Monte Hellman ha tenido muy mala suerte en España. Sin un «lanzamiento» como el de Coppola, Spielberg, Scorsese, Cimino o Lucas (todos ellos, en cambio, críticamente subvalorados en este país, lo mismo que Mulligan, Pakula, Milius, Schrader, Walter Hill, Malick, Trumbull, etc.), pero precedido de una nombradía equívoca y exagerada en ciertos círculos minoritarios, ha dejado de ser un enigma en menos de un año y, como siempre, en el más absoluto desorden cronológico: primero nos llegó la más anónima y menos prestigiosa de sus películas —muchos ni se enteraron de que era suya, pues venía firmada por un ayudante de dirección, presumiblemente alemán, Tony Brandt— es decir, la última, China 9, Liberty 37 (1978); conocida aquí como Clayton Drumm, en Italia con el ridículo apodo Amore, piombo e furore, en Estados Unidos como Clayton and Catherine, que pocos se molestaron en ver y menos todavía apreciaron, pese a ser, para mí, una de las películas más emocionantes estrenadas en 1979 y el mejor «western» que se ha hecho desde su partida de defunción a cargo de Peckinpah en Pat Garrett & Billy the Kid (1973); luego llegaron, uno tras otro, los dos «westerns» que cimentaron su fama en Francia, The Shooting (El tiroteo, 1966) y Ride in the Whirlwind (A través del huracán, 1966), y que son, a mi entender, lo menos convincente que ha hecho; por fin (aunque pudo verse en 1977, en la Filmoteca) llega ahora, cuando ya nadie parece esperar nada de Hellman, la que considero, con mucho, su mejor película, Two-Lane Blacktop (Carretera asfaltada de dos direcciones, 1971).
A finales de los años 60, la crítica francesa (como siempre) descubrió en los dos primeros «westerns» de Hellman una serie de valores que parecían perdidos para el género; tanto Cahiers du Cinéma como Positif, a pesar de sus míticas y tradicionales desavenencias, vieron en este joven desconocido un auténtico renovador del cine del Oeste, muy superior a Peckinpah según los primeros, comparable a él de acuerdo con los segundos y, en todo caso, un cineasta americano «de vanguardia», cosa ya más insólita y que se recibió con cierta suspicacia entre los que, por aquel entonces (y sigo pensando que con muy buen criterio), volcábamos nuestro entusiasmo en Mayor Dundee, Grupo salvaje o La balada de Cable Hogue y empezábamos a desconfiar del carácter «innovador» y «revolucionario» de los «nuevos cines» nacionales surgidos durante la década, a remolque del eco internacional de la «Nouvelle Vague» francesa. Para colmo, los argumentos esgrimidos por los franceses (y luego por sus émulos anglosajones) en favor de Hellman, sobre todo a partir de mayo de 1968, y extensivos poco después a Two-Lane Blacktop, distaban mucho de resultar fiables y, lo que es más grave, atractivos: además de oscuros, confusos, vagamente estructuralistoides y con un sustrato ideológico bastante contradictorio, recordaban no poco a los sofismas empleados en su misteriosa campaña de revalorización del spaghetti-western italiano; de ahí que considere lamentable que el primer Hellman en llegar, casi diez años más tarde, a España fuese precisamente un «western» italo-español, con Fabio Testi, Jenny Agutter, Warren Oates y Sam Peckinpah en el reparto, fotografiado por el gran Giuseppe Rotunno y con música del no siempre detestable Ennio Morricone, es decir, un film de apariencia destinada a confirmar «a priori» las peores sospechas de los escépticos (entre los que no creo que se contase ninguno de los que conocíamos Two-Lane Blacktop de la Filmoteca).
Para acabar de arreglar las cosas, y pese a que en ninguna de las dos entrevistas posteriores que he leído haga la menor indicación en tal sentido, se ha dicho que Hellman había retirado su firma de la película, debido a remontajes o mutilaciones por parte de los productores, en un malentendido afán, por parte de los presuntos «hellmanianos», de justificar ante terceros lo poco que les había gustado (lógicamente, pues es una de esas películas, auténticamente románticas, que provocan en el público carcajadas tan forzadas como defensivas en los momentos de máxima emoción) China 9, Liberty 37; de hecho, Hellman parecía haber reescrito el guion con toda libertad, satisfecho del film y dispuesto a rodar otro para la misma productora: pero ya se sabe que mucho de lo que pasa por información son puros inventos o rumores, cuando no suposiciones infundadas, y que buena parte de la crítica se limita a repetir «ad infinitum» lo que han dicho otros comentaristas anteriores.
