lunes, 8 de mayo de 2023

La cultura del programa doble: el barrio de Chamberí

No dudo que existan profundas y numerosas razones económicas y sociológicas para que se produjera, a comienzos de los años setenta aproximadamente, la paulatina y parece que irreversible desaparición no tanto de la generosa y flexible sesión continua (a la vez que iban suprimiéndose las butacas numeradas y los acomodadores, que ahora pueden reaparecer en virtud de la reserva telefónica o informática de entradas) y de los cines de barrio (que, en cierto sentido, y en zonas determinadas, resurgen como multisalas, y hasta en el Cine Doré de la Filmoteca Española), sino, sobre todo, de los programas dobles, que iban emparejados, casi por sistema, a los otros dos modos de exhibición que acabo de mencionar, pero que su gradual disminución y su repentina abolición definitiva no fuesen gratuitas no garantiza ni que las razones fuesen acertadas ni que las causas, por muy reales que pudieran ser, tengan que considerarse positivas. Yo, personalmente, creo que se trata de un fenómeno lamentable, y que la ausencia de este tipo de salas y programas ha influido negativamente en la afición al cine y en el desarrollo de la cultura cinematográfica en España.

Las generaciones de niños y adolescentes —pues en esas edades es cuando se adquieren las aficiones, se forman los gustos y se definen las vocaciones— que nos beneficiamos de ese sistema somos muy conscientes, creo yo, de la importancia decisiva que tuvo para nuestra pasión por el cine y para nuestro aprendizaje.

Es indudable que, con independencia de la situación económica más o menos acomodada o precaria de nuestras familias respectivas, la mayoría de nosotros pertenecíamos a una clase media que, por Entonces, era más bien modesta, como correspondía a la renta familiar de este país en los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Con independencia de que nuestros padres fuesen profesionales independientes o empleados, poco a menudo propietarios de nada, y del número de hermanos en edad de ir al colegio y al cine, lo normal es que no contásemos con dinero suficiente para ir a los cines de estreno; incluso los de reestreno solían reservarse a ocasiones excepcionales: una película particularmente esperada, un cumpleaños o santo, la víspera de Reyes. Y eso que los cines eran entonces, nos parece hoy, baratísimos.

Por mucho que nos gustase el cine, lo normal es que no pudiésemos ir más que un par de días a la semana, los domingos y los sábados o los jueves; cuando éramos muy pequeños, con nuestros padres, al menos uno de ellos, o quizá una abuela, algún otro pariente cercano o una criada; poco después, con los hermanos o con algunos amigos, al menos una de esas veces, y siempre que no se hiciesen novillos o se inventase algún pretexto —ir a estudiar a casa de un compañero de clase— para escaparse al cine, después del colegio, en día laborable.

Así que había que gastar lo menos posible y aprovechar bien el tiempo. Nuestra asignación semanal, más lo que ahorrásemos yendo a pie a la escuela en lugar de coger el metro, el autobús o el tranvía, no solían dar para mucho. La fórmula ideal, por tanto, era ir a los cines de programa doble en sesión continua y no salir del barrio. Por un muy módico precio —hoy se nos antojaría irrisorio, pero entonces tener una sala de exhibición era un negocio seguro— podíamos distraernos toda la tarde, viendo dos películas; y si nos gustaban, podíamos repetir una; incluso, en el mejor de los casos, y si no eran muy largas, las dos. Sobre todo, si era un cine cuyas sesiones empezaban, como era entonces bastante frecuente, por la mañana, o a las tres de la tarde.

