domingo, 6 de agosto de 2023

El doble de Bergman

I. LOS ROSTROS.

Ingmar Bergman nace en 1918 (1). Cuando dirige su primera película, Crisis (Kris, 1945) tiene sobre sus espaldas una serie de experiencias que tendrán una importancia decisiva en su obra posterior: por un lado, es hijo de un pastor protestante; por otra parte, ha dirigido teatro (y continuará haciéndolo en lo sucesivo) y ha escrito ya uno de los seis guiones que han realizado otros directores. A esto puede sumarse un temprano interés por el cine, del cual nacen las influencias, más o menos explícitas a lo largo de las diferentes etapas que pueden distinguirse en su obra, de directores como Sjöström, Stiller, Dreyer, el expresionismo alemán, Renoir y Carné.

Sus films de aprendizaje son en general poco conocidos y, por lo que he visto y las referencias de que dispongo, carecen de interés, si se exceptúa Prisión (Fängelse, 1948), en el que ya aparecen, de forma embrionaria, algunos de los temas que darán forma a su obra (especialmente, parece ser que se trata de un precedente subterráneo de Persona). En estas primeras obras, Bergman aborda el cine como un mero vehículo dramático y narrativo, factor que, sumado a su impericia técnica, da como resultado una serie de películas bastante torpes e ingenuas, impregnadas del “realismo poético” que había ilustrado, desde la década anterior, Marcel Carné (y su guionista habitual, Jacques Prévert). Tenemos así películas como Llueve sobre nuestro amor (Det regnar på vår kärlek, 1946) y Noche eterna (Musik i mörker, 1947), típicos films de postguerra que, por esta circunstancia, pueden relacionarse con obras tan diferentes como Arroz amargo (Riso amaro, 1949) de Giuseppe De Santis o El ángel borracho (Yoidore Tenshi, 1948) de Kurosawa: estas películas muestran, con cierto desgarro y un existencialismo desesperado, unas sociedades pobres, a veces destruidas, en las que se debaten unos individuos desgraciados. En el caso de Bergman, las dos películas citadas tienen un guión plenamente melodramático y la evidente intención de transmitir un “mensaje”, tan primario como esquemático. Para ello nos presenta a unos personajes “aparte” (fuera de la ley, aislados de la sociedad por razones físicas – la ceguera – o de clase), en general perseguidos, sumergidos en un medio ambiente hostil, que encuentran sus raíces, curiosamente, en el cine de preguerra de los países más desarrollados: Furia (Fury, 1936) y Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937) de Lang, o El muelle de las brumas (Le Quai des brumes, 1938) de Carné, El crimen del Sr. Lange (Le Crime de Monsieur Lange, 1935) y La golfa (La Chienne, 1931) de Renoir, a través de los cuales se reenlaza con la tradición de la literatura naturalista francesa del s. XIX. Estos personajes de misfits buscarán la seguridad en la mujer (como más tarde lo harán los personajes de Nicholas Ray), convirtiéndose así Bergman, desde el principio, en un cineasta de la pareja, cobrando una especial fuerza la mujer, como máximo conductor de las presiones de la sociedad (dada su mayor sensibilidad y, en aquellos tiempos hasta en Suecia, su menor independencia y su más acentuada falta de recursos). Estas películas se convierten así, a medio camino entre el melodrama y la comedia “social” a lo Capra, en alegatos socialdemócratas que aúnan, por un lado, un socialismo “rosa” y una llamada a la libertad individual. Si técnicamente esta primera época de Bergman (que va de Crisis a Hacia la felicidad, Till gladje, 1949, para reaparecer episódicamente en algunas películas de los años 50) se caracteriza por una notable torpeza y una postura ilustrativa, es indudable que empiezan ya a manifestarse algunas de las virtudes proverbiales de Bergman: la dirección de actores (especialmente la Mai Zetterling de Noche eterna) revela que la actividad teatral de Bergman le había conferido una soltura poco frecuente en un principiante. Sin embargo, incluso este aspecto, el más positivo de estos films, se veía empañado por un acentuado y poco eficaz afán caricaturesco, que luego sería abandonado.

