La obsesión conmemorativa imperante en los últimos tiempos -paralela a un menor ímpetu creativo- habrá hecho que quienes desconozcan buena parte de la dilatada carrera de Jean-Luc Godard hoy lo tengan alojado en un remoto pasado histórico, sepultado por los más de 40 años transcurridos desde que fuera calificada de Nueva Ola la más famosa promoción del cine francés. Y ahí se habrá quedado para muchos, sin duda, ya que hace lustros que sus noticias no llegan por aquí, sino que los curiosos han de salir a buscarlas.
Sin embargo, Godard, aunque ha cumplido 73 años el pasado diciembre, sigue vivo y coleando. No ha permanecido quieto ni se ha convertido en una estatua de sal, y eso que ha osado mirar hacia atrás (aunque, eso sí, desde el presente y con la mirada puesta en el futuro: véanse sus Histoire(s) du Cinéma).
Como el grueso del cine, entre tanto, parece haberse estancado en la retaguardia o el conformismo, cuando no ha retrocedido, y se limita a repetir a ciegas, sin saberlo y en forma degradada, pasos ya dados, a fatigar caminos bien señalizados y mil veces recorridos en una y otra dirección, no hubiera necesitado Godard el menor esfuerzo para seguir en posiciones de vanguardia, pese a que con seguridad hace mucho que ni aspira a ello, si es que alguna vez sintió esa tentación - yo diría que ambiciona objetivos más simples y esenciales, y por eso más difíciles de conseguir-, pero como el buen hombre, tozudo y curioso como irremediablemente es, continúa afanándose en la busca, siempre en la brecha, y en esa nada rentable empresa son cada vez menos y más intermitentes en sus expediciones los que le siguen o le acompañan un rato en su camino hacia lo desconocido, la verdad es que Godard lleva más de cuatro décadas convertido en involuntario y tal vez resignado mascarón de proa, reducido ya al casi anonimato, con una repercusión social y hasta cultural muy menguadas (prueba de que la sociedad y la cultura se han empantanado hasta en Francia).
Nada sabe realmente del presente paradero de Godard quien lo reduce a su primer largo, À bout de souffle (1959), sobre el que pesa la carga del prestigio histórico. Ni el que sigue aferrado a la plenitud serena y amplia de Le Mépris (1963) o llega, como mucho, hasta la exaltación fragmentada de Pierrot le fou (1965). Ni el que dejó a Godard en la cuneta en el duro sendero que conduce de Le Gai Savoir o One Plus One (1968) a Ici Et Ailleurs o Numéro Deux (1975). Ni el que tras 2 ou 3 choses que je sais d’elle (1966), Sauve qui peut (la vie) (1979) o Nouvelle Vague (1990) -cuanto antes peor- no quiso saber más de él puede tener ya una idea clara, una imagen mínimamente nítida y completa de lo que dice cuando habla acerca de Godard. Los que se desentendieron en ruta no llegarán al final del arco iris, pues Godard prosigue su persecución, mirando la cambiante realidad que le rodea y haciéndose preguntas pertinentes -que debieran ser acuciantes- sobre el cine, su naturaleza y su función, cambiando de medios y soportes, saltando de un formato a otro, haciendo incursiones lo mismo en el cortometraje en vídeo que en la serie televisiva, liberado del peso de su propia reputación y apartado del mundanal ruido, siempre fiel a sí mismo, a sus principios, a su ética de explorador y a su exigente idea del cine, de lo que pudo ser y prometía… Si el cine sobrevive, entre paréntesis y en permanente mutación, reservando sus fuerzas para poder desplegarlas en tiempos mejores, por si llegaran, por si volvieran, es gracias, muy principalmente, a Godard. Él mantiene vivo el fuego y con él ilumina a quien aún quiera ver más y mejor de lo que los ojos permiten, más allá y a través de las más tupidas y abrumadoramente engañosas apariencias sensibles, dentro de la gente y a su alrededor, en ese terreno invisible en el que tejen y destejen sus relaciones con los demás y con el mundo, con la sociedad y la naturaleza, con la historia y las ideas, con la imaginación y el recuerdo, con el deseo y la autoexigencia ética.
Queda aún un foco de resistencia, de vigilia alerta, oteando un horizonte que apenas se vislumbra en los nebulosos últimos años, llenos de ruido e interferencias, que pide una y otra vez compañía y complicidad en la pesquisa, un poco desanimado a veces por la soledad, pero aun así atento a cada una de las herramientas a su alcance, sin desdeñar nunca los nuevos medios técnicos y sin tomarlos por una panacea ni confundir los meros instrumentos con un fin, en singular combate cuerpo a cuerpo con cada uno de los recursos que ha ido acumulando y absorbiendo esta forma de inmersión en lo real que sigue pudiendo ser -pero parece no querer ya- el cine.
Podría decirse, sin hipérbole ni partidismo, que ningún otro cineasta ha puesto a prueba como Godard la capacidad iluminadora y expresiva del color, el sonido, la música, la luz, el paisaje, el espacio, el tiempo y sus ritmos, el plano y sus fronteras, los fenómenos meteorológicos, el rostro humano (sobre todo el femenino, pero no sólo). Ha exprimido en cuarenta y cinco años todas las posibilidades del montaje, y ha ideado nuevas maneras de concebirlo, que ha ensayado en el acto. Ha ido, cada vez más, sustituyendo la idea de “obra” por la de trabajo, la de “perfección” por la de experiencia, la de “creación personal” por la de colaboración, la de “realismo” por la de veracidad, la de “expresión íntima” por la de descubrimiento compartido, sin dejarse atrapar ni por el señuelo de la gloria ni por las seducciones del prestigio o el magisterio, afanoso menos de enseñar que de seguir aprendiendo, buscando sin cesar nuevas maneras de captar la vida en una imagen sonora en movimiento y de asociar entre sí, libre y significativamente, sin someterse a las riendas narrativas tradicionales, esos fragmentos de realidad cristalizada en su esencia, para que de su sucesión o choque brote una visión nueva, más profunda, de lo vivido.
Por eso sigue siendo hoy Godard un modelo de exigencia, al menos para aquel que no quiera seguir a oscuras la senda de la rutina, para quien crea aún posible -y no sólo conveniente- tratar de enderezar el rumbo y recobrar el cine, que lleva demasiado tiempo en manos mercenarias. Esa fe es, sin duda, lo que ha impulsado a Godard a dedicar más de diez años de su vida a la edificación de una obra abierta e inagotable, que puede recorrerse en múltiples sentidos y desde perspectivas diferentes, de la que no hay precedente alguno, y que se llama, precisamente para dar cuenta de esas posibles alternativas, no Historia sino Historia(s) del Cine, un faro puesto a disposición de todos los que osen tratar de reencontrar la senda perdida, a la vez una especie de oratorio lírico en responso del cine del pasado- y un “memento mori” de quienes lo hicieron - y una llamada a la acción de los que crean aún posible impulsar de nuevo el desarrollo frenado o desviado desde hace años y devolverle al cine todos sus poderes.
Prólogo al libro Jean-Luc cinéma Godard de Paulino Viota. Fundación Marcelino Botín, 2004.
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