Había cines que programaban mejor, o de forma más acorde a nuestras inclinaciones, que otros, y que solían proyectar dos películas igualmente apetecibles, a veces relacionadas entre sí —podían ser del mismo género, de la misma productora, con el mismo protagonista—, pero como no era muy de fiar el horario que figuraba a la entrada, ni el que precisaban o confirmaban por teléfono, ni siempre era fácil determinar cuál era la considerada base del programa, que además podía tener un pase más en razón de las respectivas duraciones, o cambiar los domingos y a veces los sábados si, por ejemplo, la sesión empezaba a las cuatro, y no a las cuatro y media o las cinco, como los demás días, y no solía gustarnos entrar a mitad de película y ver primero la segunda parte y luego la primera, se fue desarrollando en nosotros una tendencia algo aventurera a ver todo: elegíamos, por supuesto, una película, y aceptábamos la otra como quien dice a beneficio de inventario, y siempre con la esperanza de que, por ominosa que fuese su apariencia —género de amores, carteleras poco incitantes, algún actor detestado en la infancia como el pobre Victor Mature, la cursi June Allyson o las antipáticas Nina Foch y Martha Hyer—, resultase buena, o al menos no tan insoportable como para, en caso de ser la primera, impedirnos ver dos veces la que nos había llevado a elegir, entre los del barrio y quizá alguno de los limítrofes, precisamente ese cine.

Tampoco es que realmente supiésemos mucho, por lo menos en la fase incipiente de nuestra afición, pero lo cierto es que, intuitiva y empíricamente, tendíamos a aplicar una especie de política de los autores, aunque centrada más en determinados actores (o su combinación) que en los directores, a los que no sólo no dábamos la importancia que después les otorgaríamos, sino que, a lo sumo, nos iban resultando familiares a fuerza de topárnoslos una y otra vez, e ir comprobando que las películas que firmaban solían ser de nuestro agrado. John Ford o Raoul Walsh fueron rápidamente conocidos, aunque ignorásemos su prestigio crítico; y estoy seguro de que, por la enojosa broma de la lectura fonética a la española de su apellido, Richard Thorpe fue de los primeros en llamar, y muy repetidamente, nuestra atención.

El caso es que, poco a poco, nos íbamos convirtiendo en lo que, para mí, es la base para convertirse en un auténtico aficionado: es decir, un espectador asiduo —aunque sólo fuésemos al cine dos veces, a lo sumo tres, a la semana, solíamos ver entre cuatro y seis películas semanales— y reiterativo, esto es, que no ve las películas una sola vez, sino que las repite. Esto, que puede parecer baladí, es, creo yo, absolutamente fundamental: no se ve la misma película si se ve una segunda vez, porque se advierten cosas que habían podido pasar inadvertidas a la primera, porque puede decepcionar lo que en principio pareció deslumbrante y porque se descubre, en cambio, que lo que se nos antojó vulgar y poco original no era realmente lo primero y sí, aunque no llamativamente, lo segundo. Además, contribuía a que, sin el menor esfuerzo, empezásemos a memorizarlas, a grabarlas en nuestra memoria.

Era, pues, una cultura que incitaba a ver más películas, abriéndose al azar y a lo desconocido, y no sólo las que más apetecían, por referencias o por alguna atracción colateral (Virginia Mayo, Dorothy Malone), genérica, nacional (siempre apetecía más una americana, italiana o inglesa que una española o alemana) o impulsiva.

Southside 1-1000

Además, estimulaba que nos fijásemos en los pequeños detalles, en cómo estaban hechas, y que nos aprendiésemos bien su argumento y hasta los diálogos, lo cual facilitaba que, el lunes, fuésemos capaces de contárselas, con todo lujo de detalle y reproduciendo su estrategia narrativa, a nuestros compañeros de colegio, describiendo a veces, si no los planos, al menos ciertas imágenes, el paulatino descubrimiento de un misterio (a menudo, resultado de un movimiento de cámara), tarareando la música o imitando los gestos y movimientos de los intérpretes. Todo eso enseñaba a narrar, y no es raro que entre los que de este modo consolidamos nuestra afición al cine, por lo demás ávidos lectores de novelas, hayan surgido críticos, guionistas y directores, y también, por supuesto, actores.

