I. LOS ROSTROS.
Ingmar Bergman
nace en 1918 (1). Cuando dirige su primera película, Crisis (Kris,
1945) tiene sobre sus espaldas una serie de experiencias que tendrán una
importancia decisiva en su obra posterior: por un lado, es hijo de un pastor
protestante; por otra parte, ha dirigido teatro (y continuará haciéndolo en lo
sucesivo) y ha escrito ya uno de los seis guiones que han realizado otros
directores. A esto puede sumarse un temprano interés por el cine, del cual
nacen las influencias, más o menos explícitas a lo largo de las diferentes
etapas que pueden distinguirse en su obra, de directores como Sjöström,
Stiller, Dreyer, el expresionismo alemán, Renoir y Carné.
Sus films de aprendizaje son en general poco conocidos y, por lo que he visto y las referencias de que dispongo, carecen de interés, si se exceptúa Prisión (Fängelse, 1948), en el que ya aparecen, de forma embrionaria, algunos de los temas que darán forma a su obra (especialmente, parece ser que se trata de un precedente subterráneo de Persona). En estas primeras obras, Bergman aborda el cine como un mero vehículo dramático y narrativo, factor que, sumado a su impericia técnica, da como resultado una serie de películas bastante torpes e ingenuas, impregnadas del “realismo poético” que había ilustrado, desde la década anterior, Marcel Carné (y su guionista habitual, Jacques Prévert). Tenemos así películas como Llueve sobre nuestro amor (Det regnar på vår kärlek, 1946) y Noche eterna (Musik i mörker, 1947), típicos films de postguerra que, por esta circunstancia, pueden relacionarse con obras tan diferentes como Arroz amargo (Riso amaro, 1949) de Giuseppe De Santis o El ángel borracho (Yoidore Tenshi, 1948) de Kurosawa: estas películas muestran, con cierto desgarro y un existencialismo desesperado, unas sociedades pobres, a veces destruidas, en las que se debaten unos individuos desgraciados. En el caso de Bergman, las dos películas citadas tienen un guión plenamente melodramático y la evidente intención de transmitir un “mensaje”, tan primario como esquemático. Para ello nos presenta a unos personajes “aparte” (fuera de la ley, aislados de la sociedad por razones físicas – la ceguera – o de clase), en general perseguidos, sumergidos en un medio ambiente hostil, que encuentran sus raíces, curiosamente, en el cine de preguerra de los países más desarrollados: Furia (Fury, 1936) y Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937) de Lang, o El muelle de las brumas (Le Quai des brumes, 1938) de Carné, El crimen del Sr. Lange (Le Crime de Monsieur Lange, 1935) y La golfa (La Chienne, 1931) de Renoir, a través de los cuales se reenlaza con la tradición de la literatura naturalista francesa del s. XIX. Estos personajes de misfits buscarán la seguridad en la mujer (como más tarde lo harán los personajes de Nicholas Ray), convirtiéndose así Bergman, desde el principio, en un cineasta de la pareja, cobrando una especial fuerza la mujer, como máximo conductor de las presiones de la sociedad (dada su mayor sensibilidad y, en aquellos tiempos hasta en Suecia, su menor independencia y su más acentuada falta de recursos). Estas películas se convierten así, a medio camino entre el melodrama y la comedia “social” a lo Capra, en alegatos socialdemócratas que aúnan, por un lado, un socialismo “rosa” y una llamada a la libertad individual. Si técnicamente esta primera época de Bergman (que va de Crisis a Hacia la felicidad, Till gladje, 1949, para reaparecer episódicamente en algunas películas de los años 50) se caracteriza por una notable torpeza y una postura ilustrativa, es indudable que empiezan ya a manifestarse algunas de las virtudes proverbiales de Bergman: la dirección de actores (especialmente la Mai Zetterling de Noche eterna) revela que la actividad teatral de Bergman le había conferido una soltura poco frecuente en un principiante. Sin embargo, incluso este aspecto, el más positivo de estos films, se veía empañado por un acentuado y poco eficaz afán caricaturesco, que luego sería abandonado.
