Yo había sido siempre un ferviente defensor (y crítico en sus fases de desidia) de la Filmoteca primero llamada Nacional de España (a mi entender, su nombre debido y verdadero) y luego denominada con exceso de escrúpulos Filmoteca Española (mientras siguen existiendo la Biblioteca Nacional y Radio Nacional de España), de la que era tan asiduo espectador que, cuando Fernando Méndez-Leite me llamó al banco donde yo trabajaba como economista, y me propuso que le visitara en su despacho de Director General del Instituto de Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA) esa tarde, le dije que no podía, porque me iba a la Filmo a ver una película de Flaherty. Fernando se rio, pero me insistió, así que miré el programa de la Filmoteca y comprobé que me quedaba la posibilidad de ir a un segundo pase. Una vez en la Plaza del Rey -en el mismo edificio que mi banco había inaugurado como nueva sede-, descubrí el motivo de la risita de Fernando: me proponía hacerme cargo de la dirección de la Filmoteca. Aunque le pedí unas horas para consultarlo con mi mujer y darle una respuesta, yo ya había decidido correr el riesgo y aceptar, y eso que aún no sabía lo que, a pesar de todos los pesares, me iba a gustar y divertir ser el director de esa institución fundamentalmente positiva y benéfica: lo hará, lo haremos, mejor o peor, pero su misión y sus funciones son indiscutiblemente saludables… salvar y preservar, buscar y recuperar o reconstruir, y proyectar (el cine no existe sin al menos un espectador) y difundir el cine realizado en nuestro país y, de paso, lo que se alcance del hecho en el resto del mundo, y tanto el del pasado como el de hoy mismo. Y al hablar del cine me refiero no sólo a los materiales creativos y técnicos, sino también a libros, revistas, carteles, fotografías y hasta gadgets o artilugios de mercadotecnia, que a mí me dejan frío pero que son parte de las actividades relacionadas con las películas, su imagen y sus creadores.
De modo que, al cabo de un cierto tiempo, me encontré un 15 de noviembre de 1986 llegando al edificio de la Dehesa de la Villa que por entonces compartía la Filmoteca con el Instituto de Radio y Televisión, con un plazo de entre dos semanas y un mes para tomar una serie de decisiones antes de que se diese por cerrado el Presupuesto y entrásemos en las largas pausas sucesivas que se extienden del 20 de diciembre al 8 de enero, más o menos. Ya sé que es costumbre inveterada que quien se hace cargo de algo se queje de la herencia recibida. No imagino qué harían si tal herencia no existiera, pero con lo que a uno le cae encima no hay otra que apechugar y tratar de sacarle el mejor partido. Para colmo, yo era un novato total en la Administración Pública, y no logré que nadie me explicara cuáles eran mis derechos, deberes y obligaciones en el cargo (no me extrañaría que todo siga igual). Repasé por las noches los libros de derecho administrativo de la carrera de Económicas, aunque pronto me percaté de que eran preconstitucionales y había que hacerse con la legislación en vigor, larga, farragosa y nada adecuada a una Filmoteca. Al final resultó que era prácticamente el único en la casa que tenía firma, es decir, que tenía que enterarme de todo y, como poco, darle el visto bueno.
Me encontré con que todo era urgente, necesario, y bastante complicado. Entre el cese de mi predecesor y mi nombramiento habían pasado dos o tres meses, y lo primero era removilizar los expedientes empantanados, es decir, enterarme y firmar una montaña de facturas cuyos importes a menudo superiores a mi sueldo anual me alarmaban. Eso sí, aprendí qué podrían ser “mozos arrumbadores” (que sospeché fuesen integrantes de la orquesta de Dámaso Pérez Prado o Xavier Cugat) y que, naturalmente, los proveedores se cobraban el hecho de que habitualmente se tardasen tres meses o más en hacer efectivos los pagos. Otra alarma: el 15 de diciembre se jubilaba el gran director de fotografía Juan Mariné, que era entonces el principal restaurador de películas de la Filmoteca y el maestro de los que habrían de relevarle. Además, no menos de diez o doce personas pasaron por mi despacho (iba a decir confesional) para anunciarme que por diversas causas querían irse, poniéndome en una situación peliaguda, pues me enteré de que quien se fuera no sería reemplazado. Conste que no me lo atribuyo, pero creo que la mayoría de ellos (si no todos) han seguido en la Filmo treinta años después, la mayoría hasta jubilarse, cosa que les agradezco.
