Bernardo Bertolucci
Hay muchas maneras de usar la cámara. Un mismo cineasta puede servirse de ella de distintas formas a lo largo de su carrera, incluso —aunque esto es menos frecuente— dentro de una misma película este instrumento puede cambiar de función.
Al inicio de su carrera Bertolucci no sabía muy bien qué hacer con la cámara. No distinguía aún entre su mirada y la del objetivo, y se limitaba a buscar, a tantear, con una mezcla inextricable de gozo, ilusión, temor, curiosidad, intuición e inquietud. Todo él vibraba, temblaba, y con él la cámara. Pero tenía buen ojo, el valor que da la ignorancia, sinceridad, sentido poético y necesidad de expresarse, y acertó a la primera, una transfiguración sublimada del universo de Pasolini (La Commare secca, 1962). Dio lo mejor de sí mismo —porque no excluyó nada— dos años después, en Prima della rivoluzione. Tras la frustrada revolución de mayo del 68 se atrevió a exponer en la pantalla su esquizofrenia, su malestar y su desesperación en una película generalmente odiada, de una rabia y una tristeza inigualadas y, por ello, difícilmente soportable (Partner, 1968).
Vino después el arrepentimiento, la «toma de conciencia», el alistamiento. El psicoanálisis es, a veces, un lavado de cerebro, y Bertolucci se dejó dar una buena dosis de detergente. Su agresividad fue reprimida, o domada: había que hablar para (¿o por?) la silenciosa mayoría. Si Godard se replegó hacia la soledad, el exilio interior y la incomunicación, Bertolucci se refugió en la compañía, abriendo los brazos a cualquiera. Rueda, una tras otra, una superproducción internacionalista (II conformista, 1970) y una película para telespectadores (Strategia del ragno, 1970): fuentes respetables (Moravia, Borges) y temas importantes (la traición y el fascismo) cómodamente confinados en el pasado. Pero la conformidad a las normas no le impide todavía dar rienda suelta a su talento: el esplendor formal -tal vez un poco hueco, un tanto afectado— suple la palpitación cardiaca comunicada antaño al montaje y a los movimientos de cámara. Hay, eso sí, sospechosas omisiones, huecos que llaman la atención, silencios que gritan, un vacío que en vano trata de cubrir con oropeles, con la luz extraterrestre de Vittorio Storaro. Desciende su temperatura y el valor real de sus películas, pero sube su cotización como «autor» entre críticos, productores y ciudadanos cultos.
Llega el publicitario escándalo —hoy más incomprensible aún que entonces— de Last Tango in Paris (1972), película de deslumbrante belleza plástica (París, la noche iluminada, el metro elevado, los naranjas de Bacon) y de emotividad a flor de piel (demasiado superficial: si se rasca, no queda gran cosa) que ciega al primer contacto y procura no dejar ver. Desgraciadamente, pesan demasiado las lamentables secuencias dedicadas a Léaud y el edificio se desmorona pronto. Y si se analizan los restos surgen las dudas más terribles: ¿puede ser verdad tanta locura por alguien tan tonto y aburrido como la anónima niña que encarna Maria Schneider? ¿No pierde interés cuanto sucede cuando no le pasa a Brando, en una de sus buenas interpretaciones? ¿Qué sentiríamos si no nos sacudiesen constantemente grúas y travellings majestuosos y exaltados, si no nos arrullase la música vertiginosa de Gato Barbieri?
Un cineasta de moda tiene que pensar muy bien su siguiente jugada. Y Bertolucci ya ha entrado en el juego, ha aceptado las reglas.