En 1950 Bergman
dirige Juegos de verano (Sommarlek), que años más tarde sería
redescubierta y considerada como su primera obra maestra. Mientras Secretos
de mujeres (Kvinnors väntan, 1952) centra por vez primera su
atención en el mundo femenino, Un verano con Mónica (Sommaren med
Monika, 1952) retoma, en clave más pesimista, el tema de los jóvenes
amantes que escapan de la sociedad durante el corto verano nórdico, reenlazando
así con los primeros films americanos de Fritz Lang y, por consiguiente, con They
Live by Night, 1947, de N. Ray. Es en este film, quizá el primero sobre la
“juventud rebelde”, en el que Bergman logra, a mi juicio, una mayor libertad
narrativa, precediendo no sólo el Rebelde sin causa (Rebel Without a
Cause, 1955) de Ray, sino incluso Pierrot el loco (Pierrot le fou,
1965), de Godard (gran admirador de Un verano con Mónica).
En efecto, el
estatismo de origen teatral de sus films precedentes se ve aquí sustituido por
una mayor vitalidad, concretada en la huida, por un lado, y en la comunión con
la naturaleza, por otro. La
planificación se hace menos rígida, al igual que la estructura narrativa de la
película, más abierta y centrada con frecuencia en los llamados “tiempos
muertos” que más tarde popularizaría Antonioni. Consecuentemente, el elemento
expresivo más relevante en Bergman, el primer plano, se libera y cobra una
nueva función. Como es frecuente en los cineastas de origen teatral (véase el
ejemplo de Kazan), Bergman se acercó al cine con complejos e inseguridades, que
hallaron su válvula de escape más obvia en dos factores de los que carece, por
definición, el teatro: el primer plano y el montaje (entendido principalmente
como la posibilidad de mostrar una escena desde diferentes puntos de vista y no
desde el único de que dispone el espectador teatral). Siendo este último factor
poco asequible a un novato, y pasando el cine en los años 40-50 por una etapa
de reacción contra la concepción del montaje como factor específico de la
expresión cinematográfica que había imperado durante el cine mudo, era de
esperar que Bergman adoptara, como eje de su estilo, el primer plano y que el
rostro humano adquiriera una importancia desmedida, y con ella el actor (que,
como hemos visto, es el instrumento que Bergman controló, desde el principio,
con mayor seguridad y precisión). Pues
bien, hasta Un verano con Mónica, en lo que alcanza mi conocimiento de
su obra, Bergman ha transmitido el sentido y el significado de sus películas a
través del diálogo y de numerosos primeros planos (usualmente en
plano-contraplano) que le servían de soporte y como medio de acentuar y
subrayar los instantes más reveladores. En Un verano con Mónica, en
cambio, hay algunos primeros planos -en especial aquél en que Harriet
Andersson, sin decir una palabra, fuma un cigarrillo en compañía de su amante,
y se vuelve insolentemente hacia la cámara (y el espectador)- que se
independizan del contexto y de la palabra para llevar en sí mismos, de forma
que viola las reglas gramáticas que se enseñan en las escuelas de cine y en los
inútiles libros teóricos de los Spottiswoode y compañía, todo el significado de
la escena (el plano-secuencia citado es el ejemplo más claro, y habrá de tener
una repercusión inmensa en toda la obra de Godard, desde el inicio de Al
final de la escapada (À bout de soufle, 1959, hasta Pierrot el
loco, donde un primer plano de Anna Karina mintiendo “dobla” exactamente el
de Harriet Andersson).
Esta nueva
función del primer plano, que alcanzará la madurez en la Trilogía y obras
posteriores (en especial Persona), se mantendrá ya, con mayor o menor
fuerza, en todas las obras del segundo periodo bergmaniano, etapa de
inseguridad, en la que Bergman empieza a hacerse más complejo, dando cabida en
sus películas a ciertos elementos no autosuficientes cuyo aislamiento y
subrayado les confieren, en algunos casos, un carácter simbólico, quizá
inconsciente pero de bastante importancia, ya que ha condicionado el
acercamiento a su obra posterior (ya desprovista de símbolos) por parte de
muchos críticos.
La primera
película que cobra un carácter netamente alegórico es Noche de circo (Gycklarnas
afton, 1953), que Bergman defiende encarnizadamente cada vez que tiene
ocasión para ello y que, personalmente, estimo muy mediocre, aunque de
indudable relevancia para un estudio temático de Bergman, ya que en ella
aparecen de forma explícita muchas de sus preocupaciones fundamentales (como
los celos, que reaparecerán en Fresas salvajes Smulstronstället,
1957, o la vergüenza, que dará título a una de sus películas más recientes).