Y un bonito lío con el que me encontré eran las obras de restauración o más bien reconstrucción y modernización y adaptación del cine Doré, que llevaban años en marcha pero que ese último ejercicio se había interrumpido por un extraño olvido a la hora de hacer los presupuestos. Así que lo que me topé en mi primera visita, con el jefe de programación que yo había nombrado mi adjunto, Chema Prado, y el arquitecto Javier Feduchi, me sumió en la inquietud. Ya sabía que un edificio vacío y en obras parece enano y que no va a caber nada en su interior, pero si encima hay un palmo de barro en sus suelos se teme uno que hayan de pasar aún muchos años para que se termine. Por si fuera poco, había algún que otro conflicto que entorpecía la conclusión de las obras y todo el procedimiento previo preciso para contratar el nuevo personal necesario para el funcionamiento de un cine -taquilleras, acomodadores, proyeccionistas, etc.-, que debía estar operativo en el momento de la inauguración. El Doré estaba situado en pleno Mercado de Antón Martín, de propiedad municipal y con varios establecimientos que se resistían, lógicamente, a abandonar un buen punto de venta, cosa que, como poco, habría de hacer uno porque la nueva regulación de seguridad, reforzada tras el incendio de Alcalá 20, obligaba a abrir una nueva puerta de salida.
Como no conseguía que nadie me explicase qué pedían los comerciantes, averigüé quién era su representante, hablé con ella, me pareció que era razonable e indagué si el coste adicional era asumible por el Ministerio y promoví una reunión en la que, hablando con calma y buena voluntad, se llegó a un acuerdo y desapareció ese problema. Que yo sepa, la Filmoteca ha convivido en paz con los comerciantes.
Puede parecer que no se hace otra cosa, pero mi experiencia es que en la Filmoteca (si no en todas las cinematecas y similares) siempre hay que estar resolviendo problemas. Sin salir del Doré, puedo mencionar otros dos.
Resultó que había quien no encontraba digno ni elegante que una entidad dependiente del Ministerio de Cultura estuviera en medio de un mercado, entre pescaderías y carnicerías. Curiosamente, el cine ha sido, entre otras cosas, desde sus comienzos (desde su llamada fecha inaugural, el 28 de diciembre de 1895), un comercio, y la primera proyección no fue en un teatro, sino en un café. Y desde entonces, los muchos cines que han existido durante mi infancia y juventud estaban entre tiendas de todo tipo y bares, es decir, al lado de otros comercios. Para colmo, el mercado de Antón Martín siempre había tenido buena reputación (y creo que la conserva), pero sus puestos se habían quedado desfasados en cuestiones sanitarias y de seguridad e higiene, por lo que se veían presionados a hacer inversiones para ellos muy costosas. Así que se estudió cuánto suponía y el Ministerio se hizo cargo, indemnizándoles por el tiempo que estuvieron cerrados y al que tuvo que cerrar definitivamente para abrir una salida de emergencia que no existía en el cine original.
También tuvimos que plantearnos el problema de la insonorización. El Doré se encuentra entre dos calles: Atocha, con un tráfico feroz, y Santa Isabel, con algo menos de tráfico, pero que, al ser muy estrecha, es como si fuera igual de ruidoso. Además, se estaban haciendo dos salas. Y yo tenía muy presente que en algunos cines con dos salas o con una sala de fiestas se oía el sonido de una en la otra. Por lo tanto, para abordar estas dos cuestiones, hubo que recurrir a expertos de acústica de la Complutense para que nos asesoraran.
Pero mientras estas cuestiones, mejor o peor, se iban resolviendo, y el Doré progresaba, sucedían otras cosas que nada tenían que ver con la Filmoteca pero que, al ser ésta una Subdirección General del ICAA, acabarían por afectar a la Filmoteca. Así resulta que, aunque yo inauguré el Doré -del que no me corresponde ningún mérito, que corresponde fundamentalmente a Luis García Berlanga, Pilar Miró, Enrique Tierno Galván, Javier Solana, Javier Feduchi, Juan Antonio Pérez-Millán y Chema Prado; a mí me cayó acabar su reconstrucción-, ya no lo hice como director de la Filmoteca sino del ICAA. Y se dio el caso curioso de que mucha gente pensara que me habían “ascendido” a Director General, cuando para mí fue casi una tragedia, un “descenso”, algo totalmente contrario a mis deseos. Si hubiera sido posible, yo me habría quedado toda la vida de director de la Filmoteca. Yo, que nunca había tenido una vocación clara -de hecho, me habían interesado siempre muchas cosas; incluso para la elección de carrera estuve barajando desde ser ingeniero aeronáutico o científico nuclear a psiquiatra o genético, y al final me decanté por estudiar Políticas y Económicas en vista de que entonces no existía Sociología- de repente, a los casi cuarenta años, descubrí que lo que me gustaba era ser director de la Filmoteca. Algo imposible, en principio, si bien yo sostengo que un director de Filmoteca debería poder estar muchos años, porque es una institución con una política muy estable, a la que no le vienen bien los cambios bruscos. La misión de una filmoteca está bastante clara y debe desempeñarse con continuidad, sin cambios de criterio ni caprichos ni esclavizarse a las modas. Depende del dinero y del personal de que dispongas, procurando siempre conseguir personal adecuado y preparando con tiempo su reemplazo, sobre todo dado que lo que se hace en una Filmoteca no se enseña fuera de ella y es ella la que debe ocuparse de dar formación. Para lo cual, a su vez, sería básico contar con una plantilla configurada lógicamente y estable.
