Anterior a Alice ou la dernière fugue —que sigue siendo la película más reciente de Chabrol estrenada entre nosotros; ha rodado ya dos más—, pero del mismo año (1976), Folies bourgeoises pertenece a la vertiente de su obra menos apreciada, incluso por los «chabrolianos» o «chabrolistas». Es decir, aquella que, abandonando descaradamente los dominios de la lógica, el «buen gusto», la psicología, la verosimilitud y el drama, se consagra al apasionante estudio de la bêtise o de la estupidez.
Como proclaman carcajeantemente las tres breves escenas que, en rápida sucesión, abren la película, Locuras de un matrimonio burgués es una farsa; sus personajes son tan ridículos que —aunque la bordea— nunca llega a convertirse en una tragedia grotesca, como Ophélia (1962) o La Décade prodigieuse (1971). Si estas dos pueden contarse entre sus obras más incomprendidas, se imaginará fácilmente la irritación y el desdén con que ha sido saludaba la que ahora comento, tal vez la más insolente de cuantas ha dirigido el autor de El carnicero.
Si en la generalmente detestada Inocentes con manos sucias (Les innocents aux mains sales, 1975) la imbecilidad de los personajes estaba arropada, siquiera, por una compleja trama policíaca, en Folies bourgeoises Chabrol se permite presentarnos la estupidez al desnudo, en estado puro y sin paliativos de ninguna clase. Locuras de un matrimonio burgués es un film totalmente vacío y destructivo, sin asideros ni compensaciones, salvo que alguien pueda asumir la agresividad delirante del autor. No es un film cómodo, y quien llegue a identificarse, por un momento, con alguno de sus estrafalarios personajes, se arrepentirá de ello inmediatamente; el que se crea invitado a un melodrama de frustración y celos hará el primo, y se sentirá defraudado; el que no sea consciente de que lo que contempla es un capricho, casi un desahogo, de un cineasta terriblemente escéptico, va listo. Puede decirse, incluso, que la actitud de Chabrol linda con la histeria, y que exagera cuando presenta un mundo dominado por la idiotez; lo curioso es que nadie formule las mismas reservas ante los films más irónicos de Buñuel, como Le Charme discret de la bourgeoisie (1972) o Le Fantôme de la liberté (1974), por no acordarme de Belle de jour (1967), no siempre superiores y sí, en cambio, más complacientes; tal vez los actuales huéspedes de las salas oscuras estén más dispuestos —más predispuestos— a entrar en el juego cuando se les ha garantizado previamente que se trata de una actividad cultural, bien vista socialmente, y que el anfitrión es un gran artista profundo y respetable, reputación que Chabrol ha estado varias veces a dos pasos de conseguir y de la que, sospecho, huye como de la peste, pues en todas las ocasiones en que han empezado a tomarle en serio se ha ocupado —con un éxito demasiado fulminante como para no obedecer a un plan deliberado— de minar su prestigio con un par de films insolentemente «menores», «absurdos», «impresentables» e «inverosímiles».
De ahí, descontando sus tropiezos económicos, la «irregularidad» de la obra de Chabrol, irregularidad que entrecomillo porque pienso que corresponde más al punto de vista externo de la crítica (y del público que oye sus advertencias) que la coherencia interna que, creo yo, Chabrol detectará en ella. No sé tampoco qué moral del éxito y la superación hace admirar más una carrera ininterrumpidamente ascendente —la de cualquier trepador, sea animal o planta— que la que describe una sinusoide (que puede ser un certero electrocardiograma o encefalograma de su autor, o un válido sismograma del mundo que le rodea), ni qué fijación geométrica hace siempre preferible la línea recta a la quebrada de un zig-zag. Pienso que tan reveladoras pueden ser las desviaciones con respecto a la media como la tendencia secular, o más relevantes, y que a veces son más apasionantes las simas que las cumbres, y no digamos los puntos de inflexión. En resumidas cuentas, y sometido al tercer grado, no podría decir —tal vez por falta de herramientas adecuadas al estudio de lo intencionadamente incatalogable— si Locuras de un matrimonio burgués es o no una buena película; en realidad, ni me importa. Lo que sé es que me ha parecido mucho más interesante que la mayor parte de las películas hechas hace menos de 15 o 20 años que he visto últimamente, y que me he divertido enormemente viéndola. Pero, claro está, todo esto es puto subjetivismo, y no tiene por qué ser compartido, ni siquiera comprendido, por el que piense de forma diferente. Más vale, pues, no tratar de enmascarar las apreciaciones subjetivas con una fina capa de argumentaciones «objetivas», a menudo especiosas, o que servirían igualmente para sustentar un juicio de signo contrario, y admitir de una vez que un film no necesita para nada una disección crítica, ni un análisis, ni una paráfrasis literaria. Yo me limitaría, por tanto, a aconsejar al hipotético y desconocido lector que, si le han divertido, fascinado o interesado en algún sentido o en alguna medida las películas menos presentables de Chabrol —es decir, no La mujer infiel, Accidente sin huella, El carnicero, Al anochecer, Relaciones sangrientas, Una fiesta de placer, sino más bien Los primos, Una vida doble, Ofelia, Champaña por un asesino, La década prodigiosa, Inocentes con manos sucias—, no deje de ver Locuras de un matrimonio burgués. Es muy posible que su visión del film no coincida con la mía, ni con la de su vecino de butaca, ni con la de Chabrol, pero a lo mejor tiene la fortuna de que le resulte apasionante; en el peor de los casos, podrá apreciar en la pantalla —objetivamente esta vez— la maestría de uno de los raros directores que hoy saben lo que hacen, incluso cuando sus atentos seguidores lo ignoremos, o lamentemos que dedique su talento a hacer películas que están por debajo de sus posibilidades.
En “Dirigido por” nº 52, marzo-1978
No hay comentarios:
Publicar un comentario