Como Jean Vigo y James Dean, Nicholas Ray tuvo una carrera breve y brillante. Son apenas doce años de plenitud, en los que hizo otras tantas grandes películas, empezando por la primera. Party Girl, que aquí se llamó Chicago, año 30, data de 1958. Es, por tanto, una de las últimas que logró acabar. Y, cosa inusual en este cineasta, es también una de las más maduras y serenas, si no la que más.
Casi todas sus películas son vibrantes y fulgurantes, pero imperfectas y desequilibradas. Hay en ellas tanto desorden como pasión, y los hallazgos plásticos y dramáticos se codean a veces con los momentos de desinterés: en cuanto tenía que rodar una escena rutinaria, de mera continuidad narrativa o explicativa, se aburría y la despachaba con eficiente desgana, como si no fuera con él. Esto, que es frecuente en el trabajo de todo director a sueldo, para él era terrible, porque lo que le distinguía de los demás, sobre todo en su época y dentro del cine de Hollywood, era precisamente su afán expresivo, su tendencia a personalizar, a imprimir en cada plano no su marca o su firma, sino sus sentimientos más íntimos.
El pintor Nicolas de Staël, que acabó por suicidarse, dijo que para él su oficio consistía en “pintar en mil vibraciones el golpe recibido”: podría estar definiendo lo que trataba de hacer Nicholas Ray en cine. Por eso, sus películas solían ser esquirlas, jirones, llamaradas, añicos, fragmentos de una historia, con los que plasmaba en imágenes, gestos y sonidos las ruinas de un mundo, cenizas de pasiones; no edificios resistentes, perfectamente equilibrados, funcionales y lógicos. Quizá sólo en esta ocasión se acercó este romántico tardío y desesperado al clasicismo: quizá por vivir un paréntesis de precaria felicidad relativa - acababa de conocer a una bailarina, Betty Utey, con la que estuvo unos años casado -; quizá, sobre todo, porque hablaba de su propio pasado, del Chicago que había habitado en su juventud, en tiempo de gangsters, prohibición y música.
Hay que ver a la hermosa Cyd Charisse y al envejecido y claudicante Robert Taylor, ambos maltrechos y débiles, apoyándose mutuamente en esta película para recobrar la dignidad perdida y hacerse compañía en un ambiente hostil si se quiere comprender que no siempre Ray fue tan pesimista como en They Live By Night, In A Lonely Place, On Dangerous Ground, The Lusty Men, Rebel Without a Cause, Bigger Than Life o Bitter Victory, es decir, en la mayor parte de su obra; al menos aquí, como cuatro años antes en Johnny Guitar, quiso creer en la pareja y en la esperanza.
Pero fue su última película americana, antes de partir al exilio y verse poco después definitivamente desterrado del cine. Fue la primera película de Nicholas Ray que vi, y me sigue pareciendo una de las más conmovedoras, y el reflejo quizá más completo y redondo de su modo de hacer cine.
Aunque sea, a primera vista, una película de gangsters, en el espíritu de las que realizara Sternberg a finales del mudo, se aparta del género “negro”, y de hecho se adentra a la vez en los terrenos del melodrama y del musical, de tal forma que podría representar por sí sola el esplendor último del cine clásico americano. Al mismo tiempo, su empleo de la elipsis y su representación estilizada de la violencia, pocas veces mostrada con tan súbita brutalidad y tan poca complacencia o complicidad, prefiguran la Nouvelle Vague francesa, en particular ciertas obras de Jean-Luc Godard realizadas entre 1959 y 1966.
Su empleo del Cinemascope debiera haber hecho historia, si alguien se fijase en cosas parecidas. Nunca fue el cine tan ancho, ni tan horizontales las composiciones. Y pocas veces se han combinado los colores con tanto gusto y sentido, con tanta coherencia y elegancia. Quizá no sea cine puro, pero es, desde luego, “puro cine”, con una fuerza expresiva y una concisión narrativa que todavía no han recobrado los cineastas americanos. Repárese, por ejemplo, en cuánto se nos ha contado, en la cantidad de personajes que ya han cobrado vida en los veinte primeros minutos.
Obsérvese, también, el contraste entre el tratamiento de la violencia en esta y en casi cualquier otra película de gangsters, anterior, contemporánea o posterior: es una violencia que el director y los personajes contemplan con alarma, y que esperan que el espectador no se tome a broma; que es presentada como ominosa y de efectos devastadores, sea resultado de un arrebato impremeditado o de un plan calculado y frío; no hay en ella ningún regodeo, pero tampoco efectismo grandilocuente ni crueldad: se entreven sus consecuencias, en lugar de restregárnoslas o demorarse complacientemente en ellas; por eso se trata con planos breves y secos, repentinos y cortantes, de una estilización que sugiere más que muestran, es decir, con una representación que está en los antípodas de los “ralentis” amplificadores que se pondrían de moda unos diez años más tarde.
Artículo inédito
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