Sin embargo, aparece en esta película, y de forma más acentuada que en las de
los años 40, un barroquismo de clara raíz expresionista (más cercano, sin
embargo, al moralizador Sjöström de La carreta fantasma, Körkarlen,
1920, y al cine producido por la U.F.A. en los años 30, que al expresionismo
alemán), tan artificioso como anticuado, que le lleva a prestar más atención al
encuadre, al decorado y a la iluminación que a la dirección de actores, que a
su vez dejan de interpretar verdaderos personajes para dar cuerpo a seres que
representan pasiones o categorías morales. La estructura se hace
superficialmente complicada, dentro de una tónica tradicional (flashbacks
explicativos, reiteraciones), y los actores, por vez primera, recurren más al
maquillaje y a las muecas que a su talento. En conjunto, resulta una película
teatralizada en el peor sentido de la palabra, además de desmedidamente
pretenciosa y “oscura”. Como era de suponer, el film fue un absoluto fracaso
comercial, y Bergman tuvo que abandonar, momentáneamente, sus experiencias
estilísticas para consagrarse a dirigir una serie de comedias dramáticas, menos
personales en apariencia, pero en general más logradas. Así Una lección de
amor (En lektion i kärlek, 1954), que pese a ciertos residuos
expresionistas o simbólicos (la estatuilla de Cupido que cierra el film) y una
casi total ausencia de sentido del humor parece más sincera e incluye,
posiblemente, episodios autobiográficos. Sueños de mujer (Kvinnodröm,
1955), pese a algunos elementos caricaturescos que recuerdan Llueve sobre
nuestro amor (como el obeso patrón de Eva Dahlbeck) y un cierto
desequilibrio entre las dos historias (confluyentes, pero muy diferentes
estilísticamente) que cuenta, es una de sus mejores películas sobre la mujer,
con una deslumbrante dirección de actrices. El episodio Harriet
Andersson-Gunnar Björnstrand, menos logrado y con una elegancia muy “principio
de siglo” es el precedente visual de su film siguiente, una de sus obras
maestras: Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende,
1955). Este film es, en el fondo, una reflexión sobre el teatro: tomando el
tema y la estructura de un vodevil, respetando casi las tres unidades clásicas
(tiempo, acción y lugar) de la escena, con un abundante y agudo diálogo y unos
personajes convencionales y más numerosos que de costumbre, Bergman se ha
propuesto hacer cine, y ha conseguido así su primera obra perfecta, armónica,
dentro de un clasicismo cercano al de Mankiewicz e introduciendo en la comedia
una vertiente dramática heredada de Strindberg e Ibsen que convierte esta
película en una seria meditación sobre el amor, próxima en más de un sentido a La
regla del juego (La Règle du jeu, 1939) de Jean Renoir (que Bergman
no había visto). Este film triunfa en Cannes en 1956. Se descubre a Bergman, se
resucita su obra y se le convierte, de improviso, en uno de los grandes ídolos
del cine mundial.
En este momento,
Bergman cae, al parecer, en un cierto vedetismo, que le lleva a fabricar lo que
podríamos llamar “films de festival”, de forma paralela a lo que, unos años más
tarde, a partir de Eva y El sirviente (The Servant), le
ocurriría a Joseph Losey con el súbito acceso a la fama tras años de oscuro
trabajo. Esto da lugar a algunos films que intentan responder en exceso a ese
prestigio y que, en consecuencia, dejando de lado su calidad intrínseca,
implican una regresión: son films insinceros, superficiales, exóticos incluso.
Estos films de miniaturista comienzan en El séptimo sello (Det sjunde
inseglet, 1956), con un abandono no ya de la época actual, iniciado en Sonrisas
de una noche de verano, sino incluso del pasado reciente: son sus films
medievales, por fortuna sólo dos, que traducen, además, una cierta preocupación
religiosa, en clave simbólica y legendaria (las viejas sagas nórdicas),
que le permitirán convertirse en el salvador del cine a los ojos de los
elementos más reaccionarios de algunos países católicos (en especial España).
Reaparece entonces, con más fuerza que nunca (y también con más coherencia), el
barroquismo de Noche de circo, las representaciones teatrales (que de
una forma u otra habían ocupado siempre un cierto lugar en sus obras) se hacen
más importantes, se recurre al simbolismo de forma bastante penosa y se
plantean histriónicamente una serie de problemas metafísicos (el Alma, la
Muerte, Dios, la Gloria) que reducen algunas escenas de estas películas a puro
trascendentalismo decorativo, respaldado -eso sí- en una impecable dirección de
actores y en una maestría técnica que roza el virtuosismo.
