Pasa por ser Buñuel un cineasta trascendente, barroco, minoritario, complicado, simbolista, surrealista... y a la vez, paradójicamente, muchos de sus ditirámbicos "admiradores" dicen de él que es torpe, chapucero, desentendido de los actores, plásticamente pobre y chato, aunque le redima de tales lacras o carencias su espíritu provocador, rebelde, blasfemo y ateo. No todas las descripciones de la obra de Don Luis le (nos) abruman acumulando la totalidad de esos rasgos, pero basta con leer dos o tres, no digamos diez o doce, para que empiecen a apilarse varios de ellos con reiterativa y machacona insistencia. A menudo - unas veces como coletilla, otras como algo que se da por supuesto desde el principio - se agrega que era "un genio", por supuesto sin explicar por qué - es, ciertamente, una tarea nunca fácil -, ni cómo resulta compatible que un director casi unánimemente calificado de "genial" sea al mismo tiempo generalmente considerado descuidado, desinteresado por la forma, desordenado en la estructura, primario en la narración e ignorante o despreciativo de la técnica.
El caso es que, con tales antecedentes, y cuando el cine de Buñuel era desconocido en España por los nacidos después de la Guerra Civil hasta que - por fin - conseguíamos salir al extranjero, es decir, cuando yo, por ejemplo, sólo había visto (y sin saber que era suya, ni quién era él) una película de Buñuel, Robinson Crusoe (1952/4), que me encantaba (y que sigue entusiasmándome como pocas), he de reconocer que, a pesar de mi impaciencia por ver una obra tan reputada como la suya, temía en mi fuero interno que no fuera a gustarme nada, ya que buena parte de sus presuntas virtudes y de sus más cacareados y subrayados méritos no me parecían precisamente atractivos, sino más bien configuraban un cuadro bastante completo de los rasgos distintivos del tipo de cine que menos me interesaba
Algo - supongo que experiencias personales soporíferas – me había inculcado ya por entonces el pánico cerval al simbolismo en el cine, e incluso cierta desconfianza hacia el empleo sistemático de la metáfora, que tiende a provocarme irritación e impaciencia salvo en casos de infrecuente acierto. Para chafarrinones y chapucerías técnicas, pobretería visual y decorados cochambrosos, la verdad, pensaba ya había bastantes en el cine español de los 50 y los 60 (ahora hay menos fallos de producción, o menos patentes, o son mucho más lujosos). Y, como no había visto aún las excepciones - que son, desde luego, Un chien andalou (1928) y L'Âge d'Or (1930), y muy pocas más -, me mantenía francamente escéptico acerca de la posibilidad real de que el cine pudiese llegar a tener algo en común con el surrealismo, movimiento por el que siempre sentí grandes simpatías y cuyos principios parecían dar buenos y hasta admirables resultados poéticos, literarios y pictóricos, pero que se me antojan incompatibles con la preparación y deliberación que requiere la creación cinematográfica, de carácter colectivo, mucho más técnico y más costoso.
Preocupándome bien poco las guerras de religión, me dejaba más bien frío el tono irreverente unánimemente atribuido a Buñuel, para bien o para mal, lo mismo por sus turiferarios que por sus detractores y enemigos "ideológicos", que también abundaban por los alrededores (unos y otros hablaban "de oídas", según pude comprobar), y no consideraba la blasfemia ni ofensiva ni encomiable, sino un poco fácil, y dedicar una película (no digamos una vida) a un objetivo semejante se me antojaba más bien insensato y mezquino que una razón para elevar a nadie a los altares laicos; claro que Buñuel no se fijaba metas semejantes, por mucho que sus obras regocijasen o indignasen a los más preocupados por estos asuntos.
Afortunadamente, los primeros Buñuel que vi conscientemente no fueron sus primeras películas, las francesas, sino dos -bastante diferentes entre sí - de las mexicanas, Ensayo de un Crimen (1955) y Los Olvidados (1950). Y como mi desconfianza me impedía asistir a ellas con la actitud reverencial, casi devota, que sus apriorísticos adalides reclamaban ante el acontecimiento histórico, pude reírme libremente en la primera y quedarme serenamente horrorizado por lo que, sin subrayar ni cargar jamás las tintas, mostraba con sobriedad y honradez absoluta la segunda, sin ofrecer siquiera muchas esperanzas de que tal situación fuera a mejorar en el lejano porvenir que siempre prometen todas las religiones y todas las ideologías (y hay que lamentar que la realidad haya dado la razón al escepticismo de Buñuel, y celebrar que él se atreviese a insinuar siquiera su carácter irremediable).