En 1950 Bergman dirige Juegos de verano (Sommarlek), que años más tarde sería redescubierta y considerada como su primera obra maestra. Mientras Secretos de mujeres (Kvinnors väntan, 1952) centra por vez primera su atención en el mundo femenino, Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1952) retoma, en clave más pesimista, el tema de los jóvenes amantes que escapan de la sociedad durante el corto verano nórdico, reenlazando así con los primeros films americanos de Fritz Lang y, por consiguiente, con They Live by Night, 1947, de N. Ray. Es en este film, quizá el primero sobre la “juventud rebelde”, en el que Bergman logra, a mi juicio, una mayor libertad narrativa, precediendo no sólo el Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955) de Ray, sino incluso Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), de Godard (gran admirador de Un verano con Mónica).

En efecto, el estatismo de origen teatral de sus films precedentes se ve aquí sustituido por una mayor vitalidad, concretada en la huida, por un lado, y en la comunión con la naturaleza, por otro.  La planificación se hace menos rígida, al igual que la estructura narrativa de la película, más abierta y centrada con frecuencia en los llamados “tiempos muertos” que más tarde popularizaría Antonioni. Consecuentemente, el elemento expresivo más relevante en Bergman, el primer plano, se libera y cobra una nueva función. Como es frecuente en los cineastas de origen teatral (véase el ejemplo de Kazan), Bergman se acercó al cine con complejos e inseguridades, que hallaron su válvula de escape más obvia en dos factores de los que carece, por definición, el teatro: el primer plano y el montaje (entendido principalmente como la posibilidad de mostrar una escena desde diferentes puntos de vista y no desde el único de que dispone el espectador teatral). Siendo este último factor poco asequible a un novato, y pasando el cine en los años 40-50 por una etapa de reacción contra la concepción del montaje como factor específico de la expresión cinematográfica que había imperado durante el cine mudo, era de esperar que Bergman adoptara, como eje de su estilo, el primer plano y que el rostro humano adquiriera una importancia desmedida, y con ella el actor (que, como hemos visto, es el instrumento que Bergman controló, desde el principio, con mayor seguridad y precisión).  Pues bien, hasta Un verano con Mónica, en lo que alcanza mi conocimiento de su obra, Bergman ha transmitido el sentido y el significado de sus películas a través del diálogo y de numerosos primeros planos (usualmente en plano-contraplano) que le servían de soporte y como medio de acentuar y subrayar los instantes más reveladores. En Un verano con Mónica, en cambio, hay algunos primeros planos -en especial aquél en que Harriet Andersson, sin decir una palabra, fuma un cigarrillo en compañía de su amante, y se vuelve insolentemente hacia la cámara (y el espectador)- que se independizan del contexto y de la palabra para llevar en sí mismos, de forma que viola las reglas gramáticas que se enseñan en las escuelas de cine y en los inútiles libros teóricos de los Spottiswoode y compañía, todo el significado de la escena (el plano-secuencia citado es el ejemplo más claro, y habrá de tener una repercusión inmensa en toda la obra de Godard, desde el inicio de Al final de la escapada (À bout de soufle, 1959, hasta Pierrot el loco, donde un primer plano de Anna Karina mintiendo “dobla” exactamente el de Harriet Andersson).

Esta nueva función del primer plano, que alcanzará la madurez en la Trilogía y obras posteriores (en especial Persona), se mantendrá ya, con mayor o menor fuerza, en todas las obras del segundo periodo bergmaniano, etapa de inseguridad, en la que Bergman empieza a hacerse más complejo, dando cabida en sus películas a ciertos elementos no autosuficientes cuyo aislamiento y subrayado les confieren, en algunos casos, un carácter simbólico, quizá inconsciente pero de bastante importancia, ya que ha condicionado el acercamiento a su obra posterior (ya desprovista de símbolos) por parte de muchos críticos.