La película
siguiente, sin embargo, Fresas salvajes, si bien se complica
extraordinariamente desde un punto de vista estructural (relaciones entre el
presente y el pasado, lo onírico y lo real), lo hace con más motivos, puesto
que el film es una reflexión sobre la vida que realiza el profesor Isak Borg
(Victor Sjöström) desde el umbral de la muerte. Como dijo Fereydoun Hoveyda,
este film es “el mayor anillo de la espiral” que se ha ido ampliando a cada
nuevo film de Bergman, pues en él se engloban todas sus tendencias anteriores:
asistimos a la fusión de los diferentes estilos que desde Noche de circo
hasta El séptimo sello ha recorrido Bergman. De ahí las rupturas
estilísticas que dan forma y estructura a este film, el más profundo que
Bergman había realizado hasta entonces, y que se mantiene, pese a estar
visualmente un poco anticuado y recurrir a algunos procedimientos de raíz
expresionista, como su mejor obra anterior a la trilogía. En este film,
temporalmente, Bergman abandona su postura de malabarista, predicador,
titiritero y showman, que tan peligrosamente había aparecido en El
séptimo sello, para darnos una obra intimista, cerrada en sí misma, de
meditación interior. Surge así una nueva faceta aparente de Bergman: tras el
teólogo, el filósofo, el ensayista, el literato que, tras las huellas de
Proust, se vuelve sobre el tiempo perdido con una angustia existencial cuyas
raíces, inevitablemente, se encontrarán en Kierkegaard.
En estas
circunstancias, pues, cada nuevo film de Bergman será un acontecimiento para la
crítica y un peligro para su autor. Afortunadamente, En el umbral de la vida
(Nära livet, 1958), planteada seguramente como un panfleto en contra del
aborto (tema que, lateralmente, había aparecido insistentemente en su obra, a
través de innumerables parejas en que el hombre no deseaba el hijo que su mujer
iba a darle), escrito por Ulla Isaksson, lleva a Bergman a encerrarse, con tres
mujeres parturientas, en el claustrofóbico, frío y aséptico escenario de un
hospital. Se produce entonces una ruptura radical en su estilo: nos encontramos
mucho más cerca de la trilogía que de Fresas salvajes. La iluminación se
hace fría y uniforme, las imágenes hirientemente luminosas, la estructura se
simplifica al máximo (quizá en exceso), los planos se hacen más largos, los
encuadres se vacían y la narración se estanca, prácticamente, en una situación
única. Si bien su interés intelectual es muy reducido, y por parte de Bergman
lo más interesantes es, de nuevo, una introspección en la mujer, la desnudez y
sobriedad del estilo suponen un importante paso adelante que, sin embargo, no
tendrá repercusiones inmediatas, ya que su film siguiente, El rostro (Ansiktet,
1958), cuyo título es inevitable relacionar con Persona, vuelve, con más
maestría que nunca, al “ilusionismo” formal de El séptimo sello, sólo
que aquí este estilo tiene una justificación evidente: su protagonista es un
mago, un ilusionista, un hipnotizador, y el film se sumerge en el terreno de lo
fantástico, apareciendo aquí el primer contacto de Bergman con el cine de
terror.
El manantial de
la doncella (Jungfrukällan,
1959) tiene, de nuevo, un discutible guión de Ulla Isaksson, y de nuevo nos
encontramos en la Edad Media e inmersos en una alegoría religiosa, en la que
contrasta, sin embargo, la sobriedad del estilo y la longitud de los planos
(prolongación del estilo inaugurado con En el umbral de la vida, nuevo
paso hacia el despojamiento y la madurez) con ciertos simbolismos (la rana que
salta de un bocadillo poco antes de que la doncella sea violada) que parecían
abandonados. Inmediatamente después realiza El ojo del diablo (Djävulens
öga, 1960), considerada por muchos su peor película, y que está
estrechamente relacionada con Noche de circo a través de una comedia
metafísica basada en el mito de Don Juan.
Así se cierra la
que hemos llamado, de forma no exenta de arbitrariedad, pues los límites entre
una y otra son difusos, la segunda etapa de la evolución de Bergman.
II. EL
ARCHIPIÉLAGO.
A través de esta
irregular trayectoria y a lo largo de muchos años y veintidós películas, Ingmar
Bergman llegó a la Isla de Färo y encontró la madurez: Como
en un espejo (Såsom
i en spegel, 1961) abría su famosa trilogía y marcaba una ruptura casi
definitiva en su obra. El proceso de paulatina decantación que se había ido operando
en algunas obras aisladas y dispersas se hace aquí, por vez primera, total y
coherente. Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1962) es todavía
un paso adelante: la sobriedad de este film, su linealidad y pureza llegan a un
grado tal que se piensa inmediatamente en el Bresson de Procès de Jeanne
d’Arc (1962). Los devaneos gratuitamente barrocos y espectaculares que
empañaron un momento la obra de Bergman han sido desplazados por una limpidez y
una dignidad evocadoras de Un condamné à mort s’est échappé ou Le Vent
souffle où il veut (1956). El silencio (Tystnaden, 1963)
prosigue en la misma tónica (tan abstracta como en Bresson, pero más carnal,
más física, cercana en ello a Dreyer) y con esta película Bergman acaba la
trilogía (que, dato significativo, iba a haber empezado en El manantial de
la doncella) y una etapa de su carrera.
