An Affair to Remember (Tú y yo) puede parecer, a primera vista - y sobre todo durante su media hora inicial -, una "comedia" más, un poco anticuada ya para el Hollywood de 1957, sin duda por seguir muy de cerca la primera versión de la misma historia, Love Affair, rodada por el propio Leo McCarey en 1939. Un poco contradictoriamente, algunos le han reprochado un exceso de sentimentalismo, la "traición" de que a mitad de camino se convierta en un melodrama.
Ambas visiones son parciales y esquemáticas, y debieran recordar que no conviene contemplar las películas tan distraída o apresuradamente, casi de reojo, quizá con un excesivo afán de etiquetarlas y encasillarlas, como si fuese tan urgente juzgar y clasificar que ni siquiera se espera a que concluyan.
Leo McCarey no era un ingenuo ni un simple. Su filmografía plantea interrogantes a cualquiera que medite acerca de lo que ve y que compare y relacione sus obras, entre sí y con otras. Pero cuando, hacia el final de su carrera - sólo rodaría dos películas más - rehace su Love Affair, no podía ser ya ni espontáneo ni inocente, sino, por el contrario, forzosamente consciente de las consecuencias de cada decisión que tomaba. Cada vez que elegía un emplazamiento de cámara y delimitaba el encuadre correspondiente (ahora en Cinemascope y en color DeLuxe), al repetir o modificar un diálogo del guión originario, o la disposición espacial del decorado, como ya antes, al optar por intérpretes emparentables con los de la primera versión pero de muy diferente ritmo y tono vital (Cary Grant y Deborah Kerr tras Charles Boyer e Irene Dunne), McCarey buscaba, sin duda, algo muy determinado; no meramente contar de nuevo una historia que encontraba hermosa, ni repetir la fórmula de un éxito pasado, ni siquiera recuperar la inspiración perdida o cansada mediante el recurso a las ideas juveniles. Porque no es An Affair to Remember la obra de un joven, ni la de un anciano que pretende rejuvenecerse o reverdecer laureles, sino el testimonio implícito del cambio de perspectiva que se produce con la madurez, cuando se cobra conciencia del paso del tiempo y de sus estragos, y se comprende también que sólo la capacidad para aguantar su peso y su erosión demuestra el valor de los sentimientos. Se diría que McCarey piensa que sólo es lo que dura, lo que aguanta; de lo contrario, cuando lo rememoremos habrá dejado de existir, será sólo recuerdo, y no memoria viva y operante en el presente.
De ahí la gravedad, el discreto y sutil dramatismo que introduce repentinamente en esta ágil comedia, hasta esa secuencia ejemplarmente ligera y embriagadora, de espíritu vacacional y aroma achampanado, la visita en Villefranche-sur-Mer (ya no en Madeira) a Janou (Cathleen Nesbitt), la abuela de Nickie Ferrante (Cary Grant). Interrumpe su "flirt" una inesperada visión del futuro, a través de una anciana serenamente encaminada a la muerte, que vive sus últimos años alimentada de recuerdos, literalmente anclada en el pasado, y que sobrevive gracias a conservar viva la memoria de su esposo. Lo que era un acicate, una tentación a la que la más elemental prudencia, el realismo y la conveniencia aconsejaban no ceder, se torna para Nickie y Terry McKay (Deborah Kerr) algo mucho más grave. La abuela ha visto, ha detectado (o reconocido) en su relación lo que ellos no se arriesgaban a admitir, a confesarse, no ya el uno al otro, sino ni siquiera a ellos mismos. Y, al ver que ella sabe su secreto, que desde fuera ha calado en sus sentimientos, no pueden ya seguir disimulando, fingiendo que es un juego inocente y sin trascendencia.
Lo cual plantea problemas. La seguridad y la tranquilidad se desvanecen, y aparece el peligro; ni siquiera pueden estar seguros de sí mismos, de su fuerza de voluntad, de su capacidad para renunciar a la comodidad y el lujo, para trabajar y ganarse la vida, para hacer lo que exigirían las vocaciones respectivas a las que han renunciado. En otras circunstancias, es lo mismo que descubren con alarma Sean Thornton (John Wayne) y Mary Kate Danaher (Maureen O'Hara) en The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1952) de John Ford, o C.C. Baxter (Jack Lemmon) y Fran Kubelik (Shirley MacLaine) o Wendell Armbruster, Jr. (Lemmon de nuevo) y Pamela Piggott (Juliet Mills) en sendas películas de Billy Wilder, The Apartment (El apartamento, 1960) y Avanti! (¿Qué pasó entre mi padre y tu madre?, 1972). El cosquilleo del cortejo y el mutuo descubrimiento, el encuentro casual con lo desconocido o la súbita intimidad con un conocido, se convierten en una apuesta vital a todo o nada, que obliga a un esfuerzo de adaptación, de renuncia a hábitos, comodidades, inflexibilidades y orgullos.
