De todas mis películas favoritas, creo que es Ordet (1954), de Carl Th. Dreyer, la que menos entiendo. No es que no sea capaz de seguir perfectamente su reposada acción, ni que sus personajes me resulten lejanos; lo son, pero los comprendo perfectamente. Es una película transparente en grado máximo; no tiene un plano turbio. Es más, haciendo justicia a su título —que se debe traducir, más fiel, más religiosamente también, por El verbo, no por La palabra-—, es una película suficientemente explícita, y cuanto en ella se dice está hecho visible, encarnado, con la fuerza precisamente de lo evidente.
Por eso, aunque no la entienda —como entiendo, digamos, El río, de Renoir, o Germania, anno zero, de Rossellini—, puedo seguirla perfectamente: veo todo lo que ocurre, aunque racionalmente lo dé por imposible. Y no es, precisamente, una película que use trucajes a lo Georges Méliès ni los efectos especiales que hoy invaden todo para crear en la pantalla una realidad simulada o puramente ficticia, sino que todo está filmado, con la simplicidad de un documental, como si cuanto vemos estuviese sucediendo realmente ante una cámara que, sin apenas moverse, sin distorsionar o deformar nada, sin intervenir en la acción ni imponernos un punto de vista subjetivo, se limitase a registrar, con una neutralidad plenamente realista, tan realista como en las breves piezas del gran Louis Lumière, esos planos tan bien compuestos, tan certeramente encuadrados.
Lo que de verdad me intriga, desde que la vi por vez primera, cada vez que he vuelto a contemplarla, es por qué, a pesar de todo, me la creo, y además, para mayor asombro, me conmueve. No son la mayoría de sus personajes de la misma materia o modo de ser o de entender las cosas de mis amigos. De hecho, uno de ellos es tratado —con miramientos y consideración, pero con alarma y cierto azoramiento— como un alienado, gravemente perturbado (aunque no por ello menos querido por sus familiares), varios me parecen excesivamente rígidos e intransigentes como para caerme simpáticos o aprobar su conducta. La mujer que, como siempre en Dreyer, acaba por constituirse en centro de la acción, Inger (la maravillosa Birgitte Federspiel), es encantadora y en algún sentido admirable, pero demasiado modosa, casera y sumisa para resultarme realmente atractiva (no tiene la gracia de la doctora Cartwright encarnada por Anne Bancroft en Siete mujeres, de John Ford, ni el sentido del humor de la Slim que creó Lauren Bacall en Tener y no tener, de Hawks, ni siquiera la intransigencia impávida de Gertrud).
Estoy convencido de que Dreyer ha seguido fielmente la obra teatral de Kaj Munk —aunque no se me ha ocurrido tratar de leerla—, pero sospecho que, narrando la misma historia, no me interesaría gran cosa, del mismo modo que, si alguien me hubiera contado la película de Dreyer, no hubiera sido capaz de imaginar que pudiese gustarme tanto y que esté dispuesto a verla cuantas veces se ponga a mi alcance en V. O. subtitulada en un idioma que entienda. Conste que no estoy diciendo que el argumento de Ordet carezca de importancia; es seguro que a Dreyer le importaba mucho, y eso lo comprendo cuando veo su película. Insinúo, simplemente, que si él creyó que valía la pena convertir ese drama escénico en cine, y ello, además, a pesar de que ya lo hubiese hecho sólo once años antes Gustaf Molander, es porque, a su entender, tanto a la pieza como a su primera versión les faltaba precisamente lo que hace de la de Dreyer una de las más impresionantes y emocionantes obras maestras que ha dado el cine.
Lo que, presumo, Dreyer ha conseguido añadirle a Munk es algo, por supuesto, específicamente cinematográfico, aunque en un grado que no está al alcance de cualquiera ni el cine confiere automáticamente. Y adviértase que no se trata de la presencia, que en la escena teatral es muy superior, ni tampoco de la sensación de que las cosas que vemos están sucediendo en ese momento, porque eso es lo que realmente ocurre en el teatro, cada vez que se representa una obra, mientras que en el cine, por mucho que repitamos que es el arte del presente, y que para nosotros, los espectadores, lo sea cada vez que asistimos a la proyección de la película (sobre todo a partir de la segunda vez, porque la primera, como no sabemos qué va a suceder o, por lo menos, cómo va a desarrollarse lo que quizá presentimos, hay algo de futuro intuido), se trata en realidad de un presente ya sucedido (incluso hace muchos años, si la película es antigua: estarán muertos todos los actores, y podemos ser conscientes de ello) y registrado en el celuloide para siempre: para colmo, casi siempre aunque no en Ordet, filmada en largos planos-secuencia que recogen en continuidad, sin cortes, grandes bloques de espacio y tiempo, se trata de un presente ilusorio, compuesto por fragmentos rodados en momentos y hasta lugares diferentes, y reconstruidos en el montaje para dar esa impresión de continuidad y fluidez que es consustancial al cine tradicional.
Tampoco reside esta superioridad en los actores: aunque los de Dreyer están inmejorablemente seleccionados y guiados, y su difícil labor no presenta el menor resquicio, la menor vacilación en la que pueda echar raíces nuestra incredulidad o escepticismo, no cabe descartar que unos actores —o estos mismos, ya que dudo que nadie pudiera vivir sólo del cine en la Dinamarca de los años cincuenta— pudieran hacerlo igual de bien en el escenario. De hecho, los hay que han acusado al último Dreyer de teatralidad, sobre todo a propósito de Gertrud y, en menor medida, de Ordet (puesto que sería ridículo pretender tal cosa de Dies Irae, Vampyr o La pasión de Juana de Arco), basándose sin duda en su origen literario, en el reducido número de personajes y escenarios (casi siempre interiores), en la abundancia e importancia de los diálogos, en el relativo estatismo de la cámara, en la tendencia al plano general y la escasez de encuadres muy cercanos, en la parsimonia de los movimientos y el nulo naturalismo de gestos y ademanes, etcétera.