La primera película que cobra un carácter netamente alegórico es Noche de circo (Gycklarnas afton, 1953), que Bergman defiende encarnizadamente cada vez que tiene ocasión para ello y que, personalmente, estimo muy mediocre, aunque de indudable relevancia para un estudio temático de Bergman, ya que en ella aparecen de forma explícita muchas de sus preocupaciones fundamentales (como los celos, que reaparecerán en Fresas salvajes Smulstronstället, 1957, o la vergüenza, que dará título a una de sus películas más recientes). Sin embargo, aparece en esta película, y de forma más acentuada que en las de los años 40, un barroquismo de clara raíz expresionista (más cercano, sin embargo, al moralizador Sjöström de La carreta fantasma, Körkarlen, 1920, y al cine producido por la U.F.A. en los años 30, que al expresionismo alemán), tan artificioso como anticuado, que le lleva a prestar más atención al encuadre, al decorado y a la iluminación que a la dirección de actores, que a su vez dejan de interpretar verdaderos personajes para dar cuerpo a seres que representan pasiones o categorías morales. La estructura se hace superficialmente complicada, dentro de una tónica tradicional (flashbacks explicativos, reiteraciones), y los actores, por vez primera, recurren más al maquillaje y a las muecas que a su talento. En conjunto, resulta una película teatralizada en el peor sentido de la palabra, además de desmedidamente pretenciosa y “oscura”. Como era de suponer, el film fue un absoluto fracaso comercial, y Bergman tuvo que abandonar, momentáneamente, sus experiencias estilísticas para consagrarse a dirigir una serie de comedias dramáticas, menos personales en apariencia, pero en general más logradas. Así Una lección de amor (En lektion i kärlek, 1954), que pese a ciertos residuos expresionistas o simbólicos (la estatuilla de Cupido que cierra el film) y una casi total ausencia de sentido del humor parece más sincera e incluye, posiblemente, episodios autobiográficos. Sueños de mujer (Kvinnodröm, 1955), pese a algunos elementos caricaturescos que recuerdan Llueve sobre nuestro amor (como el obeso patrón de Eva Dahlbeck) y un cierto desequilibrio entre las dos historias (confluyentes, pero muy diferentes estilísticamente) que cuenta, es una de sus mejores películas sobre la mujer, con una deslumbrante dirección de actrices. El episodio Harriet Andersson-Gunnar Björnstrand, menos logrado y con una elegancia muy “principio de siglo” es el precedente visual de su film siguiente, una de sus obras maestras: Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, 1955). Este film es, en el fondo, una reflexión sobre el teatro: tomando el tema y la estructura de un vodevil, respetando casi las tres unidades clásicas (tiempo, acción y lugar) de la escena, con un abundante y agudo diálogo y unos personajes convencionales y más numerosos que de costumbre, Bergman se ha propuesto hacer cine, y ha conseguido así su primera obra perfecta, armónica, dentro de un clasicismo cercano al de Mankiewicz e introduciendo en la comedia una vertiente dramática heredada de Strindberg e Ibsen que convierte esta película en una seria meditación sobre el amor, próxima en más de un sentido a La regla del juego (La Règle du jeu, 1939) de Jean Renoir (que Bergman no había visto). Este film triunfa en Cannes en 1956. Se descubre a Bergman, se resucita su obra y se le convierte, de improviso, en uno de los grandes ídolos del cine mundial.

En este momento, Bergman cae, al parecer, en un cierto vedetismo, que le lleva a fabricar lo que podríamos llamar “films de festival”, de forma paralela a lo que, unos años más tarde, a partir de Eva y El sirviente (The Servant), le ocurriría a Joseph Losey con el súbito acceso a la fama tras años de oscuro trabajo. Esto da lugar a algunos films que intentan responder en exceso a ese prestigio y que, en consecuencia, dejando de lado su calidad intrínseca, implican una regresión: son films insinceros, superficiales, exóticos incluso. Estos films de miniaturista comienzan en El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956), con un abandono no ya de la época actual, iniciado en Sonrisas de una noche de verano, sino incluso del pasado reciente: son sus films medievales, por fortuna sólo dos, que traducen, además, una cierta preocupación religiosa, en clave simbólica y legendaria (las viejas sagas nórdicas), que le permitirán convertirse en el salvador del cine a los ojos de los elementos más reaccionarios de algunos países católicos (en especial España). Reaparece entonces, con más fuerza que nunca (y también con más coherencia), el barroquismo de Noche de circo, las representaciones teatrales (que de una forma u otra habían ocupado siempre un cierto lugar en sus obras) se hacen más importantes, se recurre al simbolismo de forma bastante penosa y se plantean histriónicamente una serie de problemas metafísicos (el Alma, la Muerte, Dios, la Gloria) que reducen algunas escenas de estas películas a puro trascendentalismo decorativo, respaldado -eso sí- en una impecable dirección de actores y en una maestría técnica que roza el virtuosismo.