Ese primer contacto me hizo reparar en dos rasgos de Luis Buñuel que no suelen mencionarse, pero que el posterior conocimiento de toda su filmografía no hizo sino confirmar como fundamentales: que era un gran humorista y que era un verdadero realista, que iba a la esencia de las cosas y mostraba implacablemente cómo son y cómo funcionan, sin limitarse a su mera descripción externa ni a utilizar la "realidad" como un telón de fondo que aportase verosimilitud al drama representado y narrado.
Observé también que todos los actores (quizá carentes de empaque, de atractivo o, al menos por esos pagos que eran los míos, de fama) estaban perfectos en su papel - lo que podía significar, en la irónica estrategia anticonvencional de Buñuel, "perfectamente desajustados", ciertamente así sucede a menudo cuando operaba en el marco de la comedía o el folletín - y que, sobre todo Ensayo de un Crimen, eran películas rodadas quizá con medios escasos - en especial si se compara con el cine de Hollywood -, pero precisamente por ello aprovechados al máximo, sin asomo de derroche, ni de abandono, dejadez o descuido.
Para colmo, al cabo de varias visiones, caí en la cuenta de que Ensayo era - sin que se notase a simple vista ni el hecho requiriese del espectador esfuerzo alguno: el trabajo ya lo había hecho Buñuel, tanto en la fase de escritura como, después, en el rodaje y en el montaje - una película de complejidad estructural asombrosa, llena de flashbacks dentro de flashbacks, y unos "reales" y otros "imaginarios", y que a pesar de ello resultaba de una claridad y fluidez asombrosas, sin tropiezos ni caídas de ritmo, porque cada plano estaba perfectamente pensado, medido en el tiempo y el espacio (en su duración y su encuadre) y enlazado con el siguiente, lo mismo que, con una imagen más ruda y dura -pese a estar la fotografía firmada por el famoso Gabriel Figueroa, el de los bellos contraluces que tanto han perjudicado posteriormente la fama merecida de Emilio Fernández-, ocurría en Los Olvidados, reflexiones que desbarataban por completo la peregrina y asombrosamente extendida idea - persistente todavía hoy - de que Buñuel era técnicamente incompetente, o que se despreocupaba por tales cuestiones, cuando para mí es palpable que técnicamente fue - desde que empezó a trabajar en México - uno de los más consumados y perfectos realizadores que ha dado el cine, y además un gran montador.
Esto supuso de inmediato mi total desprendimiento de la imagen "canónica" dominante del cine de Buñuel, y que me aprestase a ver todas las películas suyas que se ponían a mi alcance totalmente desprovisto de prejuicios y prevenciones. Ni su celebridad iba a acomplejarme ni pensaba mirar con recelo las películas de aspecto más miserable y rutinario, por mucho que las protagonizasen Jorge Negrete y El Trío Calaveras. Aún hoy, varias de las más veneradas y premiadas se cuentan entre las que, aun gustándome, y respetándolas y admirándolas, en el fondo menos satisfecho me dejan, o menor entusiasmo me producen, mientras que muchas de las que mantienen peor reputación y nulo prestigio nutren los puestos primeros de mi preferencia, y no sólo las "reconocidas" como Él (1953) y Ensayo, sino otras más ignoradas como El Gran Calavera (1949) o Robinson.
Las más modestas dan casi siempre mucho más de lo que prometen, y se revelan, a la postre, saludable y exaltantemente imprevisibles, mientras que alguna de las obras maestras "oficiales" no consiguen sorprenderme en exceso, o recurren ocasionalmente a relativas facilidades, e incluso bordean a veces - sin caer en él - el academicismo, y suelen ser, además, las únicas en las que echo de menos un poco de humor. Esto hace, por ejemplo, que la desde luego ejemplar y conmovedora Nazarín (1958), sin duda una de las grandes obras maestras de Buñuel, no se cuente entre las que primero se me venga a la memoria cuando se menciona su nombre.