Terry y Nickie se dan un plazo, se ponen condiciones, y se separan hasta dentro de seis meses, en lo alto del Empire State. Hubiera sido demasiado fácil que semejante prolongación del juego, en el fondo una tregua y un aplazamiento, hubiese salido bien. Nunca es tan simple, y en su caso no era verosímil que alcanzaran la meta sin alguna prueba adicional, imprevista y no pactada. Hacía falta más tiempo que el que su deseo y su impaciencia habían fijado de espera. Era preciso el sufrimiento, un malentendido, un accidente, para tener que salvar, además, los obstáculos de la decepción, del orgullo herido, de la ausencia de explicaciones, del engaño aparente o el aparente olvido, del fracaso y la enfermedad.
McCarey parece pensar que no basta para unirse permanentemente con pasarlo muy bien juntos. Esa condición necesaria pero insuficiente, lo sabe muy bien, está al alcance de cualquiera. Ni siquiera es garantía suficiente echarse de menos durante la separación y la ausencia. Cree, sin duda, que las palabras del matrimonio son solemnes con causa, y que no en vano cubren todas las posibilidades, y muy expresamente las malas: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Y que seis meses son demasiado pocos días para atreverse con tan escaso fundamento a aspirar a esa porción de eternidad que está a nuestro alcance, al limitado "para siempre" que significa prometerse respeto y ayuda mutua "hasta que la muerte nos separe".
¿No es, en el fondo, más creíble el conmovedor y melancólico "final feliz" arduamente conquistado de An Affair to Remember que el que se hubiese impuesto de llegar Terry puntualmente a la cita, o con un venial y banal retraso, perfectamente subsanable? ¿No han madurado en ese trecho los dos personajes? ¿No hace más plausible que consigan envejecer juntos ese encono de Nickie, que se ha hecho un pintor, y no un "gigoló", y ese afán de Terry de no ser compadecida ni "mantenida" nunca más por nadie, de valerse por sí misma incluso si se ha quedado inválida? Era preciso que no sólo se atrajesen, se gustasen y se divirtiesen juntos, sino que llegasen a respetarse, a conocer y perdonarse sus pasados respectivos, a ayudarse recíprocamente, a permanecer juntos en la adversidad, a aguantarse cuando todo lo demás va mal. No es que fuesen, cuando sus destinos se cruzan en un transatlántico, demasiado jóvenes, pero eran, sin duda, insuficientemente maduros y responsables.
El equilibrio y la elegancia supremos de esta película demuestran hasta dónde es capaz de adentrarse el cine, y no empleando su máxima potencia, sino limitándose a los elementos mínimos, los más simples y vulgares, los que están al alcance de cualquiera. Es una película alegre y divertida, pero también angustiosa y emocionante, que hace formarse nudos en la garganta de cualquiera, y que trasmite al final una esperanza de felicidad francamente contagiosa. Y eso lo consigue sin hacer trampas, sin efectismos, sin manipular al espectador, encontrando y manteniendo la distancia precisa en cada momento. Con los recursos imprescindibles, sin ninguna pretenciosidad, con una destreza casi imperceptible, sin alardes plásticos ni dramáticos, McCarey se sirve de los actores, el espacio, el tiempo y el color con la modesta maestría que ha conquistado, en su madurez, quien es, de incógnito, uno de los grandes cineastas de la historia del cine. Era un secreto que solo sus pares - Ford, Renoir, Hawks o Hitchcock - conocían. Pero que está ahí, al alcance de quien se moleste en mirar, en una obra que consigue la máxima aspiración secreta del arte: ser memorable, que es su manera de perdurar.
Texto
preparatorio para la presentación de la película en el ciclo Gegants del
cinema, organizado por el Ayuntamiento de Barcelona (12 de julio del 2000)
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