En ese momento,
Bergman ha llegado al límite de un trayecto, ha borrado de su cine todo lo
inútil, lo superfluo, lo llamativo pero accesorio. Ya no queda sino la esencia
misma de las cosas, los seres y las ideas, expresadas con el máximo rigor y la
máxima concisión. A lo largo de estos tres films, además, Bergman se ha
liberado, como él dice, de la superestructura religiosa que le obsesionaba y le
aprisionaba. Este camino recorrido se hace patente en la búsqueda esperanzada
del Dios ausente que es Como en un espejo y en la certidumbre con que
acaba, en la duda irresuelta de Los comulgantes y, finalmente, en El
silencio donde lo único que queda es eso, el silencio, la ausencia, el
abandono. Obsérvese además cómo la evolución formal es en todo momento paralela
a la trayectoria espiritual de Bergman, cómo la “distancia estilística” (el
barroquismo) decrece al hacerse Bergman más sincero, más confidencial.
Es entonces
cuando Bergman parte en una nueva dirección, y para ello se vuelve hacia su
obra, la contempla, la analiza, la critica desde la madurez tan arduamente
conquistada. Esa encrucijada es A propósito de esas
mujeres (För att inte tala om alla dessa kvinnor, 1964), donde
Bergman, reenlazando con Sonrisas de una noche de verano, se confiesa.
Este film-clave constituye la segunda liberación de Bergman: en él se descarga
de las rémoras que le suponen su prestigio, las alabanzas de la crítica y el
complejo frente al cine de todo hombre de teatro.
En este instante
crucial, Bergman abandona su postura de predicador, deja de deslumbrarnos con
juegos de luces y abandona el terreno de las afirmaciones, de la seguridad,
desapareciendo los mensajes junto a la certidumbre. Desde entonces, Bergman
pisará arenas movedizas, se arriesgará al fracaso a cada film, se levantará de
nuevo si cae. Porque ya sabe que lo que tiene que hacer no es seguir un camino,
sino buscarlo, y para ello interrogará al cine y al espectador como se
interroga a sí mismo, y se convertirá en un explorador, en un experimentador,
en un “hombre que se lanza al vacío” -como dijo Godard de Becker- y que, por
tanto, no tiene que rendir cuentas a nadie más que a sí mismo (esa es una de
las lecciones de A propósito de esas mujeres), dejando de ser un
cineasta tradicional, atreviéndose a romper las convenciones narrativas y
sintácticas que hasta entonces acataba escrupulosamente.
Surge así Persona
(Persona, 1966), tras el divertimento íntimo y familiar que es Daniel
(episodio de Stimulantia, 1965). Persona es la prolongación de la
trilogía desde la plataforma de A propósito de esas mujeres, y en ella
no queda ya ni siquiera el simulacro de narración, minada y dispersa, que se
mantenía en el film anterior. La estructuración abandona las nociones de
causalidad, temporalidad y verosimilitud psicológica. El film no explica nada,
no da soluciones ni respuestas. Bergman deja, como en A propósito de esas
mujeres pero aún con más libertad, que las formas hablen por sí solas, que
el film se exprese por sí mismo, que cree su propio tiempo interno, poniendo
ante nuestros ojos un panorama amplísimo de sugerencias. Entramos, pues, ya que
el film (especialmente su “prólogo”) nos obliga a ello, en el terreno de lo
indeterminado. El sentido no precede a la obra, ni es comunicado a través de
ella, sino que nace y se genera en ella. Bergman reconoces entonces
públicamente que no tiene un control absoluto y autoritario sobre la obra, que
ya no es el demiurgo de El séptimo sello, que se limita a poner en marcha
sus películas, que se le escapan de las manos absorbiendo en su camino, como
una piedra que rueda por una ladera nevada, una serie de ideas, elementos y
significados que están allí, que laten en Bergman, pero que Bergman no ha
colocado en el film de forma deliberada. Es decir, que la película actuará
vampíricamente con su autor, extrayendo de él todo lo que siente o piensa y
trascendiendo y superando las intenciones explícitas y conscientes del creador.
