martes, 2 de mayo de 2023

True Confessions (Ulu Grosbard, 1981)

Si no me equivoco, Confesiones verdaderas (True Confessions, 1981) es la cuarta película de Grosbard. Es la primera que me decido a ver —tiende a usar a Dustin Hoffman— y no estoy muy seguro de ir a la próxima, porque sospecho que todavía no ha aprendido lo elemental: se cree que basta con tener buenas cartas. La baza que le han servido de salida era francamente notable: Robert de Niro, Robert Duvall, grandes secundarios veteranos (Burgess Meredith, Cyril Cusack, Jeannette Nolan) y recientes (Charles Durning, Ed Flanders, Kenneth McMillan, Rose Gregorio), magníficos técnicos (el fotógrafo Owen Roizman, el decorador Stephen Grimes, el músico francés Georges Delerue), y un guión que mezcla curas y policías —hermanos, para más señas, y de origen irlandés—, extraído de un bestseller por el propio autor, John Gregory Dunne, y su esposa, Joan Didion. Lo malo del asunto es que tan buenos productores —y la compañía de casting Lynn Stalmaster & Associates— como Irwin Winkler y Robert Chartoff pusieron la partida en manos de un director perezoso, que se ha considerado servido y no ha acudido ni al primer descarte, cuando era urgentemente necesario reescribir el guión dramáticamente: Grosbard ha rodado un guión válido para el jefe de producción y el ayudante de director, pero insuficiente para hacer una película que se tenga en pie. Por eso abusa del montaje paralelo, recurso cuyo creciente empleo delata, a mi entender, la falta de sentido dramático y narrativo de la mayor parte de los guionistas americanos actuales, o la escasa exigencia de quienes los aceptan prematuramente, a medio guisar, o no se molestan en rehacerlos, contentándose —sospecho que en la fase de montaje— con crear tensión artificial saltando sin explicaciones —ni motivos, que es lo malo— de unos personajes a otros, de una trama a otra, para mantener distraído e intrigado al espectador hasta que, en general demasiado tarde, empiezan a anudarse los hilos dispersos; por eso casi todas las películas duran ahora más de lo necesario: tardan demasiado en arrancar, al contrario de lo que sucedía en los años 30, 40 y 50 (piénsese en cualquier filme de Walsh: empieza ya en marcha y en diez minutos presenta a cinco personajes y cuenta veinte peripecias, sin que el ritmo decaiga a partir de entonces). Y lo peor es que con frecuencia —como en True Confessions— lo que tarda tres cuartos de hora en empezar emplea luego sesenta minutos más en no llegar a ningún sitio, porque no hay historia: hay, en el mejor de los casos a que me refiero, de dos a diez personajes, un par de crímenes, algunas alusiones dialogales al pasado y varias escenas aisladas y más bien teatrales, destinadas tan evidentemente al lucimiento de los actores que parecen anzuelos para que acepten intervenir en la película al leer el guión, único modo de asegurar su financiación.

Confesiones verdaderas puede parecer «bien hecha» sólo si se confunde la sosería y la inexpresividad con la sobriedad, y la corrección con el dominio, cosa no difícil en tiempos en los que casi todas las películas son descuidados chafarrinones que no ofrecen ni siquiera imágenes nítidas, como si tratasen de emular la falta de definición visual de los telefilmes. Además de que Grosbard no trata de atraer la atención sobre su trabajo —lo cual es de agradecer—, la fotografía es excelente; la música, emocionante y renovadora, y los bien seleccionados actores están como suelen, en especial el siempre admirable Robert Duvall. Pero a la película le falta, en buena parte por culpa del guión, pero también del director, tres cosas muy importantes: cohesión, ritmo y empuje. Hacía falta, para salvar las lagunas y deficiencias —que hubiese corregido, por otra parte— del guión, el Otto Preminger de los mejores tiempos (y pienso en él porque ha trabajado con esos guionistas y con Burgess Meredith, y ha sabido hablar tanto de curas diplomáticos como de policías duros); con Grosbard, la película se me antoja un lamentable derroche de talento, porque, en el fondo, es muy poca cosa. Lo que prueba que no basta con que la suerte le depare a uno una buena mano: hay que jugar la partida para poder ganarla. De otro modo, pasando, sólo cabe no perderla, que es lo que ha conseguido Grosbard.

Publicado en el nº 14 de Casablanca (febrero de 1982)

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