Por fin se estrenaba una película que de verdad me apetecía ir a ver: no por obligación, ni por su presunto interés, ni porque me habían dicho que era muy buena, ni porque estaba escrita por un guionista curioso o interpretada por una actriz particularmente atractiva. Tampoco iba a descubrir un talento nuevo o ignorado, ni a intentar comprender los gustos del público, ni a contemplar un clásico de la historia del cine, una obra de arte o un experimento revolucionario de vanguardia. Ni siquiera iba a ver objetivadas en la pantalla mis preocupaciones, la realidad circundante o unos personajes cercanos. Ni a comprobar el talento de un amigo o un conocido, aunque sienta por Billy Wilder y su compinche I. A. L. Diamond más simpatía que hacia mucha de la gente que conozco, y a veces tienda a considerar a Jack Lemmon y Walter Matthau como un par de viejos amigos, siempre contrapuestos y complementarios, a los que, una vez visto juntos, nos hace raro ver separados. Aunque Paula Prentiss haya dejado en el adolescente que era hace dieciocho años, cuando se estrenó Su juego favorito, una huella parecida a la que dejó aquella chica que vimos al otro lado de la vía del metro, o en el andén, justo cuando nuestro tren se ponía en marcha, a la que por cualquier razón no nos decidimos a seguir y nunca volveremos a encontrar, o que, de cruzarnos con ella por casualidad, no reconoceríamos (me refiero a esa mujer de la que no nos acordamos ya, pero que nunca olvidaremos, de la que habla el decrépito Everett Sloane en uno de los momentos más hermosos y conmovedores de Citizen Kane).
Pero no eran estas las razones que me impulsaban a ver con impaciencia la última —esperemos que no postrera— película de Wilder, Buddy Buddy (1981). Me apetecía, simplemente, ver cine, disfrutar de una película, pasarlo bien, divertirme. Olvidaba que las cosas sencillas no son tan fáciles como parecen, confiaba demasiado en el talento y la experiencia de sus artífices, o no contaba con su cansancio, su desesperación, su amargura justificada, su avanzada edad. Entré en el cine lleno de esperanza, prometiéndome hora y media de felicidad, y salí desinflado como un globo pinchado, triste y deprimido por el lamentable espectáculo que acababa de presenciar.
No es que la película titulada en España —con una fácil vulgaridad morcillera que, a la vista de los resultados, debo considerar apropiada, y no reservada a Tip y Coll o sus imitadores— Aquí, un amigo sea estrictamente horrible; tampoco es algo tan venial como que resulte decepcionante o que no esté al nivel —altísimo y sin simas— a que nos tienen habituados Wilder & Diamond —pues Lemmon y Matthau, juntos o por separado, han prestado su concurso a empresas harto discutibles—, es algo más triste y desolador. Algo así como asistir en público a la degradación inconsciente de personas que tuvieron talento y dignidad; ver que se rebajan a hacer aquello que, unos años antes, hubiesen criticado con ferocidad encomiable; contemplar impotentemente desde la butaca cómo el malhumor, la desgana, la apatía y el descuido suplantan la visión satírica, el dinamismo, la indignación y la maestría. Es algo tan deplorable como ver al antiguo campeón que, perdido el aliento, no llega a la mitad de los cien metros lisos o que, sonado, boxea con el aire cuando hace ya tiempo que sonó el gong y el tosco pero joven aspirante se retiró tranquilamente a su rincón para decidir si tumba a su oponente en el siguiente round o le deja engañarse tres minutos más.