Con todo, parece que a Hellman se le daba todavía un margen de confianza, siquiera retrospectivo, a la espera del anunciado estreno de sus dos célebres «westerns» de 1966. No seré yo quien niegue que estas dos pequeñas películas pueden resultar enormemente irritantes: hasta sus innegables y un tanto evidentes virtudes inspiran cierta desconfianza y huelen a insinceridad y afectación, ya que pocas veces se ha podido ver a un cineasta tratando tan laboriosa y ostentosamente de llamar la atención, de dejar bien claro que no es «un cualquiera» y que está muy por encima del material que trata, de afirmar con insistencia que hasta dentro de un marco tan convencional y trillado él es capaz de ser «original» y hasta metafísico; no en vano se utilizan como referencias más frecuentes, el hablar de estos «westerns», no Hawks, Boetticher o Ford, sino Moby-Dick, Kafka, Samuel Beckett o Ionesco. Tales ínfulas dan al traste con el seco y lacónico primitivismo que, en sí, tiene cada plano de estas dos películas, ya que resulta afectado, forzado y muy elaborado: su simplicidad aparente se revela, a la larga, una forma de barroquismo que linda con la parodia; prueba de ello es que no hay nada tan distante de la claridad como estas películas artificiosamente silenciosas, de una desnudez que apunta a la parábola, de una rebuscada oscuridad narrativa y de una desdramatización que acaba por parecer teatral y retórica, cuando no meramente un subproducto de la falta de rigor y de tensión. Pese a notables actuaciones (Warren Oates en The Shooting, Cameron Mitchell en Ride in the Whirlwind, Harry Dean Stanton), que contrastan con la bochornosa composición de Jack Nicholson en El tiroteo y con la antipática inexpresividad de Millie Perkins en ambas, a la excepcional fotografía en color de Gregory Sandor (de una fisicidad que se echaba de menos desde Yuma de Fuller, Duelo en el barro de Fleischer, Río Conchos de Douglas o Major Dundee), el atractivo de los exteriores en que íntegramente han sido rodadas, ya que tienen momentos admirables y, como rarezas, un interés considerable, debo reconocer que, en conjunto, resultan decepcionantes; incluso sin tener en cuenta su fama, son muy insatisfactorias para todo auténtico aficionado al «western», ya que delatan en su director un injustificado sentimiento de «superioridad» con respecto al género, actitud que le lleva a concebir y realizar escenas tan estúpidamente fumistas como la última de The Shooting, que parece obra de alguien tan incompatible con el «western» como Peter Handke o Carlos Saura y que, siendo perfectamente previsible, se presenta como esclarecedora de un inexistente misterio. Tal secuencia, que casi echa a perder la película (para mí la peor de las dos, aunque suele ser la más apreciada), es extremadamente reveladora de los peligros que acechaban a Hellman, y sería suficiente para retirarle todo crédito a un cineasta, casi para justificar la aparición de «anti-hellmanianos».
Afortunadamente, Hellman parece (pese a que en su carrera de director son más los proyectos frustrados que los realizados) haber madurado, si nos atenemos a la distancia que existe entre sus primeros «westerns» y la dos películas posteriores. Además, en la entrevista aparecida en Cahiers du Cinéma n.° 290-291 (julio-agosto de 1978), Hellman es bastante explícito al respecto cuando, interrogado por la relación existente entre China 9, Liberty 37 y sus precedentes incursiones en el género, responde: «Cuando rodé esos dos films, lo que me interesaba era hacer algo distinto de lo que se había hecho. Quería realizar un «anti-western», porque me decía que todo estaba hecho ya. (…) Hacía lo contrario de lo que se acostumbraba a ver. Por lo que respecta a éste, decidí hacer un «western» más tradicional, pese a que varios elementos no lo sean en absoluto (…) Es una historia muy vieja.» Los entrevistadores le preguntan, entonces, por qué ha cambiado, y Hellman replica, simplemente, como Zazie al final de la novela de Queneau, «J'ai vieilli» («He envejecido»).
