La prematura muerte —tenía cuarenta y tres años— de Jean Eustache, arrebata al cine francés una de sus más firmes promesas de vitalidad y renovación.
Con muy pocas películas, Eustache se había convertido en una de las secretas «cabezas buscadoras» del cine de su país, de las que apenas —o muy de tarde en tarde— se habla, pero que van abriendo caminos o desbrozando de convenciones acumuladas los olvidados senderos de la tradición. Demasiado urbano para ser descubridor o explorador, fue un buen detective y un gran deshollinador; por eso le acusaron de suciedad la única vez que fue noticia, y no —como de costumbre— sólo confidencia, contraseña entre afines, secreto bien guardado —casi atesorado— por los que lo conocían; el propio cineasta descartó la exhibición de algunos de sus films. Como Maurice Pialat —que tiene ya cincuenta y seis años y sólo ha dirigido cinco largometrajes—, Eustache ha hecho una obra original e importante, pero sin pretensiones, siempre al margen: demasiado largas (casi cuatro horas dura, irremediablemente, La maman et la putain) o cortas (Le Père Noël a les yeux bleus), de apariencia banal (La Rosière de Pessac) o perversa (Une sale histoire), pero sin complacencia, sus películas eran cosa suya, saltos al vacío, sin contar con el público ni para volverle la espalda o molestarle. Sólo una vez —por falsas, si no malas razones; por un equívoco del que fue víctima entre sus amigos— alcanzó cierto renombre, cuando se exhibió su film más audaz, conmovedor, agobiante y terrible, para ser olvidado al año siguiente, cuando estrenó otra obra maestra, Mes petites amoureuses, aún más discreta y recóndita; tan austera y apartada del sentimentalismo como la primera de Pialat, L'enfance nue, de la que podría considerarse una especie de continuación libre.
Pero —y esto es lo terrible— estoy hablando de películas que la mayor parte de los lectores conocerán, si acaso, de oídas (o de leídas), pues ninguna de las pocas que hizo ha llegado a estrenarse en España, aunque varias se proyectasen en la Filmoteca. Mientras Truffaut, Chabrol o Rohmer —con excepciones y en desorden— acaban por iluminar nuestras pantallas, gente como Rivette, Pialat o Vecchiali son casi desconocidos, y Eustache permanece inédito. Tal vez ahora —demasiado tarde para la esperanza, aunque más vale tarde que nunca— el prestigio que da la muerte a cambio de la vida y el futuro anime a algún distribuidor —aunque lo dudo— a correr el riesgo que supone poner al alcance del público obras tan desesperadas, tan humorísticas, tan duras y sobrias, tan poco llamativamente personales.
Truffaut dijo una vez —cuando se llevaba bien con Godard— que el Michel Poiccard de À bout de souffle era el hijo engendrado por Jean Dasté y Dita Parlo en L'Atalante. La maman et la putain puede considerarse legítima heredera, si no consecuencia directa, del Godard que vibró de À bout de souffle a Masculin féminin, pasando por Le mépris, Bande à part y Pierrot le fou, pero la obra de Eustache en su conjunto, como todo el nuevo cine francés que realmente cuenta, parte de la confluencia de dos grandes cineastas del pasado, el Renoir de La Bête humaine, Boudu sauvé des eaux y Toni, y el Vigo de L'Atalante y Zéro de conduite, para llegar a encrucijadas nuevas y diversas. Ya nunca sabremos a dónde conducía la trayectoria de Jean Eustache, aunque nos quedan, eso sí, las etapas quemadas: Les mauvaises fréquentations (1963), Le Père Noël a les yeux bleus (1966), La Rosière de Pessac (1968), Le cochon (1970), Numéro zéro (1971), La maman et la putain (1973), Mes petites amoureuses (1974), Une sale histoire (1977), la segunda Rosière (1979), Le jardin des délices de Jérôme Bosch y Les photos d'Alix (1980). Las cinco que he tenido ocasión de ver, todas muy diferentes entre sí, son películas sorprendentes, conmovedoras e impresionantes, que apuntan o llevan al límite las múltiples posibilidades del cine, sin descartar ninguna.
Lo último que se supo de Eustache, antes de la noticia de su muerte en noviembre, fue la publicación (en el núm. 323-324 de Cahiers du Cinéma, mayo de 1981) de un texto terrible, en primera persona, acerca de la soledad, la enfermedad y la muerte, que parece extraído de un diario, aunque se presentaba como «fragmentos de un guión abandonado» y bajo el titulo ambiguo de Peine perdue. Esperemos que la obra de Eustache no quede, dentro de unos años, como un ejemplo de «esfuerzo perdido», porque sería una «pena inútil».
Publicado en el nº 12 de Casablanca (diciembre de 1981)
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