jueves, 4 de mayo de 2023

Fulano y Mengano (Joaquín Luis Romero-Marchent, 1955)

Como he escrito ya muchas veces sobre Cielo negro, que es mi película madrileña favorita, y puesto que se trata de un capricho y no de una elección razonada, he decidido escribir sobre esta injustamente desconocida película, que —por lo que he ido descubriendo, con no poca alegría— no sólo me sorprendió a mí, sino a varias otras personas curiosas, a raíz de un pase televisivo el año pasado, y que hace poco ha vuelto a programarse otra vez, también en horario matinal, y nuevamente en medio de la más ignorante indiferencia, ya culpable: los críticos televisivos no parecen ver lo que comentan (ni antes ni después), sino que se limitan a consultar una o, a lo sumo, dos fuentes, que en el caso de Fulano y Mengano no son tales, ya que, en realidad, no dicen nada que cuadre con la realidad de la película, sin duda porque no la habían visto y se habrán limitado a hacer conjeturas y sacar deducciones equivocadas a partir de una somera ficha.

Hay que advertir, para empezar, que, lejos de ser una comedia neorrealista de las que por entonces se prodigaban, se trata de una película impensable en la España de 1955, y que sus osados o excesivamente ingenuos y confiados responsables pagaron cara su insensatez o su paradójico optimismo cinematográfico, que tanto contrasta con la angustiosa falta de perspectivas que pinta Fulano y MenganoLa hicieron, y hay que agradecérselo, porque ahí está, es cierto, y algún día, espero, será valorada como merece. Pero hoy sigue, tras cuarenta y dos años, sin verse. Y es que se olvida —ya ni se imagina, creo— que la censura de la época, cuando se le escapaba algo, y sin necesidad de prohibir su exhibición, tenía a su alcance un último y eficacísimo recurso silenciador de la disidencia: el Ministerio —que por entonces no se llamaba de Cultura, ni siquiera de Información y Turismo— podía darle, a través de la Junta de Clasificación, una mala nota y mandarla, sin subvenciones, si no al limbo, sí, desde luego, a dormir el sueño de los justos: Fulano y Mengano no llegó a Madrid hasta octubre de 1959, en un cine (el Candilejas) que no era de estreno, y naturalmente pasó con pena y sin la menor gloria, sin derecho a críticas ni público, con lo que nadie se enteró de su existencia ni, menos todavía, de cómo era hasta que unos pocos aficionados le echamos la vista en 1996, y nos quedamos pasmados.

Ni los estudiosos del cine de los cincuenta, ni los socios de Uninci —se trata de una de las escasas películas que llegó a producir la sociedad de Bardem, Muñoz Suay, Ducay, Berlanga y compañía— han dicho jamás una palabra útil sobre esta asombrosa película, sin duda una de las más salvaje y fundadamente pesimistas que se han hecho en este país. Era, creo, la quinta que dirigía Joaquín Luis Romero-Marchent, que todavía hizo alguna curiosa y simpática (El hombre del paraguas blanco, El hombre que viajaba despacito, ambas de 1957) antes de rendirse a la rutina; y suerte que no era su ópera prima, pues ni siendo uno de los Romero-Marchent hubiera logrado hacer otra. El caso es que nadie se acuerda de él nunca, por lo que ni siquiera se le otorga el beneficio de la duda, despreciando olímpicamente cualquier película suya no vista. Y como no era uno de los mártires de la causa titulares, tampoco recuerdo que nadie se haya dolido nunca del trato que recibió, y que debió poner en serias dificultades las precarias finanzas de Uninci.

Es cierto que, de estrenarse normalmente y en su momento, probablemente hubiera sido un fracaso, porque es de un grado de negrura y desesperanza sólo comparable —pero antes— al de las películas más pesimistas de Ferreri, Berlanga y Fernán-Gómez (cuya obra maestra, El mundo sigue, sigue sin estrenarse en Madrid treinta y cuatro años después de su rodaje, no existe en vídeo y no se pasa nunca por televisión). Además, Fulano y Mengano puede presumirse, por sus intérpretes, o parecer, a primera vista, a muy simple vista, una comedia, cuando es, en el fondo, y puestos a encasillarla en un género establecido, más bien un melodrama, y ya se sabe que frustrar las expectativas del espectador es un ejercicio sumamente arriesgado, que sólo puede abordarse con esperanzas de éxito desde una posición de fuerza.

Ya los títulos de crédito debieran inspirar cierta curiosidad. Aparte de su singular y nada pródiga productora, el argumento es de José Suárez Carreño, autor, entre otras, de la novela en que se basó Mur Oti para hacer Condenados en 1953. Y su coadaptador-guionista, oh sorpresa, es nada menos que Jesús, alias Jess, Franco, también ayudante de dirección —con el inevitable y perenne Ricardo Muñoz Suay—, en uno de sus primeros —y ya múltiples— trabajos profesionales (antes de la adaptación de Ama Rosa con Klimovsky y de escribir comedias para Dibildos, y mucho antes de dirigir nada). El equipo técnico incluye varios nombres prestigiosos, como Baena de segundo operador, Canet Cubel en los decorados, Ducay de secretario de rodaje, Santacana de comontador. La música debe de ser la primera que compuso para el cine el futuro director de la Orquesta de RTVE, Odón Alonso. Y el reparto, entre otros, tiene a José Isbert, lo que convierte Fulano y Mengano en una película de visión obligada, pero cuenta, además, con Julita Martínez, Juanjo (todavía Juan José, sin confianzas) Menéndez, Manuel Arbó, Rafael Bardem, Rafael Romero-Marchent, Manuel Alexandre, Fernando Delgado, Xan das Bolas o Rufino Inglés, entre otros representantes de la prodigiosa nómina de característicos con que contaba el cine español en la década en la que, a pesar de todos los pesares, tuvo, cuando menos, más carácter.

