Cuando Roman Polanski hizo su primer largometraje, Noz w wodzie, en 1962, contaba con muy escasos recursos económicos. Por ello escribió un breve y sencillo argumento que puede reducirse a lo siguiente: un joven y un matrimonio algo mayor a bordo de un yate, en medio de un lago. Este esquema, más o menos variado, pero siempre con pocos personajes encerrados en un espacio único, es el de todas las obras que Polanski ha realizado después, en especial Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966).
A partir de esta idea, Polanski desarrolló, con la capital aportación del luego director Jerzy Skolimowski, un guión verdaderamente ejemplar en cuanto se refiere, sobre todo, a sacar partido de los pocos elementos puestos a su disposición: tres actores, unos cuantos objetos, unos reducidos escenarios naturales (un coche, un yate, un lago).
Este admirable y perfecto guión destaca sobre la calidad de la puesta en escena de Polanski, pese a ser ésta de un dominio y una seguridad notables en una primera obra. Polanski es, sin la menor duda, un gran técnico, y ha tenido desde el primer momento una sorprendente madurez expresiva, incluso mayor en El cuchillo en el agua que en sus films posteriores. Si nos fijamos en el más célebre, Repulsión (Repulsion, 1965), se puede observar ya una tendencia al virtuosismo, a los «trozos de bravura» y a lograr a través de efectos técnicos bastantes elementales lo que en su primer film conseguía de modo espontáneo y más profundo. Puede verse así que la sensación de claustrofobia común a todos los films de Polanski no se logra aquí, como en Repulsión, gracias a un muy discutible empleo de objetivos de focal corta, que deformaban un decorado ya bastante recargado, sino a través de las relaciones y pequeñas tensiones que nacen entre los personajes. Si se tiene en cuenta que esta sensación de enclaustramiento se logra en El cuchillo en el agua en un espacio abierto (un lago) e iluminado, y no en un oscuro caserón, se podrá apreciar en toda su importancia la pérdida de real efectividad que ha sufrido Polanski.
La construcción de un guión cuyo punto de partida es tan limitado encierra grandes peligros pues puede reducirse a «hinchar» el esquema de base con escenas más o menos arbitrarias (véase Stress es tres, tres, 1967, de Saura) que, en lugar de enriquecer la película, la empobrecen e introducen un elemento de dispersión que daña el ritmo y la atención del espectador.
Sin embargo, y pese a la inquietante tendencia a la gratitud que manifiesta Polanski en todas sus películas, incluso desde su excelente Amsterdam — el mejor episodio de Las más famosas estafas del mundo (1963) —, el guión de El cuchillo en el agua está planteado con un matemático rigor que quizá sea atribuible a Skolimowski. Hay que resaltar que la aportación de este autor es fundamental, pues casi todos los mayores aciertos de la película parecen provenir de él. Por un lado, el personaje del joven «rebelde sin causa» tiene numerosos puntos de contacto con los protagonistas de Rysopis (1964), Walkower (1965) y Bariera (1966), los tres primeros films de Skolimowski. Estos personajes deben comportar elementos autobiográficos, dado que uno de ellos es boxeador, como Skolimowski, y que los héroes de sus dos primeras películas están interpretados por él mismo. Por otra parte, y este es un elemento de mucha mayor importancia, los diálogos son de Skolimowski — cosa que Polanski reconoce y de cuyo estilo es gran admirador — y típicamente suyos: concisos, mordaces, elípticos, incisivos y enormemente reales. Estos diálogos se integran perfectamente a los demás elementos de la puesta en escena y por sí solos ya definen las relaciones entre los tres personajes del film. Otro elemento típico de Skolimowski — entre muchos — es la escena en que juegan a prendas con los palillos, bastante similar a una de Niewinni czarodzieje (Los brujos inocentes), película dirigida por Andrzej Wajda en 1960 y que tiene guión de Skolimowski (que hacía de boxeador y en la que Polanski también actuaba).