Sus obras ya no tienen lo que Bergman estima estrictamente necesario, sino que
ellas mismas determinan lo que necesitan. La necesidad sigue siendo, como en la
trilogía, el criterio que da forma a la obra, pero se trata ahora de una
necesidad interna. Persona es, por tanto, un film autónomo y autosuficiente,
absolutamente irrecuperable.
Cada plano de los
últimos films de Bergman es la sencillez misma, la economía máxima. Como en
Bresson, esta sencillez es deliberada, voluntaria, intransigente,
conquistada, producto de un esfuerzo; no tiene nada que ver, por tanto, con la
espontánea y natural simplicidad de los viejos clásicos -en especial
americanos, pero también Renoir serviría como ejemplo, aunque no Lang, más
consciente y maniático-. Sin embargo, a nivel estructural, las cosas se
complican, pues Persona es un film formado por elementos sencillos
(esquematizados incluso, sin sentido peyorativo) pero que no sólo crea su
propio tiempo, sino también su propio funcionamiento y su propio espacio (de
ahí el desconcierto de Bullitta en el artículo citado) que si bien está
extraído de la realidad, no es el espacio real, sino el espacio de Persona,
necesariamente abstracto, cortado de su contexto habitual y reducido a su
mínima expresión. Y si nos adentramos en el terreno psicológico e
interpretativo (hasta hacía poco muy fértil y sembrado de pistas) nos
encontraremos ante multitud de puertas, algunas de ellas cerradas, que acaban
por formar un laberinto desértico por el que no podremos llegar al hipotético
centro de la obra sin forzar las puertas o romper los muros. Contra esta
actitud, que era la del crítico Cornelius (Jarl Kulle), ya nos advirtió Bergman
en A propósito de esas mujeres (que, como los sketchs de Godard,
es un film didáctico) que no conducía a nada (o a la oscuridad, o al ridículo).
Por consiguiente, nuestro mejor guía será Susan Sontag, que en Contra la
interpretación nos explica que “La interpretación supone una hipócrita
negativa a dejar sola (ensimismada) la obra de arte. El verdadero arte tiene la
facultad de ponernos nerviosos. Cuando reducimos la obra de arte a su contenido
para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte, la
reducimos”.
No tratemos,
pues, de exprimir Persona en busca de unas gotas de significado, no la
descuarticemos para reconstruir una historia, no saltemos sobre sus imágenes en
pos de un sentido oculto, porque este no nos dice nada: nos hace
experimentar una serie de sensaciones -intelectuales, emotivas, físicas
incluso- que hacen que seamos nosotros mismos los que, incitados por ella, nos
planteemos una serie de problemas, sugiriéndonos unas ideas que tal vez el
propio Bergman no se propuso expresar.
Prescindiendo de La
hora del lobo (Vargtimmen, 1967), que no conozco, y que parece ser El
rostro corregido y revisado, revisitado desde la madurez (2), nos encontramos
ante La vergüenza (Skammen, 1968), que parece más próxima a la
escueta desnudez de Los comulgantes que a la complejidad de Persona
en el plano narrativo-estructural, que a su ambigüedad psicológica, que a sus
sistemáticas variaciones sobre el tema del “Doble” (de donde surge la idea de
igualar Elisabet a Bergman y Alma al film, quizá descabellada, pero no sin
cierta inquietante verosimilitud), que a sus métodos de distanciación.
El significado de
La vergüenza parece evidente, aprehensible en primer grado; su tema
último y primero ya no es el cine, Bergman no nos habla ya tan sólo o
primordialmente a través de las formas, los personajes tienen una mayor entidad
psicológica, no hay pasajes oscuros e indeterminados, no hay amalgama
indiferenciada de sucesos reales e imaginarios. ¿Sería entonces Skammen
una obra de retroceso, un paso atrás? La respuesta es, indudablemente,
negativa. Por el contrario, La
vergüenza no podría existir sin Persona, al igual que Persona
sería inconcebible e inexplicable antes de A propósito
de esas mujeres. Lo que ocurre es que Persona -como A
propósito de esas mujeres de forma más explícita, desde el guión- es un
film hasta cierto punto experimental, de transición, es una reflexión sobre el
cine, es la huella del paso de Bergman hacia una madurez más total y perfecta.
