The Apartment (Billy Wilder, 1960)
1. Al pasar el tiempo, se vuelven a ver las películas. Uno cambia, y ellas también. Unas pierden, otras se enriquecen. Las hay que se descubren a la segunda visión y otras cuando, por haberlas visto varias veces, ya creíamos conocerlas. Esto acaba de ocurrirme al ver por cuarta vez The Apartment (El apartamento, 1960).
2. Quizás no venga a cuento hablar de este film a los cinco años de su estreno, pero dada la peculiar situación de Billy Wilder en la coyuntura actual del cine americano, tal vez sea oportuno.
Pocos discuten ya que el cine americano, tras el apogeo de los años cincuenta, se encuentra en una decadencia de la que son prueba las decepcionantes últimas obras de Minnelli, Tashlin, Mann, Ray, Aldrich, Edwards, Quine, Donen, Fleischer, Brooks, Preminger, Losey, e incluso, un poco, Cukor y Penn, manteniéndose sólo Hitchcock, Hawks, Ford, Lewis, Kazan, Fuller, Mankiewicz, Walsh y Peckinpah. Y he aquí que, en un momento de regresión como éste, Billy Wilder se supera y da obras como El apartamento y The Fortune Cookie (En bandeja de plata, 1966) y, por las referencias que tengo, Irma La Douce (1963) y Kiss Me, Stupid (1964), al parecer sus dos mejores películas, que nos han sido vedadas.
3. Billy Wilder, como Preminger, Mankiewicz y en cierta medida Cukor, ha sido discípulo del gran Ernst Lubitsch, y de ahí las profundas relaciones que tienen entre sí estos cinco directores. Como parece que la Federación Nacional de Cine-Clubs ha importado To Be or Not To Be (1942), el lector interesado podrá comprobarlo por sí mismo, viendo de paso la mejor comedia que conozco.
Los personajes de Wilder, admirables pillos, por los que el autor no oculta su simpatía, han dado a éste una reputación de cínico y cruel que su feroz sentido crítico, su humor corrosivo y su pesimismo no hacen sino confirmar, pese a finales “suspensos” y aparentemente “felices” como los de El apartamento o En bandeja de plata, pero cuyo sentido es el mismo que el de los admirables films sobre la inutilidad que son Tempestad sobre Washington, Anatomía de un asesinato o Primera victoria, de Preminger (sobre todo esta última, llena de defectos, pero pesimista y lúcida en contra de sus mismas intenciones). Lo que es indudable es que Wilder es un verdadero autor (incluso es de los pocos que no suele hacer adaptaciones, sino que hace guiones originales, con su fiel I. A. L. Diamond), aunque ciertamente irregular: en su obra hay desde films admirables como El crepúsculo de los dioses, La tentación vive arriba, El apartamento y En bandeja de plata, hasta mediocridades como El héroe solitario, Testigo de cargo, Uno, dos, tres y Con faldas y a lo loco.
Su puesta en escena se basa en la historia y los personajes, la estructura del guión y la dirección de actores, y su estilo es de una invisibilidad tal que se le ha reprochado “pobreza visual”, cuando en realidad no es más que un afán de lógica, sencillez y precisión digno del mejor clasicismo americano.
4. El factor en que, para mí, Wilder demuestra más claramente su actual maestría consiste en su habilidad, heredada de Lubitsch y emparentada con las de Leo McCarey (Las campanas de Santa María) y Frank Capra (Vive como quieras) aunque con un tono “negro” muy distinto, para entremezclar situaciones cómicas dentro de escenas dramáticas y momentos irreales con otros naturalistas de tal modo que los efectos no se anulen, sino que se multipliquen, y no sólo por un mero efecto de contraste, sino que consigue que el dramatismo aumente pero además nos divirtamos simultáneamente. Un ejemplo muy claro de este procedimiento se encuentra en una escena de El apartamento que yo consideraba equivocada y que ahora encuentro magnífica: la de la fiesta navideña en el piso 29 de las oficinas en que los protagonistas trabajan.
Esta escena empieza con una situación irreal y bufa: todas las telefonistas abandonan corriendo la centralita para ir a la fiesta. De ahí pasamos a una escena desmesurada pero naturalista, con gente que bebe, se besa por los rincones, bailan sobre las mesas, en tono de comedia. Jack Lemmon ve a Shirley MacLaine, y la hace salir del ascensor, le ofrece una copa (comedia, pero ya íntima), y tienen una explicación (S. MacLaine le había dado un plantón) seria y dramática (y más para el espectador, que sabe que ella es la amante del jefe, Fred MacMurray, y que esa fue la causa del plantón); mientras J. Lemmon se aleja por una copa, Edie Adams (secretaria y ex amante de F. MacMurray) derrumba las esperanzas de Shirley contándole que con ella y otras muchas había ocurrido lo mismo (gran explosión dramática, aumentando la emoción el hecho de que S. MacLaine disimule) y la deja hundida cuando Jack llega con su nuevo hongo y hace el payaso (situación cómica en medio de lo más dramático) y pide su opinión a Shirley, que le dice que se mire en el espejo de su polvera, y entonces hay un nuevo impacto dramático al quedarse Jack helado al ver que el espejo está roto, y que es la polvera que encontró en su piso (¡encima!), y que pertenecía a la amante del jefe (que acababa de comentarle que no va a divorciarse), quedando decepcionado, pues está enamorado de Shirley y la creía decente. A todo esto, Jack no se ha dado cuenta de que ella está hecha polvo, ni ella de que Jack Lemmon lo sabe todo, pero los espectadores sí lo sabemos, pues esta amplia y excelente escena, llena de modulaciones, desfase y cruces de situaciones de diferentes tonalidades está admirablemente imbricada con las anteriores y las posteriores, de modo que se nos muestran todos los sentimientos con claridad y orden.
5. Como en The Fortune Cookie o en Days of Wine and Roses (Días de vino y rosas, 1962, de Blake Edwards, muy influido por Wilder), el personaje de Jack Lemmon en El apartamento es una buena persona, pero débil y con poca voluntad, que, en su afán por conseguir dinero o éxito, está metido en una situación asquerosa, en medio de un mundo totalmente corrompido e hipócrita, que cubre todos sus actos con una apariencia de respetabilidad. Pues bien, para mí Jack Lemmon en esta película incorpora el tipo de nobleza que me parece más admirable, raro y difícil, y que es el aceptar e incluso atribuirse actos que le darán mala fama para ayudar a S. MacLaine, a quien ama sin esperar nada. Billy Wilder es un cínico, de acuerdo. Pero, ¿no será quizá, también, un moralista?
6. Así, cuando esos geniales actores que pueden ser Shirley MacLaine y Jack Lemmon, reanudan su partida de cartas y se sonríen al acabar la película, podemos pensar dos cosas. O que es un “final feliz”, y en ese caso será tan necesario como el de Desayuno con diamantes de Edwards, o que, y eso es lo que creo, es un fin “no tan feliz”, porque está “minado”, no es estable, es frágil, y va a romperse, y volverá la lluvia, y la tristeza, y la música de piano, y los amaneceres grises.
Publicado en El Noticiero Universal (2 de agosto de 1968)
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