La última película del casi siempre interesante Robert Zemeckis recurre, como es costumbre en él, a la "máquina del tiempo", aunque esta vez sólo viajemos hacia el pasado y nuestro guía sea un personaje bastante elemental, con dificultades psicomotrices y un coeficiente de inteligencia inferior al considerado normal.
Aparte de recordar —como la realidad circundante corrobora con ministros, directores generales, premios Nobel, millonarios y celebridades varias— que no hace falta ser inteligente ni para sobrevivir ni para triunfar o poder escribir unas memorias en las que se enumeren personas importantes a las que se ha conocido, lo cual nunca está de más, y narrar elípticamente una patética historia de amor imposible, Zemeckis pasa revista a los últimos cuarenta años de la historia de su país —que es, en buena parte, la del mundo—, con una mirada no exenta de melancolía pero tampoco de humor. Como el blanco de ese humorismo es a veces su protagonista, a veces la propia película, y de la ironía no se salva tampoco el público, sospecho que no acabará de hacer gracia a quienes deciden o aparentan controlar lo que ocurre, ni a los partidarios del nuevo periodismo ni a los comentaristas de actualidad, así que no creo, por arraigada que esté en la Academia de Hollywood la propensión a premiar a los actores que interpretan enfermos o dementes, que aspire a los Oscar tanto como pretenden apoyarse en esa supuesta ambición para descalificar la película.
Por otra parte, y aunque admito no compartir la afición de los proyectos académicos a pasar un par de horas de mi vida con alguien que piensa nebulosamente y se expresa con dificultad, no olvido que —desde Shakespeare a Faulkner— la adopción de un punto de vista supuestamente "inferior", pero en todo caso cándido y sincero, ha dado a veces buenos resultados cuando se quiere contar una historia de forma distinta a lo habitual o comúnmente aceptada, y he de reconocer que el trabajo de Tom Hanks —como, en general, el de todos los intérpretes, empezando por Robyn Wright, la princesa prometida de Rob Reiner, y por Sally Fields— es magnífico, entre otras cosas porque logra resultar gracioso y divertido como un niño inoportuno o un personaje insumiso y asocial de Buñuel —véase la conducta de Gaston Modot en L'Âge d'Or, la de casi todos los huéspedes de El Ángel Exterminador, la de Michel Piccoli en Belle de jour, la de Fernando Rey en varias—, en lugar de inspirar horror, ternura maternal o compasión. De ahí que, aunque se asista a su proyección en permanente estado de inquietud, temiendo que en este ejercicio de funambulismo Zemeckis y Hanks acaben precipitándose en el abismo, al final sea una película bastante seria y reflexiva, muy alejada de la apabullante pero superficial exhibición de prodigios técnicos que se publicita. Aunque algunos de los efectos especiales aquí empleados se presten a manipulaciones verdaderamente inquietantes, en Forrest Gump permanecen siempre dentro de los límites de lo que parece lícito y están al servicio de la historia, aunque quizá se tomen algunas libertades con la Historia... oficial.
En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.
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