El caso de Fernando Fernán-Gómez es, para mí, uno de los más sorprendentes de nuestro cine posterior a la guerra civil. Se trata, sin duda, de uno de los intérpretes más populares y prestigiosos del país —aunque poco conocido o considerado en el exterior—, tanto en el escenario, que ya no frecuenta con asiduidad, como en la pantalla, sobre todo la grande (pese a algunas incursiones en la pequeña). Para una minoría culta, fue durante años uno los mejores directores de escena, y a veces también arriesgado empresario teatral, aunque el público que acudía a las películas que protagonizaba soliese ignorar esa faceta de su actividad. Desde los años cincuenta, ha sido también director de cine; pese al carácter intermitente y como añadido de este trabajo, el paso del tiempo ha hecho de él uno los realizadores más prolíficos de nuestro cine, sin que ello se haya traducido, sin embargo, en que se le tenga en cuenta como director cinematográfico: sólo grupos aislados le tienen en alta estima, y la mayoría no se acuerda de él de primera intención, sino al pasar lista para evitar omisiones importantes. Fuera de España, la gran mayoría ignora que ha dirigido películas, y no resulta fácil estimular su conocimiento mediante retrospectivas por la sorprendente irregularidad de su filmografía, en que se mezclan desordenadamente películas muy personales y originales, a veces muy logradas y otras sólo en parte, con obras de encargo o de compromiso, realizadas con desgana, descuido o simple aplicación, según los casos y las circunstancias. Por último, desde hace ya bastantes años, escribe con frecuencia: teatro, artículos, recuerdos y novelas; como escritor, es conocido por algunos que ignoran su obra cinematográfica, e ignorado por algunos de los que conocen a fondo su filmografía, pese a que sus libros hayan tenido buena acogida crítica, cifras de ventas muy considerables y hasta una razonable cosecha de premios.
Podría pensarse que tan polifacética y variada labor creativa, acorde a la imagen mítica del artista renacentista, es la causa de su relativo anonimato, en una época de fragmentación creciente de los distintos públicos. Para añadir un factor de desconcierto más, conviene recordar que Fernando Fernán-Gómez se ha labrado una sólida reputación de perezoso, que la magnitud y variedad de su currículum no han conseguido desbancar, pese a ser evidente que literalmente no para. A otro en su lugar le hubiesen apodado el rayo que no cesa, pero Fernán-Gómez sigue disfrutando de la imagen de vago, bohemio y excéntrico que se ganó, no sabría decir si con algún motivo, hace cerca de medio siglo.
Como intérprete, y limitándonos al cine, la verdad es que ha hecho de todo. No sólo su registro es enormemente amplio y su curiosidad parece insaciable, sino que no parece que en ninguna época se haya sentido desdeñoso o elusivo ante las ofertas de empleo, sin importarle mucho de donde vinieran, y lo mismo para hacer de protagonista que para encarnar pequeños (y a menudo inolvidables) papeles de composición. Para su fama de vago, no parece haber sido tacaño a la hora de prestar su colaboración —benéfica o simbólicamente retribuida— a muchas primeras obras de jóvenes desconocidos e incluso a algunos cortometrajes. El caso es que, como actor, es muy conocido y apreciado; su presencia en un reparto es, casi sin excepción, una garantía de que, por lo menos, algo habrá bueno en esa película, aunque su atractivo taquillero no sea definitivo. Por eso, su inclusión obedece menos al intento de asegurarse un cierto tirón comercial que a la admiración o al hecho incontrovertible de que, para determinados papeles, no tiene rival, si es que hay una opción alternativa. Además, incluso cuando hace de loco, villano o antipático, es un actor que despierta simpatías generales. Quizá nadie vaya a ver una película meramente porque interviene Fernán-Gómez, pero su aparición en los títulos de crédito es siempre bienvenida.
Como director, en cambio, carece de imagen definida, pese a tener mucha más personalidad que otros que presumen de autores cuando sólo han hecho una película. Su estilo no es uniforme ni llamativo, aunque tampoco quepa calificarlo de camaleónico ni de inexistente. Lo que sí parece cierto es que su trabajo como realizador cinematográfico no responde a una voluntad de hacer obra ni a una concepción teórica del cine. No trata de aplicar un estilo preconcebido a todas las historias que cuenta, sino que busca, en cada caso, el que le parece más adecuado, como el que trata de encontrar la mejor solución al problema que se plantee, sin subordinar el enfoque a una exigencia de coherencia general. Parece como si el propio Fernán-Gómez ignorase cuál es su estilo y no tuviese, además, la menor prisa por averiguarlo y fijarlo, menos aún para atenerse a él —si es que lo encuentra— sin desviaciones.