La película enfrenta al matrimonio formado por Andrzej (Leen Niemzyk) y Krystyna (Yolanda Umecka) con un joven auto-stopista y ex estudiante cuyo nombre no se pronuncia en toda la película (Zygmunt Malanowicz), que les obliga a frenar su coche poniéndose en medio de la carretera. Comienza así una larga serie de velados desafíos entre Andrzej y el joven. A partir de este encuentro casual y a lo largo del fin de semana Polanski y Skolimowski trazan una tupida red de relaciones que analizan en profundidad y sin recurrir a darnos desde el principio el carácter y el pasado de estos personajes, que se van definiendo poco a poco, desvelándose ante nuestros ojos a través de sus gestos y sus palabras. Andrzej quiere deslumbrar al joven, hacer que le envidie su situación social y económica (porque él envidia la libertad y la independencia del muchacho). A lo largo de la película intenta demostrarle que es tan bueno, tan hábil y tan valiente como él (véase la escena en que juega con el cuchillo haciéndolo saltar sobre los dedos de su mano), y que tiene más experiencia. Mientras Andrzei intenta darle una lección, el joven, que envidia su seguridad y su vida cómoda, le desprecia por su aburguesamiento y su dinero e intenta también darle envidia. El joven es un vagabundo, un desarraigado (en este sentido es un gran acierto no enfrentarle con sus padres, divorciados y vueltos a casar, sino con otros adultos) y desde el primer momento se entabla entre ellos una rivalidad que se traduce en una serie de provocaciones, insultos velados y pequeños roces a los que Krystyna, el personaje más lúcido (y tal vez más cínico) asiste entre divertida y aburrida, con una actitud conciliadora, en principio vagamente maternal para con el joven y luego con una cierta atracción erótica (que coincide con la profunda transformación física que se produce en la actriz desde el instante en que se quita las gafas).
Pero todo este no sería nada, naturalmente, si se limitase al guión. Pero la puesta en escena está casi siempre a su altura. La utilización que hacen Polanski y Skolimowski (pues es presumible que a nivel de guión ya estaba todo apuntado aunque quizá menos desarrollado) de las diversas fases de la pugna que opone a Andrzej y al joven, justificándola (pero sin establecer ningún paralelismo) por los cambios atmosféricos (lluvia, sol, cielo nublado, viento, calma chicha), que a su vez condicionan los desplazamientos del velero y el ritmo de la película (en general lánguido, pero muy variable, y perfectamente adecuado a la música de jazz «cool» de Kryszof T. Komeda) es realmente admirable. Si a eso se suma el que las diversas tonalidades de luz y del blanco y negro de la excelente fotografía de Jerzy Lipman también estén, como los movimientos de cámara o los cambios de plano, justificados siempre por la acción, y no dictados por un caprichoso afán esteticista de lograr bellas imágenes, se apreciará el rigor y la seriedad con que está hecha esta película. La utilización bastante insólita de un reducido número de objetos (las velas y los cables, el cocodrilo hinchable, el cuchillo del joven, su cinturón, la boya, la zapatilla o el traje de baño de Krystina, la pipa o el transistor de Andrzej, los palillos, el silbato, la mosca que ronronea), contribuye también a crear el clima de violencia soterrada que llena de tensión toda la película, al igual que el uso del silencio, los ruidos, la radio, los diálogos, la excelente música, los silbidos (en el terreno sonoro) o de los encuadres, funcionales y cargados de dramatismo (a veces excesivamente, forzando la composición de una forma que recuerda a veces a Wadja), del empleo del espacio «fuera de campo» o de escenarios reales, sin transparencias ni ningún tipo de trucajes (en el aspecto visual).
Un análisis a fondo de cada uno de los muy pensados detalles de El cuchillo en el agua ocuparía excesivo espacio y sería quizá de un interés muy relativo, pero no se puede dejar de citar el partido que los autores de esta admirable película han sabido sacar de unos actores de extraña fisonomía y de una serie de actos muy coherentes con el carácter de los personajes (burlas, indirectas, sarcasmos, juegos, caprichos, engaños, humillaciones), que dan lugar a escenas llenas de un humor muy peculiar, más ácido que negro, y que quizá sea natural a todos los polacos pero que muy bien puede ser particular de Roman Polanski y Jerzy Skolimowski, que acaban la película dejándola en suspenso y con una burla final que nos dice todo sobre tres personajes que hemos conocido no a través de la historia de su vida, sino de una situación bastante vulgar (un fin de semana) que se ha convertido, en manos de Polanski y Skolimowski, en noventa y cuatro minutos de tensión y constantes sorpresas.
Publicado en el nº 81 de Nuestro Cine (enero de 1969)
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