La película siguiente, sin embargo, Fresas salvajes, si bien se complica extraordinariamente desde un punto de vista estructural (relaciones entre el presente y el pasado, lo onírico y lo real), lo hace con más motivos, puesto que el film es una reflexión sobre la vida que realiza el profesor Isak Borg (Victor Sjöström) desde el umbral de la muerte. Como dijo Fereydoun Hoveyda, este film es “el mayor anillo de la espiral” que se ha ido ampliando a cada nuevo film de Bergman, pues en él se engloban todas sus tendencias anteriores: asistimos a la fusión de los diferentes estilos que desde Noche de circo hasta El séptimo sello ha recorrido Bergman. De ahí las rupturas estilísticas que dan forma y estructura a este film, el más profundo que Bergman había realizado hasta entonces, y que se mantiene, pese a estar visualmente un poco anticuado y recurrir a algunos procedimientos de raíz expresionista, como su mejor obra anterior a la trilogía. En este film, temporalmente, Bergman abandona su postura de malabarista, predicador, titiritero y showman, que tan peligrosamente había aparecido en El séptimo sello, para darnos una obra intimista, cerrada en sí misma, de meditación interior. Surge así una nueva faceta aparente de Bergman: tras el teólogo, el filósofo, el ensayista, el literato que, tras las huellas de Proust, se vuelve sobre el tiempo perdido con una angustia existencial cuyas raíces, inevitablemente, se encontrarán en Kierkegaard.

En estas circunstancias, pues, cada nuevo film de Bergman será un acontecimiento para la crítica y un peligro para su autor. Afortunadamente, En el umbral de la vida (Nära livet, 1958), planteada seguramente como un panfleto en contra del aborto (tema que, lateralmente, había aparecido insistentemente en su obra, a través de innumerables parejas en que el hombre no deseaba el hijo que su mujer iba a darle), escrito por Ulla Isaksson, lleva a Bergman a encerrarse, con tres mujeres parturientas, en el claustrofóbico, frío y aséptico escenario de un hospital. Se produce entonces una ruptura radical en su estilo: nos encontramos mucho más cerca de la trilogía que de Fresas salvajes. La iluminación se hace fría y uniforme, las imágenes hirientemente luminosas, la estructura se simplifica al máximo (quizá en exceso), los planos se hacen más largos, los encuadres se vacían y la narración se estanca, prácticamente, en una situación única. Si bien su interés intelectual es muy reducido, y por parte de Bergman lo más interesantes es, de nuevo, una introspección en la mujer, la desnudez y sobriedad del estilo suponen un importante paso adelante que, sin embargo, no tendrá repercusiones inmediatas, ya que su film siguiente, El rostro (Ansiktet, 1958), cuyo título es inevitable relacionar con Persona, vuelve, con más maestría que nunca, al “ilusionismo” formal de El séptimo sello, sólo que aquí este estilo tiene una justificación evidente: su protagonista es un mago, un ilusionista, un hipnotizador, y el film se sumerge en el terreno de lo fantástico, apareciendo aquí el primer contacto de Bergman con el cine de terror.

El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1959) tiene, de nuevo, un discutible guión de Ulla Isaksson, y de nuevo nos encontramos en la Edad Media e inmersos en una alegoría religiosa, en la que contrasta, sin embargo, la sobriedad del estilo y la longitud de los planos (prolongación del estilo inaugurado con En el umbral de la vida, nuevo paso hacia el despojamiento y la madurez) con ciertos simbolismos (la rana que salta de un bocadillo poco antes de que la doncella sea violada) que parecían abandonados. Inmediatamente después realiza El ojo del diablo (Djävulens öga, 1960), considerada por muchos su peor película, y que está estrechamente relacionada con Noche de circo a través de una comedia metafísica basada en el mito de Don Juan.

Así se cierra la que hemos llamado, de forma no exenta de arbitrariedad, pues los límites entre una y otra son difusos, la segunda etapa de la evolución de Bergman.


II. EL ARCHIPIÉLAGO.

A través de esta irregular trayectoria y a lo largo de muchos años y veintidós películas, Ingmar Bergman llegó a la Isla de Färo y encontró la madurez: Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961) abría su famosa trilogía y marcaba una ruptura casi definitiva en su obra. El proceso de paulatina decantación que se había ido operando en algunas obras aisladas y dispersas se hace aquí, por vez primera, total y coherente. Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1962) es todavía un paso adelante: la sobriedad de este film, su linealidad y pureza llegan a un grado tal que se piensa inmediatamente en el Bresson de Procès de Jeanne d’Arc (1962). Los devaneos gratuitamente barrocos y espectaculares que empañaron un momento la obra de Bergman han sido desplazados por una limpidez y una dignidad evocadoras de Un condamné à mort s’est échappé ou Le Vent souffle où il veut (1956). El silencio (Tystnaden, 1963) prosigue en la misma tónica (tan abstracta como en Bresson, pero más carnal, más física, cercana en ello a Dreyer) y con esta película Bergman acaba la trilogía (que, dato significativo, iba a haber empezado en El manantial de la doncella) y una etapa de su carrera.