Tal vez porque, en un momento en que se consideraba válido cualquier recurso (por inelegante o innoble que fuese) para «épater», «emocionar», «impresionar» o «convencer» al espectador (desde el abuso del zoom y del flou hasta el chantaje ideológico, moral o sentimental, pasando por los guiños de complicidad, el ralenti y los discursos generalizadores, sin olvidar la parábola, la música omnipresente o los efectos de montaje), Hellman había evolucionado ya lo preciso para respetar tanto a sus personajes como a sus interlocutores, Two-Lane Blacktop pasa por ser una película «rara» y «difícil», y ha sido un notable fracaso comercial. Es muy posible, incluso, que Hellman haya sobreestimado la capacidad y la voluntad de atender y ver, es decir, de entender, de buena parte del público, creyendo que bastaba con mostrar, con dar a ver, y negándose, en consecuencia, a proclamar, demostrar o explicar cualquier cosa; desgraciadamente, los espectadores cinematográficos están acostumbrados a que todo se les dé bien «masticado y digerido», explícito verbalmente y resumido y subrayado visualmente, privado de la complejidad y la opacidad que tienen las cosas «en bruto», precisamente porque han perdido el hábito de interpretar las imágenes y de enlazarlas entre sí por encima o por debajo de la trama argumental: un espectador de cine es hoy más un oyente pasivo que un observador activo; estoy convencido de que si la escena final de la película mostrase una cosa y pusiese en boca del protagonista o en la de un narrador en off la contraria, la mayor parte del público saldría del cine convencido de haber visto lo segundo (1).
Pues bien, tal vez el error de Hellman en Two-Lane Blacktop estribe en haber navegado a contracorriente, en ser discreto en lugar de ostentoso, en mostrar pudor y no desvergüenza, en optar por la pureza expresiva y por una sencillez que (esta vez) resulta natural y espontánea, aunque sea el resultado de un esfuerzo considerable. Porque lo cierto es que Two-Lane Blacktop es una película extremadamente nítida y precisa, sin rastro de la vaguedad oscurantista que viciaba The Shooting: todo en ella es elemental, directo, sensible, aunque también (he ahí la «dificultad») tenue, leve, frágil si se quiere. Al contrario de lo que se «llevaba» en aquellos años, Hellman renuncia a intentar que los planos de su película tengan un «impacto» (como dicen los publicitarios) sobre el espectador, que sean impresionantes o llamativos, y a que su atropellada sucesión equivalga a un «bombardeo» de estímulos subliminales; por el contrario, los planos de Two-Lane Blacktop apenas dejan «huella», pasan como «de puntillas», fugazmente, y se siguen ordenada, tranquila y serenamente, una vez que han permitido al espectador que recorra con la mirada el encuadre y capte cuanto contienen. No hay en Two-Lane Blacktop ningún tour de force, ningún «golpe teatral», ningún giro espectacular o sorprendente en su lineal estructura narrativa; abundan, en cambio, los «huecos» producidos por las elipsis, los momentos de reposo, las «pausas» que no hacen avanzar la historia sino que tienen por finalidad dejarnos contemplar a los personajes e intentar comprenderles.
No resulta fácil describir Two-Lane Blacktop, ya que nada hay en ella que sobresalga o resulte particularmente «memorable» y que, además, rechaza todas las etiquetas: nada tiene de manifiesto generacional, ni de documento sociológico, ni de parábola, ni de epopeya contracultural, y sí mucho, en cambio, de algo tan paradójico como una «balada silenciosa» (cosa rara en una «road movie», se escuchan muy pocas —y elegidas— canciones: «Me and Bobby McGee», «Maybelline»). De hecho, una de las características más sobresalientes (pero menos advertidas) de la película es su musicalidad: su atractivo es, en gran medida, una cuestión de tono, de ritmo, de variaciones y modulaciones de intensidad dentro de cada escena, de fluidez, al igual que sucede en el cine de Robert Bresson; como en Pickpocket, Quatre nuits d'un rêveur o Lancelot du Lac, claro está, es preciso «sintonizar» con la película, captar su «longitud de onda» y mantenerse en ella, adecuando nuestra respiración a la de la película, poniéndonos «a su paso», y eso puede exigir un esfuerzo, pero hay que admitir que toda obra con auténtica personalidad tiene su pulso y su tensión, y que, si queremos comprenderla y apreciarla, si deseamos gozar con ella, tenemos que corresponder al menos con un «ajuste de actitud» al trabajo creativo del artista.