Novecento (1976), la mayor superproducción marxista financiada por el contradictorio capitalismo, era esperada con impaciencia desde el momento en que se anunció el proyecto. Los años de rodaje, los conflictos de montaje, la polémica y las horas de proyección desembocan en una primera parte tan monumental —con belleza, pero sin ritmo y sin vida— como decepcionante. La cámara sobrevuela en grúas imperiales —lo más «soviético» del filme, si no fuera porque Delmer Daves cedió a la misma tentación al final de su carrera— un cementerio de estatuas, un mausoleo de estrellas emergentes o en trance de extinción; mientras ondean banderas y cartelones épicos, tratan de ilustrar los sufrimientos del proletariado y el ocaso de la aristocracia rural. De la segunda parte prefiero no hablar: tal vez Bertolucci, fatigado, contratase en secreto los servicios para masoquistas «de izquierda» de Liliana Cavani o alguna otra fustigadora de lujo tocada con negros correajes. Y gorra de plato. Y llegó la pálida Luna (1979), o el retorno por eclipse al intimismo. Desdichadamente, el vacío se había adueñado de la escena. Al menos para mí: ¿qué podía importarme aquel ñoño niño llorón? Mi entusiasmo por Prima della rivoluzione —una de las películas que más me han conmovido—, mi admiración por La commare secca y Partner (el afecto y el odio hacia el entorno), mi lejano respeto (con reservas) por las tres películas siguientes habrían quedado en nada: perdida la esperanza, la distancia parecía infranqueable.
Pero he aquí que La tragedia di un uomo ridicolo (1981), pese a su errado título —que se presta a todos los equívocos—, representa un reencuentro inesperado. Parece como si Bertolucci encerrase entre paréntesis las películas que van de II conformista a Luna y reemprendiese la marcha allí donde abandonó, hace unos diez años, su camino propio, es decir, después de Partner, hecha ya esta película, una vez expulsadas de su organismo la rabia y la desesperación. Aunque, claro, no exactamente, porque Bertolucci no es ya el mismo. Para nadie pasa el tiempo sin dejar huella, y menos todavía para quien quiso mantenerse forever young. Pero si ha perdido espontaneidad y entusiasmo, si el propio fingimiento ha limado la furia expresiva, Bertolucci ha aprendido humildad y ha conquistado la verdadera maestría. No hay alardes aparatosos, no se trata de apabullar al espectador con un torrente de imágenes resaltadas a bombo y platillo, ni de adormecerle con los hipnóticos arabescos que traza la cámara al moverse. Aquí todo es precisión, elegante exactitud: la cámara es un ojo inquieto e indagador con el que trata de abrirse camino —unas veces, como si fuese un catalejo, desde la lontananza; otras, de cerca, como con un microscopio— a través de la confusión y el caos.
No es La tragedia di un uomo ridicolo un film vago y turbio, como los de Francesco Rosi, que toman por objeto el complejo entramado de la realidad y la apariencia. Pero Bertolucci no queda satisfecho con el diagnóstico primario, no le basta con reproducir, duplicar o ratificar la confusión. Trata de ver, de desnudar, de conectar los hilos y comprender a los personajes. De pronto observamos que los actores han dejado de ser emblemas (Brando, Schneider, Léaud, Hayden, Lancaster, De Niro, Dépardieu, Sanda, Sandrelli, Sutherland, Betty, Clayburgh) y vuelven a interpretar (Tognazzi) o a ser personas (Laura Morante, Víctor Cavallo). Esto lleva consigo un paso trascendental del cine como «envoltorio» de una puesta en escena (teatral, operística) preestablecida y sin sorpresas al cine como escritura. Frente a la mitificación (estatua, monumento o pasquín) o la banalización melodramática (fotonovela), es decir, dos formas de simplismo, la precisión y la complejidad, que exige una investigación de la realidad. Frente a la amplificación del fresco mural y la exageración histérica, la atención simultánea al detalle y al conjunto; frente a las evoluciones altivas, gratuitas, ostentosas de una cámara que trata de «inflar» la historia, una grúa exacta, que busca, señala, otea, sugiere, muestra, enlaza y analiza las relaciones entre los personajes, sin comentarlas, sin dar un veredicto, sin pronunciar una palabra.
En el fondo, de las «bajas» de mayo del 68, tuvo más suerte el que estuvo más cerca de la muerte: Godard sólo tuvo que sanar de sus heridas y recobrar a solas su energía; Bertolucci, en cambio, tuvo que recuperarse también del efecto debilitador de los antibióticos y sedantes que le recetaron, y escapar de sus admiradores, que, por animarle demasiado, prolongaron su convalecencia.
Publicado en el nº 14 de Casablanca (febrero de 1982).
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