En ese momento, Bergman ha llegado al límite de un trayecto, ha borrado de su cine todo lo inútil, lo superfluo, lo llamativo pero accesorio. Ya no queda sino la esencia misma de las cosas, los seres y las ideas, expresadas con el máximo rigor y la máxima concisión. A lo largo de estos tres films, además, Bergman se ha liberado, como él dice, de la superestructura religiosa que le obsesionaba y le aprisionaba. Este camino recorrido se hace patente en la búsqueda esperanzada del Dios ausente que es Como en un espejo y en la certidumbre con que acaba, en la duda irresuelta de Los comulgantes y, finalmente, en El silencio donde lo único que queda es eso, el silencio, la ausencia, el abandono. Obsérvese además cómo la evolución formal es en todo momento paralela a la trayectoria espiritual de Bergman, cómo la “distancia estilística” (el barroquismo) decrece al hacerse Bergman más sincero, más confidencial.

Es entonces cuando Bergman parte en una nueva dirección, y para ello se vuelve hacia su obra, la contempla, la analiza, la critica desde la madurez tan arduamente conquistada. Esa encrucijada es A propósito de esas mujeres (För att inte tala om alla dessa kvinnor, 1964), donde Bergman, reenlazando con Sonrisas de una noche de verano, se confiesa. Este film-clave constituye la segunda liberación de Bergman: en él se descarga de las rémoras que le suponen su prestigio, las alabanzas de la crítica y el complejo frente al cine de todo hombre de teatro.

En este instante crucial, Bergman abandona su postura de predicador, deja de deslumbrarnos con juegos de luces y abandona el terreno de las afirmaciones, de la seguridad, desapareciendo los mensajes junto a la certidumbre. Desde entonces, Bergman pisará arenas movedizas, se arriesgará al fracaso a cada film, se levantará de nuevo si cae. Porque ya sabe que lo que tiene que hacer no es seguir un camino, sino buscarlo, y para ello interrogará al cine y al espectador como se interroga a sí mismo, y se convertirá en un explorador, en un experimentador, en un “hombre que se lanza al vacío” -como dijo Godard de Becker- y que, por tanto, no tiene que rendir cuentas a nadie más que a sí mismo (esa es una de las lecciones de A propósito de esas mujeres), dejando de ser un cineasta tradicional, atreviéndose a romper las convenciones narrativas y sintácticas que hasta entonces acataba escrupulosamente.

Surge así Persona (Persona, 1966), tras el divertimento íntimo y familiar que es Daniel (episodio de Stimulantia, 1965). Persona es la prolongación de la trilogía desde la plataforma de A propósito de esas mujeres, y en ella no queda ya ni siquiera el simulacro de narración, minada y dispersa, que se mantenía en el film anterior. La estructuración abandona las nociones de causalidad, temporalidad y verosimilitud psicológica. El film no explica nada, no da soluciones ni respuestas. Bergman deja, como en A propósito de esas mujeres pero aún con más libertad, que las formas hablen por sí solas, que el film se exprese por sí mismo, que cree su propio tiempo interno, poniendo ante nuestros ojos un panorama amplísimo de sugerencias. Entramos, pues, ya que el film (especialmente su “prólogo”) nos obliga a ello, en el terreno de lo indeterminado. El sentido no precede a la obra, ni es comunicado a través de ella, sino que nace y se genera en ella. Bergman reconoces entonces públicamente que no tiene un control absoluto y autoritario sobre la obra, que ya no es el demiurgo de El séptimo sello, que se limita a poner en marcha sus películas, que se le escapan de las manos absorbiendo en su camino, como una piedra que rueda por una ladera nevada, una serie de ideas, elementos y significados que están allí, que laten en Bergman, pero que Bergman no ha colocado en el film de forma deliberada. Es decir, que la película actuará vampíricamente con su autor, extrayendo de él todo lo que siente o piensa y trascendiendo y superando las intenciones explícitas y conscientes del creador. Sus obras ya no tienen lo que Bergman estima estrictamente necesario, sino que ellas mismas determinan lo que necesitan. La necesidad sigue siendo, como en la trilogía, el criterio que da forma a la obra, pero se trata ahora de una necesidad interna. Persona es, por tanto, un film autónomo y autosuficiente, absolutamente irrecuperable.