«La gente que ahora está en la cumbre y puede tomar las decisiones no serviría ni para trabajar como segundo ayudante mío», decía hace poco un Wilder más quejumbroso que de costumbre (véase CASABLANCA, nº 13, p. 8). Tenía mucha razón, pero no se daba cuenta de que él ya no está en la cumbre, de que si vuelve a conseguir rodar no va a poder contar con dos ayudantes y va a estar a las órdenes de un ignorante indigno de acercarle una taza de café. «El orgullo ha desaparecido; la confusión campea», ironizaba también el vitriólico autor de Traidor en el infierno, Uno, dos, tres, Bésame, tonto y En bandeja de plata, y entonces podía permitírselo: su última película para nosotros, Fedora (1978), le daba derecho a erigirse en representante del orgullo indepuesto frente a la confusión reinante; ahora, desgraciadamente, ya no, y veo difícil que le den una oportunidad de resarcirse. Muy en el aire tenía que ver la posibilidad de seguir en activo, de mantener la tienda abierta, cuando aceptó, tal vez con la coartada de ayudar a un amigo (o dos) más allá de lo que la amistad exige, rehacer una pieza teatral del celebrado Francis Veber, el de las dos o tres Jaulas de las locas, que tan buena acogida tienen en América y Barcelona, filmada por Edouard Molinaro en 1973 (L'Emmerdeur, aquí El embrollón), con Jacques Brel en el papel revivido por Lemmon y Lino Ventura en el caricaturizado por Matthau. No se trata simplemente de que la historia originaria sea la típica falsa «buena idea» europea —y especialmente francesa— que se limita a proponer un punto de partida convencional —dos tipos, inexistentes como personajes, en una situación única— y dejar ver, desde el primer momento, su previsible y monótono curso, dejándolo a cargo de lo que logren hacer con él los actores y el director, porque eso podría dar pie a un interesante ejercicio de estilo, de esos que sirven para poner a prueba los dotes o la buena forma de los realizadores. Es más grave que eso: Wilder y Diamond no han sido capaces —¿falta de libertad, pérdida de sentido crítico, fatiga, miopía, tal vez pereza?— de arreglar el argumento, ni los actores de insuflarle vida, ni Wilder —esta vez solo, como director— de darle la forma, el ritmo y el sentido dramático o cómico necesarios para que un mal guión se convirtiese en una buena película.
Todo en Aquí, un amigo parece rutinario, desvaído, chato, plano, sin brillo, chispa o ingenio. No hay asomo de mordacidad, de imaginación o agudeza. Es una película sosa, aburrida, arrítmica, hipotensa, de imágenes banales, casi televisivas, con decorados feísimos y pobretones, que no acierta a ponerse en marcha más que cuando hace ya mucho tiempo que sabemos en qué va a consistir y a dónde irá a parar, y nos tememos, con razón, que ese objetivo no nos interesa nada. Un Wilder que recurre —¿por falta de tiempo o de dinero, por parecer menos «pasado de moda» que cuando filma como sabe, puede y quiere realmente, quizá sencillamente porque no le quedan energías?— al más vulgar empleo del zoom, que no estimula ni controla a Lemmon para que no se pase de la raya ni a Matthau para que no se pasee durante hora y media con la misma mueca rígida puesta como una careta sobre la cara, que no sólo desperdicia imperdonablemente a Paula Prentiss, sino que la maltrata con una misoginia gratuita, sospechosamente primaria a la luz retrospectiva del arbitrario y falsísimo final de la película, no es ya el Wilder que hizo El crepúsculo de los dioses, Ariane, Testigo de cargo, Con faldas y a lo loco, El apartamento, Irma la dulce, La vida privada de Sherlock Holmes, Avanti! (siempre me armo un lío con su título español), Primera plana, o, sólo tres años antes, la terrible Fedora, que hubiera sido, como testamento y reflexión sobre el cine, un digno final para su obra. No es su caricatura, ni su espectro, ni su sombra: el Wilder de Buddy Buddy es el Mr. Hyde que hubiera sido el otro Wilder, el Dr. Jekyll de esta historia, si se hubiese dejado llevar por la corriente, por el oportunismo y la conveniencia. No vale la pena aferrarse a la cámara para hacer una película como Aquí, un amigo, en la que llama la atención la ausencia de cuanto ha hecho de Wilder un gran cineasta, incluso de lo que más le distinguía últimamente del grueso de sus contemporáneos: el gozo de filmar. Si S. O. B. es una película muy decepcionante, tenía al menos la virtud de que, como producto de una etapa maníaco-depresiva de su autor, ofrecía algún momento de euforia; Buddy Buddy, en cambio, parece hecha desde varios metros por debajo de la línea de flotación y nos contagia su depresión.
Publicado en el nº 15 de Casablanca (marzo de 1982)
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