Como huella, pues, Persona es un film incompleto, un reflejo, hay en él
incertidumbres, rozamientos y contradicciones. Contradicciones que no son
defectos, que son necesarias y que contribuyen a la riqueza y a la potencia
perturbadora de la película, pero que no pueden hacerse permanentes: por su
misma naturaleza y función son transitorias. Persona es un colosal paso
adelante, no ya para Bergman, sino para todo el cine, es una obra
revolucionaria, pero es un paso, y un paso hacia algo. Ese algo
es, por lo pronto, La vergüenza. De ahí que en este film lo que en Persona
había de misterio y de oscuridad sea ahora evidencia y claridad. Lo que La
vergüenza pierde de atractivo, de estimulante, de innovador, lo gana en
perfección, en armonía y en pureza, en efectividad incluso. Persona
tenía la apasionante característica de que en él se podría ver el film haciéndose
(en train de se faire, como diría Godar); Skammen es ya el film hecho.
Si en La
vergüenza Bergman vuelve a expresarse a través de los personajes, y no sólo
o principalmente a través de las formas, es porque a través de las reflexiones
activas, prácticas, de A propósito de esas mujeres y Persona ha
conseguido ya dominar esas formas por completo, y utilizarlas como un medio y
un fin a la vez, y no como un fin en sí mismas. Por eso La vergüenza es
un film total, más sobrio y perfecto, más sólido y estable que Persona.
Sin embargo, la
reflexión bergmaniana continúa. Como en Como en un espejo, Los
comulgantes, El silencio, Persona y La hora del lobo, los personajes
de La vergüenza son seres aislados en su propia soledad y entregados a
la reflexión (nuevamente, la obra dobla al autor, es su reflejo). Estas
películas, que Bergman llama “obras de cámara” y que van del dúo al cuarteto,
reúnen a unos pocos ejemplares de la fauna bergmaniana y los aprisionan en unos
recintos (abiertos o cerrados, da lo mismo) separados a su vez de la
civilización y de la sociedad. Este artificio dramático, muy antiguo y
frecuente en el cine, de probable (y no censurable) origen teatral, ha
encontrado en Bergman uno de sus más notables artífices. Este lugar es una
isla: literalmente, en Como en un espejo, Persona, La hora del
lobo y La vergüenza; metafóricamente en Los comulgantes (un
pequeño pueblo del Norte de Suecia, aislado y casi vacío en pleno invierno) y El
silencio (un hotel de Timoka, ciudad imaginaria en la que un lenguaje
incomprensible hace imposible toda comunicación). Incluso, aumentando a nueve o
diez el número de personajes, lo mismo puede decirse de Villa Trémolo, la
mansión campestre del maestro Félix, en A propósito de esas mujeres.
Esta
“insularidad” se reproduce en las relaciones entre los personajes, aislados por
la locura, la frialdad, la incomprensión, el hastío, el idioma, la ausencia, el
silencio, los demás personajes, la insolidaridad o la guerra, y que se
traducirá a su vez en el intento frenético de establecer contacto, a través del
vampirismo (no ya en Persona o La hora del lobo, sino en el acoso
del que es objeto el pastor Tömas de Los comulgantes por parte de
Märta), el canibalismo, el crimen, el sexo (hetero y homosexual), la palabra.
Sin embargo, a
partir de A propósito de esas mujeres desaparece una de las formas de
ausencia (y de comunicación) presentadas: la de Dios. Además, incluso antes de
ese film-pivot, resulta frecuente que los personajes de estas películas
incluyan a un artista: David (G. Björnstrand) en Como en un espejo,
Félix en A propósito de esas mujeres, Elisabeth (Liv Ullman) en Persona,
Jan Borg (Max Von Sydow) en La hora del lobo, Jan y Eva Rosenberg (M. V.
Sidow y L. Ullmann) en La vergüenza, o tengan una profesión basada en la
comunicación y en la idea de ayudar a los demás: Sydow en Como en un espejo
(médico), Ingrid Thulin (maestra) y Björnstrand (sacerdote) en Los
comulgantes, Thulin (traductora) en El silencio, Jarl Kulle en A
propósito de esas mujeres (crítico), Bibi Andersson en Persona
(enfermera).
