Algunos críticos estiman que la gran época de John Ford fue
el periodo 1930-1940, en que hizo las que consideran sus obras maestras (La
diligencia, 1939, y El delator, 1935), y que decayó a partir de
1950. Para los críticos más jóvenes las mejores obras de Ford son precisamente
las de este último periodo, así que, por reacción, arremeten contra los films
“clásicos”, y le echan la culpa a Dudley Nichols. En mi opinión, esto es un
error, pues Nichols, como todos los guionistas prestigiosos, tiene una serie de
virtudes nada despreciables, aunque lleven en sí mismas graves defectos (por
ejemplo: sus guiones están muy bien y lógicamente construidos, tanto que resultan
mecánicos y deterministas; son inteligentes, pero se “pasan de listos”).
Además, resulta que los pocos films del Ford de esta época que conozco son muy
buenos, aunque no, por supuesto, de los mejores, que son los que van de Pasión
de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) a, supongo – pues no ha
sido considerada “tolerada para españoles” –, Seven Women (1966), a
través de una impresionante serie de obras maestras entre las que destacan Escrito
bajo el sol (The Wings of Eagles, 1957), El hombre tranquilo
(1952), Wagon Master (1950) y, sobre todo, Centauros del desierto
(The Searchers, 1956); sin olvidar, como suele hacerse, El soñador
rebelde (Young Cassidy, 1965), que aunque acabada y firmada por Jack
Cardiff es plenamente “un film de John Ford” y una obra maestra.
Tanto El delator como La diligencia adolecen de
una serie de defectos que sorprenderán al admirador de Dos cabalgan juntos
(1961) o La taberna del irlandés (Donovan’s Reef, 1963):
composiciones demasiado estáticas, encuadres forzados, iluminación y fotografía
expresionistas, excesos de los actores, cierto paroxismo místico (el final de El
delator), demasiada explicitud, simbolismos, influencias desplazadas de
Murnau (El último) y Lang (M. El vampiro de Dusserdolf),
pretensiones… en resumen, falta de sencillez. Todos estos defectos laten aún,
pero ya integrados, justificados, moderados hasta convertirse en virtudes en
los grandes films que son Hombres intrépidos (The Long Voyage Home,
1940) y ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941),
que acaba de reponerse en Barcelona, y que es fundamental en la temática de
Ford.
Como es lógico en una obra que casi abarca la historia del
cine a través de más de 130 películas, los temas fordianos son muchos y muy
variados, pero pueden privilegiarse unos cuantos. Uno sería el del itinerario
(sublimemente ilustrado, sobre todo, por ese Long Voyage Home o “largo
viaje al hogar” que es Cheyenne Autumn, mal llamado El gran combate).
Otro, el de la tragedia de los solitarios, de los hombres sin hogar, que
nunca consiguen lo que realmente querían, y que no logran integrarse a una
familia, a una civilización, a un lugar. Casi todos los héroes de Ford son –
pese a las apariencias – esencial e
irremisiblemente solitarios: piénsese en los personajes de John Wayne en Escrito,
Centauros o Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959),
en los tres protagonistas de El hombre que mató a Liberty Valance (1962)
o en Rod Taylor en Young Cassidy, para no citar a los más claros y
trágicos representantes. Un tercer tema, estrechamente ligado a los anteriores,
es el de la desintegración de la familia, cuyo máximo exponente es ¡Qué
verde era mi valle!, pero que late, complementario de otros, en Centauros,
Dos cabalgan juntos, Pasión de los fuertes, Rio Grande, Escrito
bajo el sol o Young Cassidy, unas veces a causa de la guerra, de los
raptos indios, del hambre otras, o de las inestables relaciones entre los
personajes o con la sociedad.
¡Qué verde era mi valle! es la evocación, en flashback y con nostálgica
voz en off, de la vida y muerte de una familia de mineros galeses, a
fines del siglo pasado. Se presenta como un “melodrama social”, pero, como Senso,
es algo más, aunque tenga del melodrama el tono, la estructura y hasta la
música. No hay que olvidar que Ford es, con Sirk, McCarey y Minnelli, y de modo
muy diferente, el maestro del “melodrama”: bastaría con Escrito bajo el sol,
pero también tenemos un olvidado Cuna de héroes (1955) cuya reposición
sería, seguramente, una sorpresa, y ahora ¡Qué verde era mi valle! que
enlaza, a través del lirismo, las canciones y la melancolía, con el gran ciclo
“irlandés” que va de El hombre tranquilo a El soñador rebelde.
La familia Morgan, compuesta por los padres (Donald Crisp y
Sarah Allgood), una hija, Angharad (Maureen O’Hara) y seis hijos, nos es
presentada por el menor de ellos, Huw (Roddy McDowall), el narrador, que
abandona su verde valle, ahora ennegrecido por el carbón, tras cincuenta años
de vida. Destáquese, pues es muy normal en Ford y otros directores
“tradicionales” (Daves en Fiebre en la sangre, McLaglen en El valle
de la violencia) o que describen familias patriarcales (como Kazan en América,
América), que la verdadera presentación de la familia se hace en la mesa,
durante la comida, y que es en una comida donde se disuelve por primera vez la
familia, en una admirable escena en que se levantan y se van de la casa cuatro
de los hermanos mayores (el otro se ha casado y vive al lado), a causa de la
oposición del padre (que confía ingenua y resignadamente en la buena voluntad del
dueño de la mina) a que sus hijos intervengan en la formación de un sindicato y
declaren la huelga como respuesta a una baja de salarios causada por un exceso
de mano de obra barata, pues el cierre de una fábrica vecina ha dejado a muchos
sin trabajo. Es éste el primer golpe que recibe la familia, que será
desmembrada por el automatismo implacable del capitalismo decimonónico. El
pastor Gruffydd (Walter Pidgeon) logrará, tras convencer al padre de que el
sindicato no es (como pretenden los más viejos) “obra del diablo”, volver a
unir a la familia y acabar la huelga. Pero he aquí que el nuevo aumento de
salarios es contrarrestado por una disminución del número de mineros mejor
pagados (trabajo a destajo), y así dos de los Morgan son despedidos y se ven obligados
a dejar a su familia y emigrar a Estados Unidos. Poco después, la falta de
decisión del pastor hace que Angharad (que le quiere más que él a ella) se case
con el hijo del patrón y se vaya a África del Sur.
Los mineros jóvenes, mejor pagados, van emigrando, y tienen
que trabajar los viejos y los niños. El trabajo de los niños, como antes la
brutalidad del maestro de Huw, el personaje y la interpretación de Roddy
McDowall y otras muchas cosas nos hacen pensar, irresistiblemente, en Dickens,
cuyo parentesco con Ford ya observó Eisenstein, quien, como casi todos los
rusos (de Pudovkin a Donskoi pasando por Dovjenko) y Elia Kazan, era un gran
admirador de Ford. El único de los Morgan que no tiene que emigrar, como lo
harán los otros dos, es el casado, que, como más tarde el padre, muere en un
accidente en la mina.
De este modo, si analizamos sin prejuicios este film, veremos
que Ford, sin proponérselo, sino a base de verdadero realismo, ha trazado un
cuadro casi exhaustivo de la situación económica y social de un valle minero
galés bajo el sistema capitalista del s. XIX, y eso sin discursos, sino a
través de las hermosas imágenes de este emocionante film, que era la película
occidental favorita de Mizoguchi.
Publicado en El Noticiero Universal (agosto de 1968)
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