Cada plano de los últimos films de Bergman es la sencillez misma, la economía máxima. Como en Bresson, esta sencillez es deliberada, voluntaria, intransigente, conquistada, producto de un esfuerzo; no tiene nada que ver, por tanto, con la espontánea y natural simplicidad de los viejos clásicos -en especial americanos, pero también Renoir serviría como ejemplo, aunque no Lang, más consciente y maniático-. Sin embargo, a nivel estructural, las cosas se complican, pues Persona es un film formado por elementos sencillos (esquematizados incluso, sin sentido peyorativo) pero que no sólo crea su propio tiempo, sino también su propio funcionamiento y su propio espacio (de ahí el desconcierto de Bullitta en el artículo citado) que si bien está extraído de la realidad, no es el espacio real, sino el espacio de Persona, necesariamente abstracto, cortado de su contexto habitual y reducido a su mínima expresión. Y si nos adentramos en el terreno psicológico e interpretativo (hasta hacía poco muy fértil y sembrado de pistas) nos encontraremos ante multitud de puertas, algunas de ellas cerradas, que acaban por formar un laberinto desértico por el que no podremos llegar al hipotético centro de la obra sin forzar las puertas o romper los muros. Contra esta actitud, que era la del crítico Cornelius (Jarl Kulle), ya nos advirtió Bergman en A propósito de esas mujeres (que, como los sketchs de Godard, es un film didáctico) que no conducía a nada (o a la oscuridad, o al ridículo). Por consiguiente, nuestro mejor guía será Susan Sontag, que en Contra la interpretación nos explica que “La interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola (ensimismada) la obra de arte. El verdadero arte tiene la facultad de ponernos nerviosos. Cuando reducimos la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte, la reducimos”.

No tratemos, pues, de exprimir Persona en busca de unas gotas de significado, no la descuarticemos para reconstruir una historia, no saltemos sobre sus imágenes en pos de un sentido oculto, porque este no nos dice nada: nos hace experimentar una serie de sensaciones -intelectuales, emotivas, físicas incluso- que hacen que seamos nosotros mismos los que, incitados por ella, nos planteemos una serie de problemas, sugiriéndonos unas ideas que tal vez el propio Bergman no se propuso expresar.

Prescindiendo de La hora del lobo (Vargtimmen, 1967), que no conozco, y que parece ser El rostro corregido y revisado, revisitado desde la madurez (2), nos encontramos ante La vergüenza (Skammen, 1968), que parece más próxima a la escueta desnudez de Los comulgantes que a la complejidad de Persona en el plano narrativo-estructural, que a su ambigüedad psicológica, que a sus sistemáticas variaciones sobre el tema del “Doble” (de donde surge la idea de igualar Elisabet a Bergman y Alma al film, quizá descabellada, pero no sin cierta inquietante verosimilitud), que a sus métodos de distanciación.

El significado de La vergüenza parece evidente, aprehensible en primer grado; su tema último y primero ya no es el cine, Bergman no nos habla ya tan sólo o primordialmente a través de las formas, los personajes tienen una mayor entidad psicológica, no hay pasajes oscuros e indeterminados, no hay amalgama indiferenciada de sucesos reales e imaginarios. ¿Sería entonces Skammen una obra de retroceso, un paso atrás? La respuesta es, indudablemente, negativa.  Por el contrario, La vergüenza no podría existir sin Persona, al igual que Persona sería inconcebible e inexplicable antes de A propósito de esas mujeres. Lo que ocurre es que Persona -como A propósito de esas mujeres de forma más explícita, desde el guión- es un film hasta cierto punto experimental, de transición, es una reflexión sobre el cine, es la huella del paso de Bergman hacia una madurez más total y perfecta. Como huella, pues, Persona es un film incompleto, un reflejo, hay en él incertidumbres, rozamientos y contradicciones. Contradicciones que no son defectos, que son necesarias y que contribuyen a la riqueza y a la potencia perturbadora de la película, pero que no pueden hacerse permanentes: por su misma naturaleza y función son transitorias. Persona es un colosal paso adelante, no ya para Bergman, sino para todo el cine, es una obra revolucionaria, pero es un paso, y un paso hacia algo. Ese algo es, por lo pronto, La vergüenza. De ahí que en este film lo que en Persona había de misterio y de oscuridad sea ahora evidencia y claridad. Lo que La vergüenza pierde de atractivo, de estimulante, de innovador, lo gana en perfección, en armonía y en pureza, en efectividad incluso. Persona tenía la apasionante característica de que en él se podría ver el film haciéndose (en train de se faire, como diría Godar); Skammen es ya el film hecho.