Para mayor dificultad, y por variadas cuando no enigmáticas causas, el director Fernán-Gómez se las ha ingeniado a menudo para que sus películas no tuviesen mucho éxito, y hasta para que en algunas ocasiones ni siquiera se hayan estrenado o, en todo caso, lo hayan conseguido con varios años de retraso, en malas fechas y en salas de segunda o tercera categoría. Y esto no se debe a que sean obras vanguardistas, incomprensibles, muy raras o simplemente esotéricas, que no lo son, en absoluto, sino más bien a que van a su aire, sin hacer caso de las modas ni de las estrategias de marketing, los criterios de rentabilidad o las tendencias presuntas de la demanda. Y algunas, todo hay que decirlo, han debido molestar a los propios productores y caer sumamente antipáticas a distribuidores y exhibidores, que las habrán encontrado desagradables e inoportunas. Suelen ser, más allá de sus diferencias, más bien ásperas, a veces desabridas, a menudo desencantadas y hasta sumamente pesimistas, en ocasiones toscas en apariencia. Para colmo, no adoptan un tono trascendental ni declamatoriamente dramático, sino que se mueven en un territorio próximo a las fronteras difusas y vastas del humorismo, unas veces al borde de la farsa y otras más cerca del esperpento, y no eluden el tremendismo, pero sin caer tampoco de lleno en él, con lo que los que tienen poder para decidir si algo se ve y, en todo caso, dónde, cuándo y cómo, parecen haberse sentido desconcertados, sin saber muy bien a qué carta quedarse. No las encontraban suficientemente ligeras ni divertidas; tampoco, para colmo, lo bastante serias, respetables o trascendentes. Para resumir, podríamos caracterizarlas como de difícil clasificación, y ya se sabe que los problemas de etiquetado dificultan la venta, y más bien incómodas.
Rasgos que, curiosamente, son los más comunes al cine dirigido por Fernán-Gómez, ya que son aplicables tanto a sus mejores películas como a las peores, y lo mismo a las más personales que a los meros encargos, a las de argumento propio y a las adaptadas a partir de una obra preexistente. Si no hay una voluntad estilística constante, si no defienden o proponen un credo estético concreto, si no exhiben pretensiones de ningún género, lo que sí evidencian es un cierto carácter expeditivo, poco propenso a los paños calientes, reacio a dar su brazo a torcer, revelador de una personalidad suficientemente fuerte como para, sin esforzarse y hasta sin proponérselo siquiera, estampar su sello en todo lo que hace. Y todo hace pensar que a Fernán-Gómez le gusta llamar a las cosas por su nombre, filmarlas como son y además acentuando sus rasgos para hacerlas más claras y expresivas, y que detesta los términos medios, los eufemismos y las componendas tranquilizadoras, es decir, los finales felices forzados para que el espectador salga tranquilo del cine y olvide el drama que acaba de presenciar antes de llegar a su casa.
Esto puede hacer pensar que Fernán-Gómez es un realista, un cineasta crítico, un moralizador, un lanzador de mensajes. Y tampoco. Quizá porque empezó a trabajar en una época en la que no era posible ser muy explícitamente crítico ni abordar frontalmente la realidad, quizá también por su formación teatral o por gusto y afinidad personal, el caso es que Fernán-Gómez ha recurrido casi siempre a métodos más sutiles e indirectos, a la estilización, al humor, a la parodia, a la caricatura, a la exageración, al acento. Y como tampoco parece muy inclinado a echar discursos ni a la prédica, ha dejado a otros esas funciones y ha aspirado siempre a que sea el propio espectador el que saque sus conclusiones de los conflictos que él se limita a exponer, a veces con una fingida indiferencia hacia el destino de sus personajes, pese a que, si observamos atentamente, podemos detectar cierta simpatía, al menos cierta comprensión, incluso hacia aquellos de conducta más aberrante y monstruosa. Lo cual, como es obvio, produce desconcierto y no resulta confortable para la mayoría del público, aunque explica que esas criaturas no sean meros fantoches ni puras marionetas, sino seres reales, de carne y hueso, reconocibles.
Publicado en el nº 9 de Nickel Odeon (invierno de 1997)
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