Pero no para ahí la cosa. El que no la ha visto entera es porque, de puro desconfiado, fue tan impaciente que ni siquiera le prestó atención al arranque, uno de los más tremendos que recuerdo. Vemos a Isbert, ocioso y deprimido, sin duda con hambre y sin empleo, en Segovia. Un señor con una cartera en la mano le promete una gratificación a cambio de que se la guarde y le espere con ella en la estación mientras hace un recado. Al rato los policías, avisados de la sustracción, detienen al cándido y cumplidor Isbert con el cuerpo del delito y, pese a sus protestas de inocencia, le enchironan. En el patio de la cárcel, el siempre sociable Isbert se acerca, esperanzado, a un corrillo, del que es despectivamente remitido a la tertulia de los ladrones en cuanto dice que él no ha matado a nadie; pero éstos, que parecen más acogedores que los asesinos —a los que tratan de bestias—, y hasta le ofrecen un pitillo de bienvenida, cuando Isbert confiesa que no ha robado nada, le largan con cajas destempladas (“Aquí no queremos nada con inocentes”) y aceptan sin pestañear la devolución del cigarrillo que el pobre vejete, siempre prudente y digno, ofrece espontáneamente. Hasta dentro de la cárcel hay clases que no se relacionan entre sí y que, en todo caso, no se tratan con un don nadie. No pueden ir a peor las cosas, se dice uno, pero el repudiado Isbert, aún tímidamente esperanzado, se acerca a un arrinconado solitario con cara de pocos amigos, el joven Juanjo Menéndez, que sabe la lacra que significa allí ser inocente, pero que, en lugar de tomárselo con filosófica resignación, odia el mundo y vive sumido en la más honda misantropía, con lo que de nuevo pincha en hueso. El amargado Menéndez no cree en el Hombre ni en la Humanidad, así que Isbert se sienta a su lado con la mayor de las modestias: “A mí me da lo mismo no ser un hombre”, aunque su necesidad de compañía y la patente vergüenza que le produce estar en prisión prueban que no es otra cosa, y que difícilmente, aunque se calle, va a aceptar el programa que propone Menéndez el resentido: “Cuando salgamos de aquí seremos como fieras”.

Cuando, un tiempo después —Menéndez tras tres años de cárcel en Carabanchel—, los dos inocentes quedan por fin en libertad, salen corriendo, hasta que les frena la idea de que piensen que se han evadido; Isbert explica que teme que hayan vuelto a equivocarse y les detengan en cuanto se den cuenta. El más joven está dispuesto a cometer los delitos por los que ha pagado ya, injustamente, vengándose de paso de la sociedad, mientras que el eterno anciano Isbert trata de animarle y de hacerle ir por el buen camino y ponerse a trabajar. Claro que no tienen casa ni trabajo, ni se lo dan fácilmente a un expresidiario, y así vamos recorriendo un Madrid miserable, todavía a esas alturas arrasado por la guerra y repleto de descampados, lleno de pícaros y sinvergüenzas, de mendigos y desamparados, algunos de ellos generosos con su miseria y siempre dispuestos a echar una mano, a compartir lo poco que tienen y a hacerles un sitio en la relativa intemperie de la casa en ruinas que les sirve de cobijo. Las desdichas que les ocurren en la gran ciudad a nuestros dos expresidiarios son incontables, y no por sangrantes, y a veces cómicas, menos realistas.

La película rehúye la moralina y el angelismo; si Fulano y Mengano desisten de robar es porque son unos ladrones calamitosos y desafortunados, todavía más ruidosos y desencaminados que los de la estupenda y famosísima —y posterior— I soliti ignoti (Rufufú), de Mario Monicelli, y sólo se salvan de volver a la cárcel porque —en un gag estupendo, digno de uno equivalente de Marnie, la ladrona, de Hitchcock— el matrimonio que podía oír su estruendo involuntario es una pareja de sordos con trompetilla. Aparte de que le da mucha vergüenza, Isbert advierte a su colega: “Yo creo que no hemos nacido para robar”, aunque Menéndez, que empieza a hacerse menos pesimista, le replique: “Hay que ser ambiciosos. No te desanimes”.

Cosa no muy frecuente en el cine español de los cincuenta, tiene diálogos casi constantemente memorables. Sólo una muestra: cuando Isbert propone, con el primer dinero que consiguen: “Podíamos comprar trajes nuevos”, Menéndez retruca: “Lo más nuevo que haya en ropa vieja”; dicho y hecho, el siempre positivo Isbert se maravilla de su aspecto: “Nunca creí que podríamos ir tan elegantes”. Y hay una pintura de la competencia, incluso entre vendedores ambulantes de corbatas, que se disputan los mejores puntos de venta, y de los negocios más o menos turbios en que se ven envueltos todos para tratar de ganarse el pan, que resulta terrible, por mucho que la película no caiga en el negativismo, ni sea maniquea, ni conduzca al derrotismo, porque, si se quiere, entre Isbert, por un lado, y Julita Martínez, por otro, la decencia conquista a Menéndez, y también hay generosidad, y conductas desinteresadas, y lealtad y amistad, hasta el punto de concluir con un final relativamente feliz. Un final que algunos habrían considerado, probablemente, una concesión —no sé muy bien a quién—, pero que hoy avala la imparcialidad de la imagen que da la película de unos personajes a los que el cine español, normalmente, ha marginado todavía más que la sociedad.

Publicada en el nº 7 de Nickel Odeon (verano de 1997)

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