Advierto de entrada que no me cuento entre los que presumen de no ver nunca la televisión aunque le dediquen de dos a cuatro horas diarias. Me gustaría tener ese tiempo libre, y una parte de él se lo dedicaría con gusto a la televisión... si ella me dejara. Pero como tiene una creciente habilidad para provocarme berrinches y descargas de adrenalina y, al mismo tiempo, un casi instantáneo sopor, mi paciencia (que creo considerable) no da para tanto, y mi salud - si la quiero conservar sin que empeore - me aconseja que no persevere en el intento con excesivo ahínco, ya que hasta lo que no empieza del todo mal, al cabo de tres o cuatro semanas o un par de capítulos ha emprendido la cuesta hacia el abismo.
Y es una lástima, lo digo completamente en serio, porque, como supongo
nadie negará, la televisión es uno de los grandes inventos del siglo XX, uno de
los más geniales, aunque quizá sea también, de todos ellos, el que más infiel a
sí mismo se ha revelado al cabo de muy poco tiempo y, en mayor o menor medida,
en cualquier parte. Cuando sólo había visto televisión española (que era
entonces una y grande, aunque no libre), pensaba que la BBC sería otra cosa, y
creía recordar con agrado la estadounidense del año 1956 (al menos, para un
niño de ocho años). Luego he comprobado que las que conservan cierto prestigio
viven del cuento, se durmieron en sus laureles y no son ni la sombra de lo que
algún tiempo fueron. Las hay incluso peores (con las consabidas excepciones
aisladas a altas horas, la italiana parece aún el anuncio ominoso de lo que nos
espera si no se endereza el rumbo).
Me irrita, hasta cuando algún programa no es, en sí mismo, totalmente
indignante, sino meramente soso, incluso ocasionalmente aceptable - y eso,
seamos sinceros, no ocurre a diario, y ninguno de los siete de la semana sucede
dos veces - que la televisión desaproveche de modo tan escandaloso sus
increíbles (y casi inéditas, diría que insospechadas por buena parte del
público) posibilidades, que abuse tan mezquina, pornográfica, demagógica o
goebbelsianamente de su capacidad de penetración, que dilapide sus ventajas con
respecto al cine y que, la mayoría de las veces, se conforme con ser mala radio
con imágenes de archivo (si se trata de un noticiario) o antediluvianas (o,
mejor dicho, para ser más exactos, preconstitucionales y, para rematar la
faena, de una casposidad repelente).
Me da lo mismo de qué cadena se trate, que sea pública o privada, a qué
Comunidad Autónoma sirva o en cual tenga su centro de producción, y hasta, si
me apuran, de qué país, porque las diferencias se van reduciendo a ritmo
acelerado. Asomarse y hacer un poco de zapping al llegar a la habitación de un
hotel extranjero - casi siempre con de 30 a 60 canales que dan la vuelta al
mundo y sus satélites artificiales - no es menos sobresaltante que hacerlo
aquí, en el salón o el comedor de casa: piensa uno a los cinco minutos que
Franco sigue vivo, a lo sumo que va a salir el compungido Carlos Arias Navarro
a hablarnos de la lucecita del Pardo. Pongan si quieren Jruschev o Stalin,
Perón o Batista, Nasser o Mao... alguien muy antiguo. El público no se rebela
porque quedan muchos nostálgicos y porque los más jóvenes no saben de qué estoy
hablando, seguramente ignoran que hubo una Guerra de Corea y otra de Suez, como
mucho han oído hablar de la del Vietnam y de la de los Siete Días, y por ello
no se percatan de hasta qué punto les están dando gato por liebre.
No entiendo que se convoque a cinco respetables personas - ¿por qué no
siete, como los de Grecia, puestos a eso? – la mayoría de los cuales, por lo
declarado, nada saben de televisión e incluso no suelen verla, ni que se dejen
motejar ''comité de sabios'', para que, como el oráculo de Delfos, nos digan
(un tanto vaporosamente) cómo arreglar la televisión gubernamental y sus
maltrechas finanzas. Como si sólo fuese la pública (la que menos necesitada
parece, con todo y parecer incurable) la que necesitase terapias de choque. La
verdad, no hacían falta tales alforjas, no tanto tiempo ni tantas medallas. Con
que la televisión fuese de verdad televisión, y no una mala imitación del peor
cine español de cualquier tiempo, el peor teatro y la peor radio... ya se
ganaría algo (aunque no, quizá, dinero suficiente; desde luego, no de la noche
a la mañana).