Creo, pese a todo, que es muy fácil disfrutar de Two-Lane Blacktop y que, contrariamente a lo que se dice, es una película dirigida más a los sentidos que al intelecto. Es, ante todo, una experiencia sensual y emotiva, afectiva: no en vano lo primero que llama la atención (desde el plano inicial, que remite directamente a Rebelde sin causa de Nicholas Ray) es la amplitud de sus imágenes en Techniscope y la negrura de sus escenas nocturnas (nada de azuladas «noches americanas»). Este interés por abarcar simultáneamente cuanto sea posible en cada plano y este afán por la autenticidad «física» se ven confirmados por unas composiciones triangulares (con profundidad de campo, entradas y salidas de cuadro de los actores, leves movimientos laterales de cámara que no tienen otro objetivo que reencuadrar y que nunca son «expresivos» o enfáticos) como no se veían desde que Ray, Fleischer y Lang (en Moonfleet, 1955) empezaron a utilizar el formato ancho del Cinemascope; por el rechazo de las transparencias en las numerosas escenas que ocurren dentro de coches y el correlativo y constante acierto en la localización de exteriores e interiores naturales típicamente americanos y llenos de sabor, comparable al de Huston en Fat City (película que Hellman estuvo a punto de hacer); por una serena melancolía como no recuerdo desde Pat Garrett & Billy the Kid (otro proyecto de Hellman, como Junior Bonner, y con guion de Rudolph Wurlitzer, autor del de Two-Lane Blacktop)-, por unos «actores» (el cantante James Taylor, que parece un protagonista de Bresson, sacado de Quatre nuits d'un rêveur o Le Diable probablement, el batería Dennis Wilson; la novel Maurie Bird; ese viejo cómplice de Hellman y Peckinpah que es Warren Oates) que definen los personajes que encarnan casi exclusivamente por su aspecto físico y por la forma de moverse —los gestos perezosos, de adormilado aburrimiento, de la chica; la forma de mirar la carretera, de sentarse en un porche o de andar del conductor; la habilidad manual del mecánico; las poses fanfarronas e inseguras del dueño del G.T.O., que transmiten sin necesidad de palabras su soledad y su vulnerabilidad—, no por lo que dicen ni por lo que cuentan de su pasado (salvo Oates, que no para de hablar, aunque su «oyente» esté dormido, pero que se dedica a inventarse variables y fantasiosas, biografías), sin que esta vez (al contarlo de en The Shooting o Ride in the Whirlwind) su laconismo resulte forzado, sino consustancial a los personajes, perfectamente lógico y verosímil.
Hellman no ha buscado ningún tipo de efectos; si no hace concesiones, tampoco provoca o hace rabiar al espectador, porque no trata de deslumbrarle con su habilidad, ni de hacerle llorar ni de convencerle de nada, sino, más simplemente, de contarle una historia no demasiado dramática ni extraordinaria (y tampoco «amplificada» o «dramatizada» artificialmente) que le es próxima, que le afecta y le concierne, y de presentarle unos personajes que a nadie representan sino a sí mismos.
(1) Como demuestra lo que hizo la censura española con el final de The Emperor of the North Pole/Emperor of the North (El emperador del Norte, 1973) de Robert Aldrich: tras darle un hachazo, Lee Marvin tira desde un tren en marcha a Ernest Borgnine, evidentemente muerto e inmóvil; sin embargo, aquí se le añadió una voz (en off, pero la correspondiente a quien doblase a Borgnine) que «resucitó» al representante maniático de la ley y el orden haciéndole prometer venganza. También ese hábil manipulador de las reacciones del público que es Hitchcock ha jugado a menudo con esta tendencia de espectador, muy evidentemente en el mentiroso flashback de Stage Fright (Pánico en la escena, 1950) y, menos llamativamente, en casi todas las escenas de comidas que hay en su obra.
En “Dirigido por” nº73, mayo-1980
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