Convencido como estoy de que la capacidad crítica y la de asimilación de las formas y tradiciones narrativas reside en la acumulación de experiencias y en el análisis que permite su repetición, creo que la sesión continua, complemento del programa doble, era lo más parecido a una escuela de cine totalmente voluntaria, sin más maestros que las propias obras y sin programa de estudios.

Otros proseguirían su formación en la EOC, como meritorios y ayudantes, trabajando en TVE o en publicidad. Yo pasé de los cines de barrio —sin abandonarlos hasta su extinción— a la Filmoteca y los cine-clubs, para ver lo que no era posible encontrar en los programas dobles, y tratar de recuperar algo que habíamos perdido por sistema: la versión original de las películas. Por eso tengo una deuda de gratitud con estos cines: allí he aprendido lo que pueda saber, allí he disfrutado horas y horas, he descubierto maravillosas obras maestras, he conocido países, ciudades y costumbres, y he aprendido también a mirar y analizar a la gente que me rodeaba, del mismo modo que lo hacía con los personajes que poblaban la pantalla.

A partir del momento en que me pude mover en solitario por la ciudad, la pesquisa de obras no vistas, que no eran toleradas cuando se estrenaron y estaban a punto de caducar, me llevó a adentrarme en barrios de Madrid que no pertenecían en modo alguno a mi mundo de entonces, delimitado por los de casa, el del colegio y el de algunos amigos y parientes, y que la búsqueda de algunas películas desconocidas me impulsó a ampliar.

Mi afición al cine nace, por tanto, en una serie de cines, enormes para el tamaño de los de ahora, pero modestos y anticuados, y hoy todos ellos desaparecidos.

El más próximo a mi casa era el María Cristina, que estaba en la calle de Manuel Silvela, junto a Radio España, y que pese a la cercanía no es el que más frecuentábamos. Quizá tenía peor programación, o se orientaba más hacia el cine no tolerado para menores. Allí recuerdo haber visto, por ejemplo, Fuego verde, y un programa doble con Marcelino, pan y vino y, sobre todo, Línea secreta (Southside # 1001), de Boris Ingster, película esta última cuya impresión guardo viva cuarenta años después y que, por desgracia, no he conseguido volver a ver jamás.

El segundo más próximo, un par de manzanas más allá, era el Luchana; pero era ya una sala de otra categoría, de reestreno, sin programa doble y mucho más cara. Allí vi mi primera película, Bambi —que debió de hacerme llorar y que, quizá por eso, detesté—, y también recuerdo haber visto en él Llanura roja, con Gregory Peck, creo que un día de cumpleaños.

Los dos cines favoritos de mi infancia estaban algo más lejos y en otra dirección, en la calle de Génova, y muy cerca uno de otro: en orden de proximidad a mi casa —Covarrubias, 16—, el Colón y el Príncipe Alfonso. El local del primero tiene ahora enfrente la sede del Partido Popular, el segundo daría hoy a la Audiencia Nacional. En el Colón he visto tantos centenares de películas que me cuesta señalar alguna: Los gavilanes del Estrecho, El hidalgo de los mares Rebelión en el fuerte, curiosamente todas de Walsh, son de las que más vívidamente recuerdo haber visto allí. El Príncipe Alfonso quedará asociado para siempre al descubrimiento de El hombre de Laramie, de Anthony Mann.

