Eye Witness («Testigo ocular») —o como se llama en Inglaterra, con más precisión, The Janitor («El conserje»)— es una película representativa de la línea de flotación del cine anglosajón —cada vez es más difícil determinar si una obra es americana, inglesa, canadiense o australiana— a comienzos de los años 80, porque padece de una enfermedad, no por frecuente y extendida menos grave, poco llamativa a primera vista, pero tan corrosiva como el cáncer. Como unas veinte de las películas de tal procedencia, con cierto interés, que he visto este año, más alguna que otra europea —por ejemplo, Diva, de J. J. Beineix—, está basada en una idea insuficiente para edificar sobre ella un largometraje; defecto que se ha procurado disimular —en lugar de corregirlo— agregando elementos heterogéneos que no tienen más función que la de rellenar los huecos y tapar las fisuras, y que, para colmo, están copiados de películas anteriores de éxito: en El ojo mentiroso no es difícil detectar huellas de Marathon Man (1976), de Schlesinger; Taxi Driver (1976), de Scorsese, y Klute (1971), de Pakula, y no me extrañaría que hubiese cosas tomadas de varias más que yo desconozca o recuerde mal.
El truco no carece de eficacia si la acumulación de factores se hace a un ritmo lo bastante trepidante como para impedir o dificultar que el espectador ponga en cuestión la coherencia del relato o de los personajes, o si estos últimos quedan reducidos a arquetipos ya conocidos; incluso puede darse una aureola de misterio o locura a la conducta contradictoria de algunos de ellos, atribuyendo a fallos de su carácter o a perturbaciones de su cerebro los errores o descuidos del guionista. Además, para lograr que un producto de estas características «funcione» como maquinaria, basta con reunir un equipo técnico eficiente a las órdenes de un director habilidoso; si, además, se contrata a un par de actores inteligentes y se cuenta con redes de distribución y presupuesto para un buen lanzamiento publicitario, la partida está ganada de antemano, así que, ¿para qué esforzarse más? Ya se sabe que, salvo algunos locos antieconómicos, todo el mundo tiende a seguir la ley del mínimo esfuerzo y sus variantes: la del mínimo coste, la del mínimo riesgo, etc. Y cuando la oferta tiene el poder necesario para determinar la demanda, no hace falta contratar a directores y guionistas responsables ni, mucho menos, perfeccionistas: que se queme la competencia. Por mucho que se empeñen y se dejen la piel a tiras intentando hacer una película, Tanner, Rivette, Rohmer, Pialat, Borau, Wenders, Manolo Gutiérrez, Bresson, Tati, Fuller, Godard, Mackendrick, Boetticher, Straub, Berlanga, Raúl Ruiz, Rozier, Demy, Chabrol… —por poner algunos ejemplos de gente interesante y más o menos exigente, a ambos lados del Atlántico, jóvenes y viejos— no van a conseguir más espectadores ni más dinero que Peter Yates o cualquiera de sus muchos equivalentes; salvo excepciones imprevisibles o irrepetibles, ni siquiera Scorsese, Mulligan, Cimino, Pollack, Pakula o Coppola van a obtener ingresos de taquilla superiores, y puede que necesiten mayor presupuesto y más tiempo de trabajo para ello, así que, realmente, ¿qué más da financiarle una película a Peter Yates, a Buzz Kulik, a Michael Mann —el de Thief/Violent Streets— o a cualquiera de los que sin duda van a malograr proyectos interesantes, adaptaciones de James M. Cain, guiones que quisieron rodar Peckinpah, Monte Hellman, Bob Rafelson o John Byrum? Stuart Rosenberg, Norman Jewison, Andrew V. McLaglen, Herbert Ross y compañía ofrecen más seguridad y no plantean problemas.
Eye Witness se sigue con cierta curiosidad, en parte por la mezcla de historias ya comentadas, en mayor y más grata medida por la presencia de una actriz inteligente, elegante, originalmente hermosa y atractiva como Sigourney Weaver y también, hasta cierto punto, por la buena voluntad de Yates, que se toma bastante en serio su trabajo y, de cuando en cuando, consigue, cuando el guión de Steve Tesich lo permite, alguna escena interesante, insólita o misteriosa, tarea en la que cuenta con el apoyo del fotógrafo Matthew F. Leonetti, que prueba, una vez más, la inagotable fotogenia de Nueva York. Con lo cual, aunque no en todo momento, la película se aparta del grueso del cine de los últimos años en su aspecto no desdeñable: en que, por lo menos, no contagia el aburrimiento y la desgana con que se rueda.
Publicado en el nº 13 de Casablanca (enero de 1982)
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