Van Gogh ha tardado dos años en estrenarse en Madrid, y ha durado en cartel dos semanas. A pesar de que los críticos españoles destacados en el Festival de Venecia de 1991 la maltrataron, es de esperar que ni ellos mismos se acuerden de lo que dijeron, por lo que semejante falta de interés por la última película de Maurice Pialat, y hasta por Vincent Van Gogh, se me antoja un síntoma preocupante de incultura y falta de curiosidad.
Para mí, se trata de la mejor obra de un cineasta que es hoy, con Godard, el más interesante en activo de Europa, y por lo tanto del mundo. Pero, aunque fuese anónima y nada significara para mí Van Gogh, creo difícil verla sin sentirse maravillado, con esa especie de escalofrío de exaltación y sorpresa que sólo producen las películas verdaderamente excepcionales e innovadoras. Este último aspecto, debo admitirlo, es de importancia secundaria, aunque es posible que sea uno de los escollos mayores de la película: los mismos que hubieran reprochado a Pialat caer en el biopic —que ya hizo, y muy bien, Minnelli en 1956— sienten que “no habla de Van Gogh”, además de rehuir la biografía en sentido estricto y centrarse en los últimos meses de su vida, le trata como lo hubiese hecho un cronista local de la época, es decir, sin reverencia hagiográfica, sin el saber retrospectivo que tenemos ahora, sin pintarlo como un genio, y sin dedicarse exclusivamente a reflejar la creación artística, sino su vida cotidiana, sus humores, sus distracciones, su melancolía, su trabajo.
Otro gran acierto de Pialat parece desconcertar: no sólo no trata de reconstruir cinematográficamente los lienzos de Van Gogh, sino que muestra constantemente lo que el pintor tenía a su alrededor pero sus cuadros, en su crispación subjetiva, no reflejan —como el agua, ciertas luces, la serenidad—; por eso la película es de imágenes más “renoirianas” —del padre, Pierre-Auguste, y de su hijo Jean, el cineasta— que “vangoghianas”. Como la pintura, igual que el cine, es un arte selectivo, que encuadra, elige puntos de vista y transfigura la realidad, para entender a Van Gogh es tan necesario saber lo que de ella escogía —que está en sus cuadros— como lo que eliminaba, dejaba fuera, no veía, que es precisamente lo que Pialat nos muestra: los encuadres y los contenidos posibles y descartados, todo aquello a lo que Van Gogh, como artista, no era sensible.
Aunque no puede decirse de ningún plano que esté copiado de uno ajeno, Pialat ha logrado el prodigio de sintetizar en Van Gogh el cine de Renoir y el de John Ford, para retratar con naturalidad, humor y violencia —a su manera— al pintor y a todos los personajes que le rodean. Encuentro genial a Jacques Dutronc, pero también a Gérard Séty, Bernard Le Coq, Corinne Bourdon, Elsa Zylberstein, Leslie Azzoulai y, sobre todo, a Alexandra London como Marguerite Gachet. Con Van Gogh, paradójicamente, alcanza Pialat la serenidad y la armonía, y logra una de las películas más conmovedoras, hermosas y emocionantes de los últimos años.
En “Todos los estrenos. 1993”, Ediciones JC
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