Otro rasgo básico que pronto destacó para mí en el cine de Buñuel es su literalidad casi absoluta, bastante insólita en el cine en general, y en particular en el europeo, al que Buñuel pertenece incluso cuando hace películas mexicanas. Es una actitud de la que cabe encontrar residuos en los cineastas primitivos americanos menos ambiciosos (más Dwan y Walsh que Ford y Vidor), pero a la que son ajenos desde el periodo mudo los europeos (ni siquiera Feuillade). Por mencionar un solo ejemplo, bien asombroso y tan reciente como cabe: si el personaje de Conchita Pérez en Cet Obscur Objet du Désir está, sin explicación alguna, interpretado alternativamente por dos actrices nada parecidas entre sí (a nadie puede pasarle desapercibido que Carole Bouquet no es Ángela Molina) no se debe ni siquiera a una presunta intención, por parte de Buñuel, de insinuar que la desconcertante y exasperante Conchita parece, por su conducta, tener una suerte de doble personalidad, que vuelve loco de frustración y contrariedad a Mathieu (Fernando Rey), sino porque Conchita es, sencillamente, dos mujeres, y no sólo - subjetivamente - para su permanentemente excitado y contrariado aspirante. Nadie, salvo Buñuel, se hubiera atrevido a manifestarlo tan brutal y directamente, tan poco verbalmente, contratando a dos actrices y utilizándolas sin sistema o clave significante alguna, ni repartiendo entre ellas sus facetas contrapuestas, sino mezclándolas y produciendo así en el espectador el mismo desconcierto que enloquece y trae por la calle de la amargura a Mathieu. No es más que una muestra, pero yo creo que prueba que de Buñuel hay que hacer menos caso de las - escasas - declaraciones, y atender básicamente a las películas, y no tratar de interpretarlas o buscarles significados ocultos o símbolos, sino tomarlas, como él tomaba la realidad (y sus anexos físicamente no patentes, pero no menos operantes), al pie de la letra; en este caso, además, al pie de la imagen, que nunca en realidad representa, sino muestra, y que cobran su sentido más profundo no aisladas - por llamativas que puedan ser algunas de ellas, mundialmente célebres, como el ojo cortado por la navaja al inicio de Un chien andalou - sino en asociación con otras: nunca es realmente una "imagen", sino una serie de imágenes perfectamente encadenadas, una secuencia, lo que compone en el cine de Buñuel la unidad significante: antes del ojo va la nube que atraviesa la luna llena, y antes la mirada de Buñuel y la cuchilla que afila.
Hay cineastas de los que cabe aprender; de otros, no es posible (ni quizá conveniente), pero sirven (o pueden y hasta deben servir) como ejemplo y como estímulo (más que modelo, desafío o meta) a los que, tras ellos, se empeñan en impresionar celuloide con imágenes del mundo (o de sus respectivos mundos particulares).
Buñuel pertenece, pienso yo, a estos últimos, y en más de un sentido, aunque a menudo algunos directores, y no sólo ingenuos principiantes, ni exclusivamente los españoles, se empeñen en copiarle detalles superficiales, los más llamativos quizá, tan personales además que todo conato de imitación, aparte de condenado al ridículo de antemano, resulta lo que antaño se consideraba un plagio - y hoy se maquilla como "homenaje" -, inútil para colmo, pues esa imagen impresionante, cortada de sus motivos o de las raíces de las que brota y procede, se convertirá en un exabrupto sin sentido o un elemento decorativo, precisamente dos cosas que no es nunca en Buñuel, donde hasta lo más sorprendente y misterioso está preñado de sugerencias e insinuaciones veladas, y siempre añade solapadamente algo al sentido de la película, aunque casi nunca podamos precisar exactamente qué, sobre todo porque a menudo, más que "decir", contradice, pone en duda, matiza, califica, relativiza, ironiza lo que aparente o más explícitamente significa.
Buñuel sigue vivo, y es de suponer que así será permanentemente, porque, a diferencia de la mayoría de los autores cinematográficos, es ejemplar no en un solo aspecto, sino en varios, de tal forma que su ejemplaridad sobrevivirá a las cambiantes modas y a los caprichos de la crítica.
Empezando por lo más banal en apariencia, Buñuel es un ejemplo vivo del hecho alentador y demostrable de que con muy poco dinero es posible hacer gran cine. A condición, claro está, de tener mucho talento y no menos imaginación, cierta austeridad personal y pocas aspiraciones a hacer fortuna y vivir como un magnate, una idea clara de lo que se quiere hacer y una dosis de buen oficio. La mayor parte de su obra está condicionada (pero no abortada ni frustrada, ni siquiera limitada o afeada) por unos medios que otros hubieran considerado excusa suficiente para ni siquiera intentar esforzarse. En este aspecto, la actitud de Buñuel es modélica para jóvenes directores, en principio no sobrados de presupuesto, y para todas las cinematografías pobres o incipientes, carentes de estructura industrial, que son, en el fondo, la gran mayoría.
