Tal vez no sea yo la persona más adecuada para hablar de Rainer Werner Fassbinder en la hora de su muerte, cuando la noticia está aún fresca y confusa, todavía no impresa. Pero me ha tocado, tal vez porque escribí varias veces sobre su obra —más en contra que a favor, por pura casualidad—, cuando ésta seguía su curso, acrecentándose cada pocos meses, y Fassbinder —de no haber sido indiferente a lo que sobre él se dijese, malo o bueno, por haberse acostumbrado ya a que lo uno y lo otro abundase, o porque nunca le importase dar que hablar— hubiera podido defenderse —probablemente sin decir palabra, con una nueva película— de cualquier ataque; quizá porque, a pesar de las reservas que me han inspirado sus creaciones cinematográficas —únicas que, en parte, he llegado a conocer— sentía por él cierta admiración, un notable interés y, ocasionalmente, simpatía hacia su postura, tranquila y activamente provocadora. Y perdone el lector que plantee la cuestión en términos personales, pero no pueden escribirse «notas necrológicas» —género convencional y detestable— desde otra posición que la propia; es decir, desde uno mismo: de lo contrario, se cae en la unánime hipocresía del elogio fúnebre, que equivale casi siempre a la última paletada de tierra sobre el cadáver aún caliente del ilustre difunto, y contribuye, cuando el muerto deja algo tras de sí —y cuantitativamente pocos dejan un legado tan jugoso como Fassbinder, pese a su juventud— a facilitar la comercialización de sus huellas, sin más beneficiarios de esa «plusvalía de la muerte» que los herederos o propietarios legales de las obras del artista.
Nacido el 31 de mayo de 1946, en Wörishofen, Fassbinder acababa de cumplir treinta y seis años. De su biografía se divulgarán ahora datos conocidos hasta la saciedad, falsedades copiadas en cadena de un gacetillero a otro, rumores que nadie se ocupará de desmentir, especulaciones gratuitas y fantásticas, secretos que será muy rentable revelar, detalles sórdidos y escandalosos, mezquindades o errores; la prensa seleccionará al azar las piezas más «significativas» de su filmografía, sin duda las más recientes, o la de inminente estreno, que supuso su consagración oficial en el último Festival de Berlín. Como cualquier periódico proporcionará esta información antes de que los lectores tengan esta revista en sus manos y otras publicaciones especializadas dirán dentro de un mes que ponen a su disposición la lista —seguramente incompleta— de sus obras, pasaré por alto el material meramente estadístico o de archivo y me centraré en lo que, a mi modo de ver (posiblemente equivocado), hacía que Fassbinder conservase, a pesar de sus numerosos errores, un interés muy superior al de buena parte de los autores cinematográficos surgidos después de la nueva ola, en su país o en cualquier otro.
Si mis cuentas no fallan —y no estoy seguro—, Fassbinder hizo 42 largometrajes o series —para cine o televisión, en video o en soporte químico— y cuatro cortos. El segundo de éstos, rodado en 1966, me ha sugerido el título de este comentario: Das kleine Chaos es, supongo, la idea de la vida que tenía su autor; es, también, la sensación que le produce la obra de Fassbinder al que escribe estas líneas, porque en ella se mezclan, en la promiscuidad más asombrosa —en unos meses, con el mismo equipo, barajando elementos temáticos y dramaturgias semejantes—, lo mejor y lo peor que ha podido dar el cine de los últimos quince años (su primer largo data de 1969). De todos esos kilómetros impresionados —y a veces impresionantes para el espectador—, de los miles de minutos montados que supone su obra, no he visto más que 18 largos y el episodio, autobiográfico, de Deutschland im Herbst (Alemania en otoño, 1978), y en esa porción —que no llega a la mitad— hay realmente de todo: encuentro detestable su adaptación de Nabokov Despair/Eine Reise ins Licht (Desesperación, 1978), irritantemente nulas