Naturalmente, y aunque es muy cierto, y deliberado por su parte, que el Dreyer maduro, tras el virtuosismo de su última obra muda y de la primera parcialmente sonorizada, jamás alardea de la movilidad de la cámara ni pretende deslumbrarnos con efectos cinematográficos que, obviamente, no son más que excesos, a veces caricaturas de las posibilidades expresivas de este medio, es puro simplismo considerar importaciones teatrales algunos de los primitivos rasgos del cine, los que fundamentaron un lenguaje clásico cuyos avances desde Griffith son puramente técnicos o totalmente epidérmicos, y que no por antiguos han dejado de ser utilizables y eficaces, y constituyen, por tanto, aún hoy, opciones alternativas perfectamente válidas: quiero decir que el cine sonoro permite respetar el tiempo real de las acciones, incluso si se hace largo; que desde la llegada del sonido, el diálogo es un recurso natural, que permite ahorrar tiempo de rodaje y de narración, que puede aclarar o matizar cosas o confundirlas del todo; que nada obliga a fragmentar el espacio, multiplicar los ángulos insólitos, buscar encuadres retorcidos, no dar más que un punto de vista o impulsar a la cámara al baile de San Vito; que la estructura basada en la escena y la elipsis, dentro de los márgenes de tiempo normales, acaba por semejarse a la división en tres actos que predomina en el teatro.
Precisamente, lo que es puro cine, y además, en este caso, muy gran cine, es algo quizá difuso, difícil de señalar con precisión, pero que vemos y experimentamos, sin darnos exactamente cuenta de en qué consiste, de dónde procede esa fuerza, aunque lo estemos contemplando. Ese algo es una adecuada combinación, nada teórica, de varios factores: la dicción y los desplazamientos de los actores, el ritmo al que se mueven, hablan o se emocionan, desde luego; pero también la luz, el tamaño de los planos y su duración, y la distancia desde la que el cineasta mira los hechos y nos permite asistir a ellos, y a los temores o ilusiones de los personajes.
Esta metodología, que es la del realismo —sin otra relación que las de contraste, distanciamiento o reacción con ese naturalismo de serie que suele confundir la imagen con la realidad—, hace que nos sintamos dispuestos a jugar el juego de confiar en lo que Dreyer nos muestra y cuenta con absoluta convicción.
Ese crédito que la honradez cinematográfica de Dreyer nos impulsa a otorgarle permite que vayamos aceptando lo que sucede ante nuestros ojos, por increíble que a priori pudiera parecernos, sin impugnar cada imagen, cada frase, cada episodio inverosímil. Lo que no creemos normal, incluso lo que consideramos imposible, está sucediendo, sin que nada nos parezca falso, con la misma naturalidad que podrían desarrollarse las más rutinarias escenas de la vida cotidiana de cualquier familia, sin distinción de lugares ni de épocas.
Nada es subrayado, nada parece trucado, no hay por parte de Dreyer intención proselitista ni esfuerzo por convencernos de nada. No hay retórica, no hay estrategias publicitarias para hacernos tragar la píldora. De hecho, Dreyer parece indiferente a que demos por bueno lo que muestra: se limita a hacérnoslo ver, sin importarle demasiado que le sigamos. Cuenta, a lo sumo, con que habrá conseguido interesarnos lo suficiente por los personajes como para que sintamos por ellos simpatía, como para que nos importen sus penas y alegrías y llegue a ser asunto nuestro su destino. Y es cierto que, al cabo de un cierto tiempo, nos hemos familiarizado tanto con Johannes (Preben Lerdorff Rye) que ha dejado de parecemos un loco, e incluso ni siquiera le miramos con esa mezcla de lástima, condescendencia y horror con que se trata a menudo a los enfermos; hemos descubierto que el viejo Morten Borgen (Henrik Malberg), más que un fanático y taciturno puritano (bien alegre y abierto si se compara con Peter, el sastre), es un cascarrabias lleno de remordimiento y ansioso de mimos: conocemos ya tan bien a Inger que estamos convencidos de que tiene, además de bondad, paciencia y mano izquierda, una buena dosis de inteligencia, energía y humor, y le hemos tomado cariño; descubrimos que su marido, Mikkel (Emil Hass Christensen), no es tan soso ni tan frío como pensamos al comienzo, y que es sensible no sólo a la belleza interior de Inger, sino a la física también, la niña de ambos, Maren, es de lo más normal, y la única, y sin esfuerzo, que, junto con su madre, sabe tratar a Johannes, y darle la confianza que tanto necesita. Por eso nos importan, y queremos con ellos y por todos ellos que se cumpla el imposible deseo que comparten de que la muerte injusta y absurda de Inger sea reversible. Cuando Inger vuelve a la vida, desde el otro mundo —y se nota en su cara, en su actitud, que es una revenante, una aparecida, con un elemento fantasmal que hace que la resucitada no sea ya exactamente la misma de antes—, en lugar de sonreír con incredulidad, nos alegramos. Además, hemos sido testigos del milagro, y no importa cuáles sean nuestras creencias: si algunas religiones mantienen que sus fundadores o dioses hicieron, excepcionalmente, milagros muy selectivos, no sé de ninguna que se atreva a decir que son hoy posibles, cualquier día, con cualquier persona sin importancia más que para los suyos. En Ordet una muerta resucita. Lo hemos visto, y no queremos dudarlo. No lo discutimos; todo lo contrario: lo celebramos.
En “Nickel Odeon” nº 8, otoño-1997
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