Mientras que los espectáculos públicos se ven confinados, por la
tradición, los horarios occidentales, la jornada laboral y las necesidades
fisiológicas a la franja comprendida entre 90 y 120 minutos, sólo muy
excepcionalmente ampliable hasta el tope máximo de 3 horas, la televisión puede
permitirse programar productos o espacios de todas las duraciones imaginables,
desde cortometrajes o hasta videoclips o dibujos animados de segundos de
duración hasta series de incontables horas, fragmentadas en episodios de 20,
30, 45, 55, 70, 90 minutos y hasta de tres horas, que además pueden prorrogarse
durante varias temporadas. Mientras que una película tarda desde que se rueda
por lo menos unos meses en llegar a su público, la televisión puede trasmitir
simultáneamente o - con una postproducción muy breve y sin la demora a veces
prolongada de buscar un hueco en las muy copadas salas de exhibición - ser
todavía de plena actualidad cuando la contemplan por vez primera los
espectadores (por eso me asombra que parezca haberse convertido en una máquina
del tiempo de pacotilla). La verdadera televisión podría mostrar a la gente la
realidad que les rodea, o que tienen a unos pocos metros o miles de kilómetros,
que no ven o (a veces) prefieren ignorar, aunque más nos valdría a todos ser
conscientes de su existencia, conocer a nuestros vecinos, empezar a
comprenderlos un poco mejor. En televisión caben las novelas-río más
fantásticas, folletinescas, románticas y repletas de incidentes, pero cabe
también prescindir de la ficción y del andamiaje forzado de la narrativa
convencional, con lo que podría ser el terreno más apropiado para la
experimentación y el aprendizaje, idóneo campo de ensayos y debates, espacio
abierto a todo tipo de documentales (no sólo de fauna y flora, ni de difusión
turística) , y algo tan vivo, a la hora de trasmitir noticias, como suele serlo
la radio cuando de verdad pasa algo que es urgente saber. Naturalmente, eso
exige que sus responsables - gubernamentales o empresariales - no vivan
obsesionados hasta la obcecación ni por el control utilitario del medio ni por
la ganancia rápida a través de publicidad, es decir, del número de impactos, es
decir, de contar con un público masivo, pasivo, conformista y amaestrado que
trague lo que le echen. Que estén dispuestos a correr riesgos y a no manipular
ni censurar los contenidos, porque la televisión, si quiere ser ágil y estar a
la vanguardia de la creación y de la información y la comunicación, tiene que
ser ágil y estar dispuesta a experimentar, y no puede ser veloz como el rayo ni
abierta a las nuevas experiencias sin contar con la mayor libertad, limitada
tan sólo por el respeto a los derechos ajenos y a las leyes. Eso exige que se
hagan cumplir, con vigilancia no inquisitorial y una autoridad visual
competente, independiente y con capacidad para imponer sanciones económicas
graves e incluso para suspender o cancelar las licencias. No puede ser que ni
siquiera la televisión del Estado vulnere reiterada e impunemente las
directivas europeas tramposa y dilatoriamente traspuestas a nuestra
legislación.
De existir esa oferta que sería la lógica y natural de una auténtica
televisión viva, no sumergida en la rutina, los conformistas la aceptarían -
está demostrado que hay quien se traga todo -, y acabarían viendo películas
japonesas con subtítulos hasta en horario de sobremesa, y los remisos acabarían
teniendo la sensación de que, de seguir sin mirar la televisión, podrían
perderse algo que valiera la pena. Pronto les llegaría noticia, alguien les
pondría los dientes largos. Y si la televisión exigiera algún esfuerzo de los
espectadores, estos, en lugar de amodorrarse y degradarse, se pondrían al
nivel, aprenderían y se despejarían, pensarían por su cuenta, dudarían de lo
inverosímil, discutirían sobre las tesis defendidas por cada cadena, se harían
preguntas, se interesarían por más cosas, mirarían de otro modo lo que les
rodea. Y esos programas interesantes y sorprendentes desplazarían, no les quepa
duda, a los espacios basura, cortados por el mismo patrón, que compiten en la
bajeza y el cotilleo. Se verían barridos, como merecen, no por una intervención
más o menos parecida a la censura indirecta, o la autocensura gremial, casi
peor y más irresponsable, sino por la competencia de lo bueno. La gente no es
tonta, y no tiene mal gusto por naturaleza; sólo si se lo cultivan y les vedan
otras opciones. ¿No hemos repetido todos tantas veces que el pueblo español
demuestra su madurez sensatez cada vez que una tragedia le da ocasión? Pues
dejen que lo pruebe, sin alardes, a diario, y sin necesidad de catástrofes.
Desaparecerían al cabo de un cierto tiempo, incluso, las situaciones
convenidas y melifluas, los diálogos ridículos y chabacanos y previsibles, las
series hoy de éxito que se limitan a reciclar tópicos sobados y manidos, con la
vieja fórmula magistral de dar ''una de cal y una de arena"... Aunque
parezca mentira, tal televisión, o algo no tan distante como lo que tenemos
hoy, ha existido en tiempos no tan lejanos y hasta mucho menos propicios. No
invocaré a Pilar Miró, me iré a la negra dictadura: en los 70 se hacían series,
de ficción, documentales o híbridas, dirigidas a veces por alguno de los
actuales directores de cine, que hoy nadie se atrevería a plantear ni proponer,
con la certidumbre absoluta de que serían rechazadas, quizá amenazando al iluso
trasnochado con mandarlo a un manicomio. Todavía sobrevive gente que trabajó en
TVE en esos tiempos, y podrá atestiguar que no deliro. Parece mentira, y es una
vergüenza, pero es así, y hay que reconocerlo antes de que se le pueda empezar
a poner remedio: las televisiones actuales son infinitamente peores que la
única de antaño, y no ya durante la transición a la democracia, sino incluso
durante algunas temporadas de la dictadura.
Escrito para la revista “Academiatv” a comienzos
de 2005
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