El director, a quien Peter Bogdanovich —en su libro de entrevistas, inédito en España— llamó el último pionero, ha muerto en Hollywood a los noventa y seis años. Con él desaparece una raza de cineastas que nació poco antes o poco después que el cine y que con él creció y fue madurando. Estos directores han muerto; el cine continúa. Las películas que hicieron célebres o grandes a estos realizadores siguen también vivas: en las filmotecas, en la televisión o en el recuerdo. De Allan Dwan los que todavía no somos viejos no conocemos casi nada, pero no olvidaremos Ligeramente Escarlata (1956) ni Robin Hood (1922), ni otras cuantas obras, si no maestras, sí llenas de sencillez, vitalidad, espíritu de aventura, aprovechamiento de medios escasos y claridad que nos dio este viejo galápago nacido en Canadá y afincado desde muy joven en la capital del cine americano.
Allan Dwan dirigió superproducciones mudas, series B miserables a ambos lados de Río Grande, películas de niños prodigio, comedias para reclutas, westerns cantarines y apólogos morales con gángsters, vaqueros, soldados, espadachines y pistoleros. Su estilo, más invisible que ninguno, está por estudiar, y más vale tal vez que no llegue a analizarse; su temática es tan amplia y generosa que no cabría en una enciclopedia; nunca se preocupó por la fama o por su condición de artista; lo único que quería era realizar lo mejor posible el trabajo que había elegido.
Hace tres años estaba escribiendo el guión de un filme negro, más violento todavía que Ligeramente Escarlata, y aún no había perdido la esperanza de, tras veinte años de inactividad forzada (The Most Dangerous Man Alive fue rodada en 1958), volver a tomar la cámara. Hablaremos de Allan Dwan.
Publicado en el nº 13 de Casablanca (enero de 1982)
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