La presencia del
artista (identificable con Bergman y auténtico objeto de su reflexión) es la
más significativa, y a través de ella se expondrá una crítica (autocrítica) de
su indiferencia, de su vampirismo (David cebándose en la enfermedad de su hija
para escribir una novela, Cornelius viviendo como parásito de Félix, y éste de
siete mujeres, Elisabet aprovechando las confidencias de Alma; la sombra de
Edgar Allan Poe y su Retrato oval, como la de E.T.A. Hoffmann, está
siempre presente), de su aislamiento en torres de marfil (ya sean islas, la
mudez, la invisibilidad, los viajes continuos). Todo esto hay que relacionarlo
con el humanismo apolítico que confiesa Bergman, y que se traduce en el combate
entre sus sentimientos y su egoísmo, preocupación que tiene su correspondencia
en el frecuente enfrentamiento de la ciencia y la razón, por un lado, y la fe y
la superstición, por otro (a veces de forma muy obvia, como en El rostro;
últimamente con mayor sutileza). Así, la idea obsesiva del Dios-araña ha sido
sustituida por del Artista-vampiro. El silencio del Creador (Dios) ha sido
reemplazado por el silencio del creador (el artista). Puede observarse,
incluso, que el maestro Félix posee prácticamente todos los atributos divinos
(perfección, invisibilidad, omnipresencia, inefabilidad, diferentes “personas”,
etc.) y que se le rinde una especie de culto adoratorio y se le paga un
tributo. De esta forma puede apreciarse cómo, bajo cambios aparentes, la obra
de Bergman manifiesta una continuidad asombrosa.
Y, en última
instancia, ¿quién es el artista? Bergman mismo: hasta cierto punto, cada film
reciente de Bergman es una confesión, una autocrítica, una declaración de
principios, especialmente -de forma muy explícita- A propósito de esas
mujeres y -a través del “cine dentro del cine”- Persona. Lo mismo
sucede, en otro terreno, con sus últimas declaraciones, y con las autocríticas
y autoentrevistas que Bergman se ha hecho con el seudónimo de Ernest Riffe.
Estas dudas, estos debates son el origen del desequilibrio de Persona, y
a la vez la fuente de la perfección de La vergüenza, porque después de
aquel film ya sabe cómo hacer lo que quiere. Lo que quizá no sepa aún es
qué quiere hacer. Por eso la duda sigue en pie, y con ella la reflexión.
Por eso La vergüenza no es simple y únicamente -quizá ni siquiera
primordialmente- el panfleto antibelicista con que muchos se han contentado. La
vergüenza es, ante todo, una meditación sobre la cobardía aislacionista del
artista que se encierra en su isla. El dilema no está en si la guerra es
nociva, condenable o corruptora (el film nos muestra que sí, por otra parte),
sino en cuál es la misión, la responsabilidad del artista. En La vergüenza
la guerra (pues no se trata de una guerra determinada, sino de la
guerra en general) no es sino otra isla, una circunstancia extremada en la que
Bergman sitúa a sus personajes. Y si pocas películas (quizá sólo Los
carabineros, Les Carabiniers, 1963, de Godard) han representado una
cara tan terrible e inequívoca de la guerra, esto se debe ante todo al absoluto
rigor de Bergman, a la perfección de su puesta en escena (que sabe ser realista
sin caer en el naturalismo), a la sobriedad e inteligencia con la que usa los
diversos elementos del cine (actores, ritmo, estructura, sonido directo,
fotografía, diálogo) y a la ausencia de sentimentalismo, efectismos o
digresiones. No es la guerra lo vergonzoso (no sólo, al menos), sino la actitud
del matrimonio Rosenberg y, en general, del artista, y si, pese a las
afirmaciones en sentido contrario de Bergman, La vergüenza es un film
político, ello se debe a su planteamiento de la postura del artista (postura que,
se traduzca en la inhibición o en el compromiso, tiene un significado político)
y en el testimonio objetivo que da sobre la guerra, por “indeliberado” que sea
(al igual que en Persona hay una condena implícita de la guerra del
Vietnam, al establecer un paralelismo funcional-estructural entre la foto fija
-pasado- del niño judío detenido por los nazis y la imagen televisiva en
movimiento -presente- del bonzo quemándose vivo en protesta por la guerra del
Vietnam).
De esta forma, de isla en isla y de prisión en prisión, Bergman se busca a sí mismo a través de sus obras, madurando con ellas y alcanzando la perfecta armonía entre sus medios de expresión y lo que quiere expresar: esto se revela en que lo uno y lo otro nacen unidos, se crean mutuamente y son (han llegado a ser) una y la misma cosa.
(1) Véase “Ingmar Bergman: presentación crítica”, por Juan M. Bullitta, en Hablemos de Cine nº 41, pág. 23.
(2) Véase “Amanecer y anochecer en la isla Negra”, por Federico de Cárdenas, en Hablemos de Cine, nº 41. Pág. 28.
Escrito a
mediados de 1969 para Hablemos de cine.
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