Si en La vergüenza Bergman vuelve a expresarse a través de los personajes, y no sólo o principalmente a través de las formas, es porque a través de las reflexiones activas, prácticas, de A propósito de esas mujeres y Persona ha conseguido ya dominar esas formas por completo, y utilizarlas como un medio y un fin a la vez, y no como un fin en sí mismas. Por eso La vergüenza es un film total, más sobrio y perfecto, más sólido y estable que Persona.

Sin embargo, la reflexión bergmaniana continúa. Como en Como en un espejo, Los comulgantes, El silencio, Persona y La hora del lobo, los personajes de La vergüenza son seres aislados en su propia soledad y entregados a la reflexión (nuevamente, la obra dobla al autor, es su reflejo). Estas películas, que Bergman llama “obras de cámara” y que van del dúo al cuarteto, reúnen a unos pocos ejemplares de la fauna bergmaniana y los aprisionan en unos recintos (abiertos o cerrados, da lo mismo) separados a su vez de la civilización y de la sociedad. Este artificio dramático, muy antiguo y frecuente en el cine, de probable (y no censurable) origen teatral, ha encontrado en Bergman uno de sus más notables artífices. Este lugar es una isla: literalmente, en Como en un espejo, Persona, La hora del lobo y La vergüenza; metafóricamente en Los comulgantes (un pequeño pueblo del Norte de Suecia, aislado y casi vacío en pleno invierno) y El silencio (un hotel de Timoka, ciudad imaginaria en la que un lenguaje incomprensible hace imposible toda comunicación). Incluso, aumentando a nueve o diez el número de personajes, lo mismo puede decirse de Villa Trémolo, la mansión campestre del maestro Félix, en A propósito de esas mujeres.

Esta “insularidad” se reproduce en las relaciones entre los personajes, aislados por la locura, la frialdad, la incomprensión, el hastío, el idioma, la ausencia, el silencio, los demás personajes, la insolidaridad o la guerra, y que se traducirá a su vez en el intento frenético de establecer contacto, a través del vampirismo (no ya en Persona o La hora del lobo, sino en el acoso del que es objeto el pastor Tömas de Los comulgantes por parte de Märta), el canibalismo, el crimen, el sexo (hetero y homosexual), la palabra.

Sin embargo, a partir de A propósito de esas mujeres desaparece una de las formas de ausencia (y de comunicación) presentadas: la de Dios. Además, incluso antes de ese film-pivot, resulta frecuente que los personajes de estas películas incluyan a un artista: David (G. Björnstrand) en Como en un espejo, Félix en A propósito de esas mujeres, Elisabeth (Liv Ullman) en Persona, Jan Borg (Max Von Sydow) en La hora del lobo, Jan y Eva Rosenberg (M. V. Sidow y L. Ullmann) en La vergüenza, o tengan una profesión basada en la comunicación y en la idea de ayudar a los demás: Sydow en Como en un espejo (médico), Ingrid Thulin (maestra) y Björnstrand (sacerdote) en Los comulgantes, Thulin (traductora) en El silencio, Jarl Kulle en A propósito de esas mujeres (crítico), Bibi Andersson en Persona (enfermera).

