Este lamentable —y creo que indiscutible— fracaso de Edwards, que no esperaba después de 10 (1979), se debe, curiosamente para un cineasta que tiene en su haber Operación Pacífico, Desayuno con diamantes, La pantera rosa, El nuevo caso del inspector Clouseau, La carrera del siglo, El guateque, Darling Lili y otras excelentes comedias, y que ha sabido aliar dramatismo y humor en proyectos tan arriesgados como Días de vino y rosas, Chantaje contra una mujer, Gunn, Wild Rovers y La semilla del tamarindo, al malhumor que parece haber presidido su concepción y realización. Yo entiendo perfectamente la indignación que debe de producirle buena parte de la fauna «humana» que puebla el mundillo cinematográfico, que en Hollywood será tan insufrible como aquí, pero a lo grande, si no bigger than life, y me identifico totalmente con la tentación de desahogarse por escrito. Lo que entiendo menos bien es que un cabreo pueda durarle los largos meses que ha invertido en preparar, rodar y montar la película (olvidaré su grotesco apodo español), despectivamente titulada S. O. B., conocida sigla de la expresión Son of a bitch, o, en plural, Sons of bitches, perfectamente traducible por su equivalente literal (y no muy grosero) «Hijos de perra», tan arraigado en nuestra lengua desde tiempo inmemorial. Me parece una pérdida de tiempo y de energías que ha conducido a desperdiciar el talento de buen número de actores excelentes, entre ellos el recién fallecido William Holden, que se despide del cine sin un personaje digno de su categoría como intérprete.
A veces es un alivio poder darse el gustazo de decirle a la gente lo que de verdad piensa de ella y habitualmente —por educación, prudencia o ingenuidad— se calla; sin embargo, hay formas más baratas y eficaces de insultar al enemigo o de vengarse que dedicarle una película. En el fondo, las personas a quien Edwards ataca con saña en S. O. B. pertenecen al género de los que piensan que lo importante es «que hablen de uno, aunque sea mal», lo que invita a tratar de no hacerles ni caso; como, además, son individuos muy inferiores a Edwards, lo que hace prestándoles tanta atención es engrandecerlos o, lo que sería más grave, rebajarse a su nivel. Para colmo, si no se soporta a tales vecinos y se puede emigrar —como Edward y Andrews— a Gstaad o Londres, encuentro cierto masoquismo en la idea de convivir durante meses con sus representaciones «quintaesenciadas» o exacerbadas hasta la caricatura sobre el papel y luego recrearlas o reproducirlas en la pantalla, razón por la que siempre me ha parecido mejor hablar de lo que a uno le gusta o le interesa que de lo que inspira aburrimiento, desprecio o asco.
La verdad, ver a Blake Edwards ejerciendo de Bardem es un espectáculo tan inesperado como desagradable, con el agravante de construir un derroche de inteligencia. Filmar una película cegado por la rabia no es, tampoco, el mejor método: nada hay tan esquemático como el insulto, ni tan fácilmente replicable (con otro). Si el planteamiento es pobre y simplista, los personajes son meras caricaturas unidimensionales, carentes de vida y de personalidad, y esto afecta no sólo a los «negativos», sino que, lógicamente, la actitud reductora del autor se extiende a los «positivos», igualmente aquejados de falta de realidad. De este modo, nada pueden hacer William Holden, Robert Preston, Robert Webber y Julie Andrews para comunicar su respeto o admiración por Richard Mulligan, por mucho «entierro vikingo» que le dediquen, ya que ni el fallecido director Félix Farmer ni sus contados amigos verdaderos han conseguido inspirárnoslo nunca (compárese, tal como sugiere la presencia de Holden, con el efecto que produce Fedora, de Wilder, pese a contar una historia mucho más terrible y trágica).
Lo cual quiere decir, a fin de cuentas, que S. O. B. vale muy poco como «filme de autor», como manifestación personal, como declaración de principios o de guerra de Edwards contra la corrupción ambiente, el cinismo imperante, el comercialismo a cualquier precio, la falsa o interesada simpatía. En cambio, como comedia, a veces funciona, sobre todo cuando Edwards se mueve en terreno conocido y no tiene que esforzarse para hacer patente sus opiniones, esto es, cuando bordea el slapstick más mecánico, que sabe dirigir con los ojos cerrados y con la mayor soltura del mundo. Entonces todo se hace fluido, ligero y divertido, los personajes cobran cuerpo y sustancia, sus reacciones y relaciones parecen auténticas y coherentes, no forzadas por la mano del guionista-director para dejar bien clara su postura. En secuencias como la delirante fiesta —una vieja especialidad de Edwards— con caídas, hundimientos de techo, otras catástrofes menores, o algunas de las centradas en las idas y venidas del doctor Irving (Preston), S. O. B. se convierte en una película muy divertida: los gags no son nuevos, desde luego, pero están realizados con mano maestra y agilidad, y son de los que siempre resultan eficaces. De pasada, sin subrayados innecesarios, revelan la auténtica personalidad de sus víctimas o provocadores, y esbozan un cuadro bastante ácido y sarcástico del mundillo hollywoodense, aunque mucho menos penetrante que el ofrecido, con más y mejor humor, en The party (El guateque, 1968), o —indirectamente y de refilón— en algunas escenas de 10. Como visión inquietante de la corrupción, la ambigüedad de las apariencias y la dificultad de vivir en una atmósfera irrespirable, encuentro mucho más lúcidas y dramáticas otras películas de Edwards, entre ellas las subvaloradas Gunn (1967) y The Carey Treatment/A Case of Murder/Emergency Ward (Diagnóstico: asesinato, 1972) por no mencionar Días de vino y rosas.
Publicado en el nº 13 de Casablanca (enero de 1982)
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