Sorprende gratamente a estas alturas de su carrera, y sobre todo tras el éxito obtenido por el hábil y engañoso Padre Padrone (1977), la mentalidad un tanto ingenua, de primitivos o novatos, con que los hermanos Taviani han hecho El prado (II prato, 1979). Quizá se olvide que son directores de televisión más que de cine, y que eso puede explicar, en parte, tanto su ocasional astucia como su periódico redescubrimiento de la inocencia ilusionada de los cineastas aficionados o amateurs (que, al menos, tienen afición y amor por lo que hacen, al contrario que los funcionarios a sueldo). Por ejemplo, cogen unos niños, una actriz inexperta —aunque hija de Ingrid Bergman y Roberto Rossellini— y un decorado, y ruedan a ver qué sale, con curiosidad y esperanza: a veces suena la flauta —y no sólo por casualidad—, otras alguien desafina, se produce un bache o la escena no cuaja, pero al menos hay cierto riesgo, cierto suspense al que el espectador no es insensible. No es cine prefabricado.
II prato es, por eso, una película misteriosa, brusca («tiemblo porque te amo»), con tiempos muertos, de estructura vacilante y tanteadora que no sabe desde el principio dónde va a ir a parar. Está rodada con una conmovedora falta de soltura que resulta emocionante, porque se nota que no está hecha por control remoto, con pinzas articuladas y ordenadores, ni por delegación, sino que hay un contacto físico, manual, artesano, con la cámara, con el decorado.
Se siente que estaban allí, que se empaparon cuando cayó una tormenta, que sudaban, que miraban el paisaje entre toma y toma —y no sólo a través del visor—, que había una relación personal entre los directores y los actores (que apenas lo son). Tal vez por eso el ritmo, las composiciones y los encuadres —la enunciación toda de la película—, no tratan de imponerse al espectador: los Taviani muestran cosas, las retratan una tras otra sin darles su sentido definitivo, sin condenar al público a aceptar o rechazar, sin más opción, su punto de vista. Eso daña el ritmo de la película, un tanto dispersa y falta de medida —sobre todo al final, que se estira excesivamente o se diluye—, pero permite integrar sucesos imprevistos —como el árbol derribado por la tormenta que entra por la puerta— y manejar tópicos (jóvenes, niños, etnología, teatro popular, retorno a la ciudad natal, campo frente a ciudad, desencanto vital) sin explotarlos pesadamente y concentrarse, en cambio, en las miradas y sonrisas de Isabella Rossellini, de asombroso parecido —aunque más frágil— a su madre (sobre todo cuando se muestra inquieta o angustiada), llena de gracia y encanto, o incluir algunas impresionantes imágenes de Germania, anno zero sin que resulte pedante.
Hay, además, como siempre en los Taviani, un curioso empleo poético del espacio, de la voz en off y del paisaje, que a veces da resultados sorprendentes. En El prado llama la atención la abundancia de ventanas abiertas al campo, a la calle, al aire libre, al ruido o el silencio exterior, a la existencia de otros personajes que actúan como invitaciones a salir de la película, a no encerrarse en el cine, a no dar demasiado crédito a lo que sucede en la pantalla, que no es más que un reflejo parcial y fragmentario. Del mismo modo, la desconexión evidente entre planos y contraplanos parece indicar el carácter arbitrario o manipulador que, en cualquier caso, tiene la elección de un encuadre o una decisión de montaje. Es decir, que los Taviani no se dan —al menos esta vez— demasiada importancia. Esta tranquila modestia, que no huele a falsa, explica la extraordinaria frescura de El prado, a veces un poco «verde» todavía, pero de una falta de elaboración y suficiencia que resulta simpática, que mantiene intrigado, interesado y despierto durante su proyección, y que deja, además, un buen recuerdo. Por ejemplo, no creo que olvide en muchos años, por muchas películas mejores que vea, el momento en que Eugenia (Isabella Rossellini) aclara: «Sin embargo, creo en la felicidad, porque la he probado y sé que existe.»
Publicado en el nº 14 de Casablanca (febrero de 1982)
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