha optado por la desmesura. Su lirismo casi operístico sugiere la idea de un Visconti asilvestrado, primitivo y salvaje, lleno de furia y ajeno a los salones elegantes; su afán de pintar grandes frescos sociales fechados en momentos críticos de la historia de su país enlaza, en cambio, con una tradición rusa que va de Tolstoi o Turgeniev a Gorki, en literatura, y de Dovjenko o Pudovkín a Mikhalkov-Konchalovski, en cine. El resultado final hace pensar, sin que pueda hablarse de plagio o copia, en D. W. Griffith, King Vidor y John Ford, y representa un resurgimiento de la épica allí donde Peckinpah la situó hace diez o doce años: en la encrucijada del empuje y la huida, del espíritu de conquista y el desmoronamiento, de la leyenda y la desnuda verdad de los hechos, de la expansividad y el repliegue, del nacimiento de una nación y su expolio, desintegración o decadencia. Cimino parece volcarse en el análisis intuitivo y emocional del ocaso de los días inaugurales, del estancamiento de los impulsos creadores, de las grandes derrotas silenciadas, privadas de sentido o disfrazadas de victorias o, cuando menos, de retiradas tácticas. Tan vastos y complejos son los sucesos que apasionan a Cimino, que le es preciso abordarlos por extensión, mediante la resonancia mítica o la validez general que aspira a dar a incidentes sin importancia, particulares, locales, privados, que parecen no afectar sino a contados individuos, a un pueblo o un condado perdido en el olvido. Este proceso por el que lo aparentemente insignificante se torna significativo no es dramático ni narrativo ni discursivo, sino predominantemente plástico, cinematográfico hasta en su forma de plantear o explicar los conflictos ideológicos, económicos o morales que actúan como motor de sus películas. Semejante enfoque es muy arriesgado, y no siempre puede uno absolver a Cimino de algunas de las acusaciones que se le dirigen: estoy dispuesto a admitir que La puerta del cielo sea confusa, desordenada e incluso, en ocasiones, caótica…, aunque no sabría decir hasta qué punto puede hacerse responsable de ello a Cimino y no a los que más se lo reprochan. Por otra parte, pienso que el posible desconcierto que pueda causar no es nada comparado con el asombro que debiera suscitar un cineasta tan vigoroso, tan torrencialmente caudaloso, tan exuberantemente creador. En tiempo de chorritos que caen de grifos plateados no viene mal alguna fuente que mane a borbotones. No sólo cada imagen de La puerta del cielo es memorable, de las que dejan huella, sino que —siempre que los cortes ajenos no lo impiden— su sucesión es elocuente y tiene un sentido aplastante; de hecho, tal vez sea ésta la causa profunda de la saña con que se ha recibido en América: lejos de ser confuso, vago u oscuro, su significado emerge con excesiva claridad, creo yo, para aquellos a los que disgusta o pone en evidencia —por los improperios que dedicaron a The Deer Hunter— que se plantee un western en términos de «lucha de clases» tan explícitamente que el autor no necesita proclamarlo a través de los diálogos ni en ruedas de prensa.

Por lo demás, las bruscas transiciones de una escena a otra que caracterizan La puerta del cielo son a menudo un acierto, tanto si se deben a la indeseada «colaboración» de United Artists o distribuidoras sin escrúpulos como si son obra de Cimino, cosa que no parece aventurada si se recuerda que lo mismo sucedía en El cazador. Si una de las diferencias esenciales entre los cineastas estriba en los momentos de una escena o una historia que seleccionan, hay que reconocer que Cimino es uno de los creadores más originales que ha dado el cine americano en los últimos años, pues tiende a prestar una atención desusada —pero no ociosa— a secuencias en las que apenas avanza el relato, mientras se contenta con esbozar —en un plano fulminante, por su fuerza y su brevedad— situaciones que otros explorarían a fondo. No creo, como se ha dicho, que se recree morosamente en las escenas de celebración colectiva (bailes, ceremonias), ni que las estire innecesariamente; a mi entender, trata de fijar en toda su intensidad, empuje o entusiasmo los momentos culminantes, pero finales, de una ilusión, una esperanza o una empresa que los personajes creyeron definitivas, duraderas o cargadas de promesas, y lo hace precisamente para que la impresión de tales episodios en nuestra memoria sea casi tan viva como la que dejan en los protagonistas: para que, a través de la emoción, podamos valorar la pérdida, la decadencia, el deterioro o la muerte de una amistad, un amor, una forma de vida o una aspiración compartida. Cuando Cimino hace lo contrario es porque huye como de la peste de los discursos, las explicaciones y los sermones, y confía —tal vez demasiado— en el poder de evocación y sugerencia de las imágenes que con tanta garra como cuidado ha compuesto con un operador siempre en sintonía.

Yo no pienso que La puerta del cielo se reduzca, ni siquiera en su maltrecho estado actual, a un magma incoherente, heteróclito e informe del que destacan o se salvan tres o cuatro —a elegir entre muchos más— «morceaux de bravure» espectaculares pero desproporcionados, aunque concedo sin reservas que no es el equilibrio ponderado lo que Cimino busca, tal vez más por instinto y por llevar la contraria que por consideraciones teóricas; no el punto medio, sino el «corrimiento de tierras», la oscilación dramática o el cataclismo, y trata de ahorrar tiempo de exposición porque los minutos que escatime a lo que el espectador medio comprende con una leve insinuación podrá dedicárselos a las secuencias que constituyen la clave y la razón de ser de la película.

Publicado en el nº 11 de Casablanca (noviembre de 1981)

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