Aunque sea salirme del Doré, creo conveniente contar un poco de lo que sucedió para que yo me encontrase de pronto donde no quería estar y me viese obligado a dejar la Filmoteca. Dentro de lo que es casi una tendencia poco escapable, Fernando Méndez-Leite (como yo un año más tarde, y otros antes y después) se vio impelido a dimitir. Eso suponía, automáticamente, que todos sus Subdirectores Generales poníamos nuestros cargos a disposición del ministro. Para mi estupor, me encontré con que Jorge Semprún, que llevaba unos seis meses en el puesto y al que no había visto nunca, me proponía ser Director General del ICAA. Yo le dije que no quería, que no me gustaba el cargo y además sabía por la experiencia de Pilar Miró y de Fernando Méndez-Leite lo poco agradable que era. Pero Semprún me hizo varios razonamientos con los que no tuve más remedio que estar de acuerdo. Como Subdirector General había estado colaborando en la modificación del Decreto Miró. La Comunidad Europea nos había concedido una prórroga improrrogable de tres meses para hacerlo. De los proyectos que el ministro había visto y las propuestas que había (se lo había leído todo), el que más afín a sus ideas le parecía era el mío. Y si ponía en el puesto a alguien que no supiera nada del asunto, no tendría tiempo en tres meses para hacer nada. Yo ya había meditado sobre la cuestión, mis propuestas le convencían y podríamos llegar a tiempo. De hecho, en dos meses aproximadamente estuvo listo el nuevo decreto. Me dijo, además, que yo estaba a favor de las subvenciones al cine y que dentro del Ministerio había gente que quería suprimirlas. Yo soy partidario, en nombre de la competencia, pues en inferioridad de condiciones no se puede competir, y así se encontraba el cine europeo frente a las multinacionales americanas. Países como Bélgica, Portugal o España e incluso Reino Unido, Italia, Alemania o Francia tienen que subvencionar su cine si quieren que exista, que sobreviva. Y encima, no tenía otra alternativa. Si yo no aceptaba el cargo, habrían puesto de Director General a quien me sucedió. Y yo no estaba dispuesto a ser subdirector de ese Director General. Así que habría tenido que dejar de ser director de la Filmoteca, en cualquier caso. Aun así, le dije a Semprún que ya sabía que era imposible, pero que me habría gustado ser director de la Filmoteca de por vida. ¡Y me dijo, ingenuamente persuasivo, que fuera las dos cosas! Entonces fui yo quien le tuvo que decir que, aunque no sabía mucho de Derecho Administrativo, pese a que había intentado aprender todo lo posible desde mi llegada a la Filmoteca, no se podía ser al tiempo Director General y Subdirector General de un organismo. Entonces me propuso dejar vacante la dirección de la Filmoteca, para volverme luego a ella. Que sacara adelante el decreto y que luego me autonombrara de nuevo director de la Filmoteca, dejando mientras tanto a José María Prado de director en funciones. Lo que, evidentemente, tampoco podía ser. En fin, resignadamente acepté, y debo decir que, aunque personalmente lo pasé muy mal (es un buen puesto para perder supuestos amigos), me llevé muy bien con Semprún… hasta el penúltimo día, y durante un año más me seguí ocupando de la marcha de las obras del Doré y de afianzar el presupuesto de la Filmoteca.
Aunque se rumoreó por ahí que yo había dimitido para ver bien, tranquilamente, teniendo tiempo, el ciclo dedicado a Frank Borzage, que era un ciclo que efectivamente yo había promovido, he de aclarar que dejé el cargo por razones mucho más serias. Nunca me ha gustado perder el tiempo ni poner buena cara a lo que me parece mal.
Evidentemente, tras mi dimisión he colaborado con la Filmoteca en todo lo que me han pedido o preguntado, pero procurando no meterme en nada. Lo cual no significa que no haya cosas con las que esté en desacuerdo, ni que no lamente sus problemas, dificultades y avatares. Me importa mucho la Filmoteca, y creo necesario que se la cuide y apoye. Mi deuda con ella es mayor de lo que yo pude pagarle en mi breve tiempo -dos años- dentro de ella. Ha sido durante muchos años, desde fuera de ella, mi segunda casa.
En “El Doré, el cine de los buenos programas”. Ministerio de Cultura y Deporte, ICAA y Filmoteca Española, 2019.
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