lunes, 10 de marzo de 2025

The Student Prince in Old Heidelberg (Ernst Lubitsch, 1927)

Pese a que algunos de los planos de esta película no son de Lubitsch, sino del excelente John M. Stahl, El príncipe estudiante es, desde que la vi por primera vez, la que más admiro de sus obras maestras. No sólo prefigura las más emocionantes de su última etapa (The Shop Around the Corner, Heaven Can Wait, Cluny Brown), sino que las supera en intensidad y riqueza. Es más, de todo el cine mudo que conozco, sólo Sunrise y Tabu, de Murnau, me parecen mejores; ni siquiera The Cameraman, City Lights, Broken Blossoms, The Wedding March, Street Angel, The Docks of New York o Chelovek's kinoapparatom alcanzan su altura. Como se trata del remake de un discreto film de 1915, dirigido por John Emerson (el marido de Anita Loos) y supervisado por Griffith y Stroheim, y su punto de partida —la comedia Old Heidelberg, de W. Meyer-Förster, y la opereta The Student Prince, de Dorothy Donnelly y Sigmund Romberg— ha dado lugar a versiones ridículas, como la de 1954, dirigida por Richard Thorpe e «interpretada» por Mario Lanza, me intrigaba el entusiasmo que suscita en mí —y temo que en casi nadie más, dentro de los pocos que se han molestado en verla— esta película. Hasta que reparé en unas palabras de Lubitsch que cita Herman G. Weinberg en su famoso libro El toque Lubitsch. «En El príncipe estudiante he buscado la sencillez. Es una historia tierna y romántica, y yo la enfoqué de la misma manera.» «Entonces no se parecerá para nada a, digamos, La frivolidad de una dama,» replica el periodista. Y Lubitsch asiente: «En lo más mínimo. En ella yo estaba por encima de mis personajes, mirándolos y riéndome de ellos. En ésta me hallo al mismo nivel, soy uno de ellos.» Tal vez sea ésta una de las causas de mi particular afecto por esta película: me preocupa o distancia un poco la superioridad con que algunos autores tratan a sus personajes, tan sistemática que inspira desconfianza; me son más simpáticos los que nunca se pasan de listos, los que —como Ford, McCarey, Capra, Chaplin, Ray— corren el riesgo de que se les confunda con sus criaturas o se les atribuyan sus defectos y debilidades. Con Lubitsch, como con Mankiewicz o Wilder, a veces me siento un poco incómodo a causa del desapego de que hacen gala, de la tendencia a quedar por encima de los seres que filman. En The Student Prince in Old Heidelberg, Lubitsch no se arredró ante el peligro de que le tachasen de ingenuo, de sentimental, de melodramático o de romántico, y al compartir las emociones de sus protagonistas fue, más que nunca, capaz de transmitírnoslas, de hacer que las compartamos con él.


Hay también otra explicación, ésta más técnica que moral —si es que ambos aspectos pueden disociarse, que yo creo que no—, y que reside en el hecho paradójico de que se trate de una opereta muda. No es, sin duda, la primera, aunque sí la única de Lubitsch, pese a lo cual es la más musical de sus obras, mucho más que El desfile del amor, Montecarlo, El teniente seductor, Una hora contigo y La viuda alegre. Y no sólo en la escena del baile, ni cuando los compañeros de estudios del príncipe cantan (en silencio, aunque es de suponer que con acompañamiento orquestal, por lo menos en el cine de estreno), sino en todo momento: sin duda, Lubitsch dirigió a sus actores (espléndidos, pese a su edad, Ramón Novarro y Norma Shearer) al son de un gramófono o de un violinista de plato, o tocándoles él mismo el piano, como siempre hicieron Ford y McCarey, y concibió sus movimientos y los de la cámara como si se tratase de una coreografía. El caso es que, si no lo hacen los personajes, cantan las imágenes, danza la cámara y reina la armonía, la modulación rítmica, la gracia de una melodía que cambia de tono y se hace patética. Ese mismo año el cine mudo dejó de ser una posibilidad al alcance de los directores.

En Casablanca nº 29 (mayo de 1983)

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