Satansbraten (El asado de Satán, 1976) y In einem Jahr mit 13 Monden (Un año con trece lunas, 1978); fallida Lola (1981); carentes de interés Götter der Pest (1970) y Chinesisches Roulette (La ruleta china, 1976); al mismo tiempo que me parecen enormemente interesantes su aportación a Alemania en otoño —de sinceridad e impudor que admiran y aterran— y Fontane Effi Briest (1974); apasionantes Warum läuft Herr R. Amok? (1970), Händler der vier Jahreszeiten (El mercader de las cuatro estaciones, 1971), Die bitteren Tränen der Petra von Kant (Las amargas lágrimas de Petra von Kant, 1972), Faustrecht der Freiheit (La ley del más fuerte, 1974), Mutter Küsters’ Fahrt zum Himmel (Viaje a la felicidad de mamá Küster, 1975), Bolwieser (1977), Die Ehe der Maria Braun (El matrimonio de María Braun, 1978) y Lili Marleen (Una canción... Lili Marleen, 1980), y geniales —atroces, conmovedoras, lúcidas y generosas— Angst essen Seele auf (Todos nos llamamos Alí, 1973), y la filmación en video —sinuosos y acusadores movientes de cámara, magistral empleo del espacio escénico y el decorado, aprovechando la peculiar textura visual del material empleado, con una dirección de actores casi tan prodigiosa como la de Dreyer en Gertrud—, de su puesta en escena de Casa de muñecas, de Herik Ibsen, el «teledrama» Nora Helmer (1973).
Pero lo importante no es la irregularidad que —a mi juicio— propiciaba la excesiva actividad de Fassbinder, sino la amplitud de lo que le interesaba, afectaba, apasionaba, indignaba o conmovía, la variedad de personajes y sentimientos que tenían cabida en su obra, las características que concurrían paradójicamente en su manera de hacer cine. En sus películas hay pasión y miedo, furia y audacia, desvergüenza y timidez, cinefilia y naturalismo, teatro y documento en bruto, mentiras y verdades, locura y economicismo, afán de éxito y provocación estilística, ruptura y reconciliación, finales felices y desgraciados, academicismo y desnudez, barroquismo y confesión, inextricablemente unido todo en la producción de un mismo año crítico (1974 o 1978) y en el seno de una sola película. Era un cine viscoso, un poco repelente, pero casi siempre palpitante, con vida, hasta si se trataba de una vitalidad enfermiza y febril, roída por la muerte, amenazada por las trampas del amor y la ansiedad, o acariciada por la helada mano húmeda del miedo y la incertidumbre. Pero la duda no detuvo nunca a Fassbinder: le impulsaba a esa forma pacífica y duradera de acción que es la creación; un no detenerse que tal vez tuviese algo de compulsivo, de huida hacia delante, de temor a las pausas, a la inmovilidad, a la reflexión, a mirarse en el espejo —aunque se atrevió a filmar su propio reflejo en más de una ocasión, sin que pueda acusársele por ello de narcisismo o exhibicionismo—; prefería cometer errores que eludirlos, y sospecho que bien pudo decir que «nada humano le fue ajeno»: ni el mal, ni el dolor, ni el dinero, ni el amor, ni la opresión, ni el egocentrismo, ni el miedo, ni el trabajo.
A veces, amenazaba con alcanzar prematuramente la decrepitud decadente de ese sapo de Lautréamont, al que recuerda desde hace años, cada vez más, Joseph Losey; otras, parecía aspirar sincera y decididamente a reinjertar en la cultura alemana la tradición que representó —en América sobre todo— Douglas Sirk; por su productividad y afición a diagnosticar la podredumbre de las relaciones humanas, hacía pensar en el Godard de los años 60. Sin embargo, la muerte le ha fulminado antes de que sus tendencias escindidas hayan tenido ocasión de fundirse en una sola o estallar en mil pedazos y empujarle a un nuevo atajo: el misterio de este creador de «estrellas» —de verdad, Hanna Schygulla, pero también, potencialmente, Margit Carstensen, Ingrid Caven y Barbara Sukova— queda vedado para siempre.
Publicado en el nº 18 de Casablanca (junio de 1982)
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