Film «sucio» y delirante, rabioso y desequilibrado como pocos, no podía agradar ni al público acomodaticio, ni a los «enterados» que dejaba en fuera de juego, ni a una crítica que —salvo excepciones— se ha revelado incapaz de participar en una obra, que, además de reivindicar el caos, podría esgrimir como mascarón de proa el desafiante brindis con que Blaise Cendrars prendía la mecha de su novela Rhum: «Yo dedico esta vida aventurera de Jean Galmot a los jóvenes de hoy, cansados de la literatura, para demostrarles que una novela puede ser también un acto.» Incluso un acto suicida, agregaría Peckinpah, más cerca de Albert Camus y de su admirado Sartre que de Hemingway, de su tocayo Fuller que de su ídolo Huston.
Lo más curioso es que pocas veces se ha visto una película que sea hasta ese extremo un autorretrato de su autor, que dé tan intensamente la doble imagen —interior y exterior— de un hombre inconfundible: sólo Peckinpah —argumento y guión, dirección, producción incluso— podía imaginar, tramar y filmar así esta pesadilla brutal y desesperanzada, sin salida, que parece, por lo demás, un paso lógico, tras la muerte —¿y definitivo abandono?— del western que supuso, el año anterior, Pat Garrett & Billy the Kid: ya ni en su querido México puede hallar el último refugio, el paraíso perdido, la frontera que él y sus criaturas necesitan para respirar con libertad. Queda muy claro —foto fija en sepia del comienzo— que el México de The Wild Bunch pertenece al pasado; el resto de la película probará que es ya, también, un Edén corrompido: No hay frontera. Y pese a que Bring Me the Head of Alfredo Garcia es, con la ayuda de Warren Oates —ojos pequeños y vivos, huraños, tal vez asustados, ocultos tras gafas negras—, como el autorretrato que pintó Van Gogh el verano de 1887 (con sombrero de fieltro) o, más aún, como el ataque de locura que le impulsó a cortarse una oreja, el 25 de diciembre de 1888, hasta los más rígidos practicantes de la politique des auteurs han conseguido espantarle sus posibles espectadores, lo mismo tachándola de rutinaria e impersonal que arguyendo, una vez más, que su autor se repite. Atribuyéndole intenciones nada probables, han llegado a decir que se autoparodia, olvidando que «el barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura», como dijo Borges en el prólogo a la edición de 1954 de su Historia Universal de la Infamia, libro en el que tendría cabida, como tantas de Fuller, esta película de Peckinpah; y es que esos argumentos tienden a contribuir al rechazo de una obra demasiado heterodoxa, incómoda e inoportuna, que tiene la osadía de no ser «artística», ni «seria», ni «consciente» y de ni siquiera —el colmo de la desvergüenza— estar «bien hecha», pese a que Peckinpah ha demostrado con creces y repetidamente su savoir faire. Tamaña desfachatez, sea perversión o afán de provocar, había de ser castigada: fracaso comercial, peroratas moralizantes a derecha e izquierda, escándalo… Pero desde aquí escucho todavía las carcajadas sardónicas de Samuel David, tan poco interesado porque le crean un aplicado funcionario como porque le confundan con el exquisito Stanley (IBM) Kubrick, el taxidermista A. V. McLaglen, el trascendental Frank Perry, el sutil Mike Nichols y otros coquetos burócratas de Hollywood o Pinewood: Peckinpah se va a Durango o a México, D. F., enrola en su pandilla al cámara Alex Phillips Jr. y a las gentiles Isela Vega y Janine Maldonado, convoca a los hoscos Oates y Kristofferson, al malencarado Robert Webber, al ominoso suave Gig Young, al quisquilloso «Indio» Fernández, y se echa pendiente abajo, con el nihilismo combativo por bandera y la anarquía inspirada como método. Y eso es lo que revienta: que Peckinpah no pase por el aro y haga de toda madera fuego; ¿qué le