viernes, 26 de mayo de 2023

Lady Oscar (Jacques Demy, 1978)

La extraña y cada vez más irregular carrera del antaño celebrado y discutido autor de Los paraguas de Cherburgo, alcanza su punto culminante, en cuanto a rareza, en la que hasta hace poco —acaba de rodar algo titulado La Naissance du jour— amenazaba con convertirse en su última película, Lady Oscar (1978), pendiente aún de estreno en el resto del mundo —París incluido—, salvo Japón, y esto por tratarse de una producción japonesa, aunque hecha en Francia con técnicos galos y actores de Europa entera, sin más punto común que su condición de desconocidos. Pero no se trata, como puede sospecharse precipitadamente, de un producto apátrida o híbrido, sino francés hasta la médula, y no, por suerte, en el mal sentido, aunque quizá tampoco en el mejor posible. Ignoro si —como presume la publicidad— ha costado mucho dinero o si —como el reducido número de decorados y el carácter casi simbólico de las escenas de masas me hacen sospechar— ha costado cuatro perras, pero es una película visualmente espléndida y hasta lujosa: Jean Penzer ha sabido fotografiar Versalles y otros palacios con talento, de modo que la brillantez y el dispendio pueden atribuirse a Luis XV o Luis XVI, por ejemplo. Este último es, con su esposa María Antonieta, uno de los personajes históricos que, entremezclados con otros ficticios, hijos de la pluma de una émula nipona de la condesa de Ségur y la baronesa de Orczy, pueblan discretamente la película y mueven en tono de farsa los hilos del drama. En el fondo, Lady Oscar recuerda, a partes iguales, los teatritos de papel que tanto agradaban a Robert Louis Stevenson y el guiñol; le falta dinamismo y espíritu aventurero para llegar a dar el salto que dieron Rafael Sabatini y George Sidney con Scaramouche, o la baronesa citada y el modesto Harold Young en La pimpinela escarlata, que con tanta gracia encarnó Leslie Howard. A la otra orilla se situarían La Marseillaise, de Renoir, y —aparentemente menos en serio— Madame Dubarry, de Lubitsch. Demy ha optado por navegar zigzagueando entre una ribera y otra, sin tocar tierra nunca, y no creo que por falta de decisión, sino por la propensión de Demy a nadar en aguas turbulentas sin guardar la ropa: sus mejores películas son arriesgados ejercicios de funambulismo dramático; no «ejercicios de estilo», sino en busca de un estilo aún inhallado, tal vez inalcanzable, que parece tener en la cabeza desde antes de rodar Lola. Un estilo que no es el del musical americano —aunque aspire a su armonía—, ni el de Cocteau —aunque comparta la visión onírica del autor de La Belle et la Bête—, ni el de Max Ophuls —aunque estructure el relato en forma de ronda—, ni el de Marcel Carné y Jacques Prévert —por mucho que le atrajesen los ambientes portuarios de marinería y brumas—, ni el de Bresson —aunque el espectro de Pickpocket asome en La Baie des Anges—, ni el del cuento de hadas —de Perrault a Andersen, de Grimm a Walt Disney—, aunque todos le tienten como trampolines para avistar el suyo propio.

Lady Oscar es una de las películas más inclasificables y sorprendentes de los años 70, aunque veinte antes su aparición no hubiese supuesto ninguna anomalía. No se dirige a nadie como miembro de un sector del público, y pocos parecen dispuestos al acercamiento que Demy, con discreción y elegancia, no pide siquiera, al tiempo que no da un paso hacia el espectador. Pero si se piensa un poco, cabe admirar la disimulada osadía de una historia que parte de una locura —harto de tener niñas, el padre de la heroína decide llamarla y educarla como a un varón, y todo el mundo respeta su imposición sin que Demy juegue con el equívoco a lo Sylvia Scarlett: sólo un estúpido se llama a engaño, y nunca se pretende que el espectador tropiece en las apariencias— para acabar en un final desgraciado que toma por telón de fondo los treinta y cuatro años que precedieron a la toma de la Bastilla y, sin embargo, es una comedia que maneja un buen número de personajes sin perder el hilo ni caer en el psicologismo. Lady Oscar es una película clara, casi radiante, que comunica, como pocas recientes, el placer que ha sentido su director al hacerla. No es poco, y creo que hay más.

Publicado en el nº 12 de Casablanca (diciembre de 1981)

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