De la especie de «pequeña onda» de primeras y segundas películas de directores españoles que se están estrenado en 1977, el primer largometraje de Fernando Colomo tiene a su favor, de entrada, un tono de modestia —que no excluye cierta ambición testimonial— y una evidente simpatía, virtudes que caracterizan ya los dos cortos suyos que he visto, En un París imaginario (1975) y Pomporrutas Imperiales (1976). Y eso ya es algo, cuando tanto abundan el oportunismo de todo pelaje, la quejumbrosa sería autoexpiatoria y la más vacua solemnidad.
Colomo apuntaba un cierto estilo, que Tigres de papel (1977) corrobora y amplía de metraje, aunque no suponga un considerable avance con respecto a sus dos pequeñas y tristemente divertidas obras precedentes. Al hablar de estilo no quiero insinuar que sean estilísticas precisamente las primeras preocupaciones de Colomo; empleo la palabra «estilo» como equivalente a «tono», un tono que, se diría, le es propio a su autor y que tal vez corresponda a su manera de ser como persona. No me extrañaría que quienes le conozcan le reconozcan en sus películas. Y eso, de nuevo, es algo.
Tigres de papel nos presenta a Colomo como un amable y comprensivo —como Truffaut, aplicando la máxima de Jean Renoir: tout le monde a ses raisons— retratista de una generación —la suya y la mía—, con ese absurdo que tan bien expresa esa frase de uno de los viajeros del autobús perseguido de Cortina rasgada que a Antonio Drove, no sin amargura, le gusta citar: «Por un lado, tiene gracia; pero, por otra, maldita la gracia que tiene». También revela este primer largo que Colomo no ha perdido algo que con frecuencia echo en falta en el cine español, la vitalidad; cualidad que no tiene nada que ver con la agitación insensata ni con el naturalismo, y que redime los defectos o las limitaciones de películas como El love feroz (1972) de García Sánchez o Tocata y fuga de Lolita (1974) de Drove. Esa «vitalidad» tiene mucho que ver con la autenticidad de los personajes —por falsos que sean sobre el papel, por estilizados que se proyecten en la pantalla—, con la dirección de actores y con la captación —ordenada o no, más o menos precisa— de su entorno físico. Estos tres puntos son, creo yo, aquellos en los que Colomo ha volcado su talento y sus energías. Tigres de papel es un film beneficiado por la premura —19 días— con que se ha rodado; sin duda, casi no ha sido preciso montarlo, ya que todos los planos son muy largos, con una cámara que se limita a registrar sin analizar cuanto ante ella sucede, pero sin que por ello adopte la postura «ontologista» consistente en tomar el cine por «una ventana abierta sobre la realidad», ya que lo filmado es, de por sí, bastante estilizado y levemente caricaturesco. Este «tono», este «estilo» —de pasada, diré que Tigres de papel es una de esas películas que demuestran, modestamente, la insignificancia de distinguir entre «forma» y «contenido»— provienen de la actitud de Colomo hacia sus personajes, que se manifiesta en la dirección de actores. Como el corto de Drove ¿Qué se puede hacer con una chica? (1969), al que pensándolo bien, se parece mucho —tal vez eso explique por qué su nombre me viene a menudo a la mente mientras escribo sobre Colomo—, Tigres de papel es un film fingidamente improvisado, que logra parecer «natural y espontáneo» gracias al aparente descuido de sus encuadres —descuido que el empleo del sonido directo desmiente—, a su invisible —aunque casi geométrica y cerrada— estructura narrativa, a su falta de dramatismo, y a la trabajadísima sensación de «libertad» que transmiten sus intérpretes, y que no es siquiera «libertad vigilada», sino el resultado de ensayos, de elaboración conjunta de diálogos —probablemente escritos luego, y respetados escrupulosamente—, de crear un «ambiente» de rodaje que les resultase cómodo y de someter a ellos los movimientos de cámara (y no al revés).
Como siempre, todo acaba siendo cuestión de mirada —como se decía hace 15 años— o de distancia —no brechtiana—, como me parece más preciso. Qué duda cabe de que Colomo conoce a personas como las que describe —también yo las conozco—, que hay algo de sus amigos —y hasta de él mismo— en sus personajes; es probable que unas cosas de ellos le atraigan y otras le molesten, sin que por ello deje de apreciarlos en alguna medida. Esa medida es justo la queda al film la leve ironía, bien intencionada y amable, que hace que Tigres de papel caiga «simpático» y no moleste a nadie. Tal vez sea Colomo, como Truffaut, demasiado cómodo para el espectador, un poco excesivamente «agradable» y complaciente. Y ahí, precisamente, es donde veo yo el peligro que corre Colomo: su primer largo ha tenido una acogida demasiado entusiasta y generalizada, que tiende a olvidar el carácter limitado de la empresa y del logro obtenido. Cierto, los actores están, por lo general, bien (sobre lodo Joaquín Hinojosa, Concha Gregori, Pedro Diez del Corral, Miguel Arribas, el barbudo de Pomporrutas Imperiales, el triste jovencito que se marea al principio); la película es accesible y se ve con agrado; tiene gracia sin ser chabacana ni frívola; hay algo en ella que, aunque sea una comedia triste, suena a verdadero. Pero nada más, me temo; más que una radiografía, es una fotografía, igualmente estática en el tiempo —un momento muy determinado: junio 1977— y mucho menos profunda, de algunos ejemplares concretos de nuestra generación, y por ello, como testimonio, su alcance es muy limitado; encuentro excesivo número de concesiones a una recién semiestrenada libertad expresiva que tiene la ventaja de ser rentable —«porros», cambios de parejas, matrimonios separados como norma, «tacos» que se suceden a un ritmo superior al de la imagen, puños en alto, «La Internacional», el mitin de la C.U.P., las citas de Mao, el propio título de la película—, aunque todas estas «novedades» estén tratadas con cierta ironía; como largometraje, parece una ampliación de sus cortos, sin que por ello se profundice más en los personajes —tratados alusivamente, con la seguridad de que en cuanto abran la boca les vamos a reconocer como «tipos» y les vamos a colgar la correspondiente etiqueta—, salvo cuando los actores consiguen darles vida —sobre todo Hinojosa, que consigue parecer ser personajes tan variados como los que encarna en Elisa, vida mía, Camada Negra y Tigres de papel— o los hacen incatalogables —el barbudo cuyo nombre siento ignorar—; por último, me temo que mucho de lo que se saluda en Tigres de papel como novedoso y original estuviese ya, y mejor integrado, a mi modo de ver, en ¿Qué se puede hacer con una chica?: hasta el «tono», el final cíclico —en el zoo en vez de una habitación cerrada—, el sonido directo, el tipo de dirección de actores, me hacen ver Tigres de papel casi como una continuación, ocho años después, del corto de Drove, sin más añadidos que un grado de politización y de erotización que en 1969 la censura no toleraba.
Creo que, al igual que En un París imaginario y Pomporrutas Imperiales, Tigres de papel promete algo. No se sabe aún muy bien qué exactamente: quizás un simpático cineasta menor, confinado en lo agradable y poco perturbador; a lo mejor un buen director de comedias cada vez más penetrantes. Espero con interés la próxima película de Fernando Colomo, y me gustaría que no resultase un «tigre de papel».
Que en nuestro pobre cine ya hay bastantes.
En "Dirigido por" nº 48; noviembre-1977
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