La presencia del artista (identificable con Bergman y auténtico objeto de su reflexión) es la más significativa, y a través de ella se expondrá una crítica (autocrítica) de su indiferencia, de su vampirismo (David cebándose en la enfermedad de su hija para escribir una novela, Cornelius viviendo como parásito de Félix, y éste de siete mujeres, Elisabet aprovechando las confidencias de Alma; la sombra de Edgar Allan Poe y su Retrato oval, como la de E.T.A. Hoffmann, está siempre presente), de su aislamiento en torres de marfil (ya sean islas, la mudez, la invisibilidad, los viajes continuos). Todo esto hay que relacionarlo con el humanismo apolítico que confiesa Bergman, y que se traduce en el combate entre sus sentimientos y su egoísmo, preocupación que tiene su correspondencia en el frecuente enfrentamiento de la ciencia y la razón, por un lado, y la fe y la superstición, por otro (a veces de forma muy obvia, como en El rostro; últimamente con mayor sutileza). Así, la idea obsesiva del Dios-araña ha sido sustituida por del Artista-vampiro. El silencio del Creador (Dios) ha sido reemplazado por el silencio del creador (el artista). Puede observarse, incluso, que el maestro Félix posee prácticamente todos los atributos divinos (perfección, invisibilidad, omnipresencia, inefabilidad, diferentes “personas”, etc.) y que se le rinde una especie de culto adoratorio y se le paga un tributo. De esta forma puede apreciarse cómo, bajo cambios aparentes, la obra de Bergman manifiesta una continuidad asombrosa.

Y, en última instancia, ¿quién es el artista? Bergman mismo: hasta cierto punto, cada film reciente de Bergman es una confesión, una autocrítica, una declaración de principios, especialmente -de forma muy explícita- A propósito de esas mujeres y -a través del “cine dentro del cine”- Persona. Lo mismo sucede, en otro terreno, con sus últimas declaraciones, y con las autocríticas y autoentrevistas que Bergman se ha hecho con el seudónimo de Ernest Riffe. Estas dudas, estos debates son el origen del desequilibrio de Persona, y a la vez la fuente de la perfección de La vergüenza, porque después de aquel film ya sabe cómo hacer lo que quiere. Lo que quizá no sepa aún es qué quiere hacer. Por eso la duda sigue en pie, y con ella la reflexión. Por eso La vergüenza no es simple y únicamente -quizá ni siquiera primordialmente- el panfleto antibelicista con que muchos se han contentado. La vergüenza es, ante todo, una meditación sobre la cobardía aislacionista del artista que se encierra en su isla. El dilema no está en si la guerra es nociva, condenable o corruptora (el film nos muestra que sí, por otra parte), sino en cuál es la misión, la responsabilidad del artista. En La vergüenza la guerra (pues no se trata de una guerra determinada, sino de la guerra en general) no es sino otra isla, una circunstancia extremada en la que Bergman sitúa a sus personajes. Y si pocas películas (quizá sólo Los carabineros, Les Carabiniers, 1963, de Godard) han representado una cara tan terrible e inequívoca de la guerra, esto se debe ante todo al absoluto rigor de Bergman, a la perfección de su puesta en escena (que sabe ser realista sin caer en el naturalismo), a la sobriedad e inteligencia con la que usa los diversos elementos del cine (actores, ritmo, estructura, sonido directo, fotografía, diálogo) y a la ausencia de sentimentalismo, efectismos o digresiones. No es la guerra lo vergonzoso (no sólo, al menos), sino la actitud del matrimonio Rosenberg y, en general, del artista, y si, pese a las afirmaciones en sentido contrario de Bergman, La vergüenza es un film político, ello se debe a su planteamiento de la postura del artista (postura que, se traduzca en la inhibición o en el compromiso, tiene un significado político) y en el testimonio objetivo que da sobre la guerra, por “indeliberado” que sea (al igual que en Persona hay una condena implícita de la guerra del Vietnam, al establecer un paralelismo funcional-estructural entre la foto fija -pasado- del niño judío detenido por los nazis y la imagen televisiva en movimiento -presente- del bonzo quemándose vivo en protesta por la guerra del Vietnam).

De esta forma, de isla en isla y de prisión en prisión, Bergman se busca a sí mismo a través de sus obras, madurando con ellas y alcanzando la perfecta armonía entre sus medios de expresión y lo que quiere expresar: esto se revela en que lo uno y lo otro nacen unidos, se crean mutuamente y son (han llegado a ser) una y la misma cosa.

(1) Véase “Ingmar Bergman: presentación crítica”, por Juan M. Bullitta, en Hablemos de Cine nº 41, pág. 23.

(2) Véase “Amanecer y anochecer en la isla Negra”, por Federico de Cárdenas, en Hablemos de Cine, nº 41. Pág. 28.

Escrito a mediados de 1969 para Hablemos de cine.

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