importa a él, que no es constructor ni agente inmobiliario, que el material sea pobre, sucio o feo, que la pared esté descascarillada y el piso ceda, que la casa sea inhóspita y destartalada? La cabeza podrida y pasto de las moscas, el camastro deshecho, el tugurio de mala muerte, la absurda carnicería, la violación de sepultura, el padre inquisidor…; toda la cochambre familiar a escritores tan poco «recomendables» como Luis-Ferdinand Céline, Francis Careo, el salvaje León Bloy, Carlos Fuentes. Un relato alucinante de traición, amor, locura y muerte que no disgustaría a Horacio Quiroga, contado a bandazos, sin brújula pero con furia, pasión, instinto y lirismo. Un film sin brillo, sin orden ni concierto pero palpitante, fragoso, vivo aunque moribundo, agónico pero tajante, insensato, sin fe ni esperanza, tan radical en sus opciones como en sus rechazos. Cuento de buhonero que hace pensar en Flannery O'Connor, William Faulkner, Poe, Shakespeare, Rimbaud, Lautréamont, Malcolm Lowry, Blaise Cendrars. La América que pintó el gran novelista suizo en L'Or sobrevivió desplazándose sin cesar hacia el Oeste, a pesar del tajo de la guerra de secesión, hasta 1913 (muerte de Pike Bishop y los restos del Grupo salvaje) o 1915 (fusilamiento de Joe Hill). La Frontera desciende al México insurgente, donde la revolución permanente (aún no institucionalizada) coexiste en armonía con la naturaleza indómita; el inicio de Quiero la cabeza de Alfredo García suscita la imagen de esos tiempos, pronto disipada por los aviones y autos en que se ponen en marcha los mercenarios: la acción transcurre en 1974 y el western da paso al film negro, para luego virar al gothic horror y, finalmente, desbordar los géneros de un discurso formalmente inconexo, híbrido e hiriente, pero tan claro como elocuente. ¿Qué importa que sea un film deliberadamente caótico, que refleja y expresa el caos como pura sensación física, contado a salto de mata, con lagunas y simas irregularmente distribuidas? Si admitimos la improvisación como creación en el jazz, ¿por qué vedarle al cine esa libertad de invención expresiva? Sobre todo si se trata de un cine fundamentalmente de personajes, tan sólo marginal o residualmente narrativo, como el de Peckinpah cuando se siente implicado de verdad. No debe cegarnos el mito del clasicismo como perfección ortodoxa y transparente, porque lo clásico, como norma, genera lo académico, y no hay que confundir ambos términos (Wyler no es clásico; Ford o Vidor, sí); cabe, además, practicar o defender un cine opaco, fragmentario, astillado, disperso, más atento a la vibración, al golpe, al surco torcido o truncado que a la invisible y teórica «línea recta» que suele tomarse por la distancia más corta entre dos puntos (Hawks): depende de dónde estén los puntos; a veces puede ser más revelador o interesante el rodeo que el atajo, el sendero de cabras que la autopista, el terreno montañoso que el llano, sin olvidar que no sólo cuenta la distancia, que también la velocidad o el impulso, los obstáculos o el esfuerzo tienen importancia.
«Nadie pierde siempre», dice Bennie (Oates), pero se equivoca: él sí, y acabará por reconocerlo quijotescamente, puesto que todo está perdido y no queda más salida que la muerte, a ella se encamina por su propio pie para hacer de lo inevitable una decisión voluntaria, aunque ya sin justificación alguna —a diferencia del Grupo salvaje—, convertido en suicida sin causa: con motivos, pero sin una causa en la que creer, por la que luchar o morir, salvo la última e íntima de preservar de la invasora corrupción ambiental, si no su vida, puesto que ya no es posible, al menos el sentido que la muerte le confiere.
Publicado en el nº 12 de Casablanca (diciembre de 1981)
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