Íbamos ya menos a menudo al enigmáticamente llamado Voy, muy raramente al Bilbao (20.000 leguas de viaje submarino un 5 de enero, la primera vez que fui a la sesión de las siete de la tarde) y a los demás de la calle de Fuencarral, que eran locales de estreno (en el Paz vi por vez primera El hidalgo de los mares, y recuerdo que fuimos con Cecilia, la hija de Joaquín Rodrigo; en el Proyecciones vimos Safari, con nuestro cordialmente odiado Víctor Mature), o los Roxy. Prácticamente nunca íbamos a la Gran Vía, salvo al Actualidades, especializado en cortos (noticiarios, dibujos animados, cine cómico y capítulos de seriales de Kit Carson, Hopalong Cassidy o Scotland Yard), y el Azul, que no era de estreno, sino de programas dobles en sesión continua desde las tres de la tarde, y que, por tanto, eran cines muy especiales y anómalos en la zona, mucho más modestos, como quizá el Rex y el Imperial unos años después; ir al Rialto, el Lope de Vega, el Coliseum, el Avenida, el Palacio de la Música, el Callao, el Capitol o el Palacio de la Prensa eran palabras mayores, usualmente fuera de nuestro alcance; había que esperar, en el mejor de los casos, a que descendiesen a las salas de reestreno de cada cadena, el Barceló, el Argüelles, el Urquijo, cuando no que siguieran hasta llegar a los de barrio y sesión continua correspondientes, según un orden y una cadencia que todos los aficionados nos sabíamos al dedillo; recuerdo con un carácter tan extraordinario como ir por vez primera al teatro o un concierto el Real Cinema, en el que ponían un fabuloso Robinsón Crusoe que no sabíamos entonces que era lo primero que se estrenaba en España de Luis Buñuel.

The Man from Laramie

Pero mis hermanos y yo teníamos un segundo barrio de correrías cinematográficas: el de mis abuelos maternos y también de mis primos Ricardo y Carlos Franco (los que, por edad, tratábamos más). Ese barrio, contiguo al de Chamberí, era el de Argüelles, y fue también el de mi adolescencia, pues en 1957 o 1958 (cuando yo tenía nueve o diez años) nos mudamos de Covarrubias, l6 a Vallehermoso, 34. Así que también han sido mis cines de barrio el Cine de la Flor (en una de sus últimas sesiones vi Apache), el Galileo, el Pelayo, el Iris, el California, el Emperador, el Vallehermoso, el Apolo, el Magallanes, el Quevedo, y —al otro lado de los bulevares— el Cinema X y el Dos de Mayo; y ya —había mejorado de nivel de vida de la familia— bastantes de reestreno, como el Urquijo, el Princesa, el Argüelles, el Bulevar, el Barceló, y hasta algunos de estreno: los nuevos, que duraron poco en esa categoría, como el Emperador, el Conde Duque, el Cartago y El Españoleto cuando se inauguraron (hacia 1962; en el primero descubrí El maquinista de la General), y, por supuesto, los clásicos Roxy, el Paz, el Proyecciones, el Bilbao, el teatro Fuencarral recuperado para el cine, el Luchana.

Creo haber ido a todos esos cines hasta que los cerraron, y lo cierto es que la mayoría han ido desapareciendo, tras peripecias muy variadas: el de la Flor se convirtió en el Conde Duque; el California se hizo de arte y ensayo y dio cobijo varias temporadas a las sesiones de la Filmoteca; el Galileo, que había sido uno de los que mejores programas dobles daba a mediados de los años sesenta, tuvo una larga etapa de arte y ensayo, en una época en la que yo cruzaba Madrid entero —desde los números altos de Bravo Murillo hasta Manuel Becerra— varias veces al día para pescar o repescar las obras maestras a punto de que caducase su licencia de exhibición (cinco años prorrogables a seis), ir a la Filmo o a los no muy lejanos cine-clubs de los colegios mayores, el del alucinante edificio fulleriano del Parque Móvil Ministerial, o el Aún, que dirigía Fernando Moreno, el de la Casa del Brasil, el del San Juan Evangelista.

Es una lástima que se desperdiciasen, derribándolos, locales enormes, con fantásticas e inmensas pantallas, donde fuimos descubriendo o redescubriendo las grandes películas de Ford, Hitchcock, Anthony Mann, Douglas Sirk o Elia Kazan, y donde nos fuimos conociendo y haciendo amigos muchos de los que hoy nos seguimos ocupando del cine, de una manera u otra, unos como directores o guionistas, otros dedicados a la crítica o la enseñanza.

Publicado en Nickel Odeon nº 7 (verano de 1997)

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