Extremadamente unida a la de apañarse para alcanzar sus objetivos a pesar de la falta de dinero, aparece después la ejemplaridad de su actitud frente a limitaciones de otro tipo, las que pueden suponer los géneros y las convenciones dramáticas o éticas impuestas por la producción o incluso por la sociedad en la que se trabaja y a la que primariamente tiene que dirigirse. Son presiones tácitas a menudo, reglas no escritas, fronteras invisibles, censuras no institucionalizadas, que pueden aceptarse, despreciarse o aprovecharse, y Buñuel demostró que es más productiva la tercera opción, a condición de fingir que se opta por la primera y de asegurarse de que el sentido de la película no resida exclusiva ni primariamente en la expresión verbal. Obras como Susana (1950) prueban que es posible – aunque no fácil, desde luego - poner en tela de juicio, respetándolas formal y externamente, en teoría, esas convenciones, sembrando dudas acerca de sus fundamentos éticos, e incluso subvirtiendo su significado y la reacción que provocan en el espectador. De este proceder hay ejemplos numerosos en toda la etapa mexicana, sobre todo antes de 1956.
Una tercera faceta ejemplar de Buñuel es su permanente afán de búsqueda. No por prurito de innovación ni por ínfulas de originalidad, pues Buñuel fue siempre singularmente modesto en sus pretensiones - que casi nunca proclamaba, por otra parte -, aunque exigente siempre consigo mismo y de una integridad tan grande como su callado orgullo profesional y su sed de independencia y libertad, que sólo por habilidad táctica callaba o disimulaba.
Sin duda, le aburría reiterar lo ya hecho, filmar las cosas como los demás (o como él mismo antes), contar del mismo modo historias que - detalle más o menos - ya habían sido narradas. Y una consecuencia de todo ello reunido es que, cuanto más sabio y clásico se hizo su estilo, cuanto mayor era la facilidad aparente con que enfocaba, concebía y realizaba cualquier escena, más lejos llegó y, a la chita callando, fue ensanchando y haciendo progresar, como quien no quiere la cosa, casi sin proponérselo, el lenguaje del cine, de modo que, si empezó siendo "vanguardista", acabó por estar, sin que apenas nadie lo sospechase, ni siquiera (o sobre todo) los productores, a la vanguardia del cine. Y no me refiero sólo, como puede parecer, a obras tan patentemente singulares e "irregulares" como Un chien andalou, L'Âge d'Or, Las Hurdes (Tierra sin pan/Terre sans pain) (1932), El Ángel Exterminador (1962), Belle de jour (1967), La Voie Lactée (1968), Le Charme Discret de la Bourgeoisie (1971), Le Fantôme de La Liberté (1974) o Cet Obscur Objet du Désir (1977), sino que incluyo también las menos llamativas - y a veces menospreciadas, por el propio Buñuel en muchas ocasiones - El Gran Calavera, Los Olvidados, Susana, Una Mujer sin Amor (Cuando los hijos nos juzgan) (1951), Subida al Cielo (1951/2), El Bruto (1952), Robinson Crusoe, Él, Abismos de Pasión (1953/4), La Ilusión Viaja en Tranvía (1953), El Río y la Muerte (1954), Ensayo de un Crimen, La Mort en ce jardin (1956), Nazarín, The Young One/La Joven (1960), Viridiana (1961), Le Journal d'une Femme de Chambre (1964), Simón del Desierto (1965) o Tristana (1970), aunque fue sobre todo en los últimos años de su vida, precisamente en la época en que pretendía a cada película que era la última, cuando contó con la libertad suficiente para convertirse en el que más a fondo ha explorado las posibilidades del cine como arte de la representación narrativa (pero no sólo narrativa, sino también poética), junto con Jean-Luc Godard o Robert Bresson, y encima con mucho más público que ellos juntos (y cuantos en algún sentido han seguido caminos paralelos).
Fue
publicado seguramente en el nº 12 de La gran ilusión (hacia diciembre del
2000)
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