lunes, 19 de junio de 2023

El Cid (Anthony Mann,1961)

Si algo prueba la unidad de España, que este país es una nación, es que todas sus regiones o nacionalidades comparten los mismos defectos, característicamente hispanos, y no en vano llamados vicios «nacionales»: la envidia, el desprecio de lo propio —no, ciertamente, de la propiedad— y un nacionalismo exacerbado e inoportuno, que se manifiesta lo mismo a cuento de un partido de fútbol que, en el caso que ahora nos concierne, del tema de una película. Son tres «virtudes» complementarias, estrechamente interrelacionadas, que resume una expresión popular bastante graciosa: somos como «el perro del hortelano», que ni come ni deja comer.

Aquí a ningún director se le ocurre hacer películas sobre las figuras históricas o legendarias —sólo recuerdo que Mario Camus tenía un proyecto sobre las guerras entre cántabros y astures que, seguramente, nunca realizará—, y no creo que ni un solo productor estuviese dispuesto a financiárselas, pero como algún extranjero tenga la osadía y el descaro de tocar, por respetuosamente que sea, lo que de pronto se convierte en nuestro preciado patrimonio nacional, ¡ay de él!, porque dará lo mismo que aproveche con talento y acierto el material que nosotros desperdiciamos: en cualquier caso, se le perseguirá como intruso, cazador furtivo, colonialista y, para colmo, ignorante, sin tener en cuenta para nada que, al no creer que sabe lo que en realidad desconoce o sólo conoce de oídas, se habrá ocupado de informarse más a fondo que la mayor parte de los españoles. Podrá entenderlo o no, podrá tener éxito en su empeño o fracasar, y en tal medida estará sujeto, como todo el mundo, a la crítica, pero el mero hecho de que el alemán Herzog filme la aventura de Lope de Aguirre o el americano Anthony Mann ruede la leyenda del Cid no suponen un acto de rapiña condenable por principios: más tiempo hemos tenido y más a nuestro alcance estaban sus figuras.

Incluso entre los que aprecian el cine americano y admiran el talento épico de Anthony Mann se produjo una reacción muy curiosa. Está muy bien que John Ford nos diga «print the legend» al final de El hombre que mató a Liberty Valance, pero si la leyenda no tiene a Tom Doniphon y Ranse Stoddard como protagonistas, sino a Rodrigo Díaz de Vivar y Jimena, a Alfonso, Sancho y Urraca, a García Ordóñez, Vellido Dolfos, Alvar Fáñez, Ben Yusuf y Mutamín, ¡ah no!, entonces ya no vale la regla de oro del cine épico; entonces queremos la «verdad histórica» (que nadie sabe a ciencia cierta).

Se le ha reprochado a El Cid, más que a consecuencia de un riguroso análisis estructural o estilístico como fácil deducción «a priori» de los antecedentes —se diría que «penales»— de su director, que era un western. Allá del que desprecie tal género y dé a tal calificativo un sentido peyorativo; lo cierto es que no veo nada que objetar al empleo del estilo específicamente cinematográfico de la épica para tratar un tema que, si se sustituye el siglo XIX por el XI, Texas por España, y pistolas y rifles por lanzas y espadas, podría ser perfectamente el de un western. Imaginemos que, tras Hombre del Oeste y Cimarrón, y antes de abordar la trasposición al género del Rey Lear de Shakespeare con John Wayne, que no llegó a dirigir, Mann hubiese rodado otro western en el que el hijo del antiguo capataz de su rancho (Charlton Heston), enamorado de la hija del sucesor de su padre (Sophia Loren), se ve enfrentado con ésta al dejarla huérfana tras un duelo en defensa del antiguo capataz, acusado por el nuevo de cuatrero, y que luego se ve obligado a huir a otro estado, a consecuencia de su intervención justiciera entre tres rancheros que, a la muerte de su padre, se disputan las tierras heredadas, para, finalmente, combatir a los apaches de Jerónimo tras aliarse con los que siguen a Cochise. Nadie hubiese objetado nada, y es muy probable que esa hipotética película fuese considerada un gran western. Desdichadamente, esa historia —que he relatado muy esquemáticamente, haciéndola más convencional y menos compleja de lo que es— no fue inventada por Philip Yordan o Borden Chase, ni se encuentra en una novela de Ernest Haycox, Louis L'Amour, Zane Grey o Jack Schaefer, sino en el Cantar de Mío Cid. Y ahí empezaron los problemas para Mann, aun antes de hacerla. Recuerdo la saña con que se atacó el hecho mismo de que se fuese a rodar, y los insultos vertidos hacia ella con ocasión de su estreno, tan injustos que alcanzaron no sólo a Sophia Loren —que, aunque aceptable, es lo menos convincente de la película, hoy como entonces— sino incluso a Charlton Heston, notable actor que supo dar al personaje una dimensión mítica y heroica sin por ello privarle de la dignidad, sobriedad y tozudez que su figura requería. Pero la xenofobia es ciega y no se hace preguntas, ni siquiera las más elementales: ¿qué actor español hubiese podido, en 1961 o ahora, dar cuerpo al Cid, y resultar verosímil para los espectadores del mundo, incluidos los españoles? Porque pícaros, cotrosos, viejecitos, burócratas, rústicos y padres de familia orondos los ha habido —y aún queda alguno— entre los intérpretes españoles, pero héroes que no se queden en galanes fatuos, chulos playeros o eternos alféreces provisionales no se me ocurre uno solo.

De Mann se dijo: «dadle un paisaje, una montaña, y os traerá una gran película». Aquí tenía la meseta castellana, algunos montes, las playas de Levante, llanuras desoladas, bosques deshojados, castillos y un héroe pacífico, pero capaz de enfurecerse y de seguir con tenacidad la línea de conducta que se ha trazado, no muy lejano, por tanto, de los que encarnaron en sus westerns James Stewart, Gary Cooper y Glenn Ford. Incluso las intrigas palaciegas y las pugnas familiares tienen un precedente claro en otro western de Mann, escrito por Niven Busch, titulado The Furies (Las furias, 1950), por lo que, si bien es cierto que su estilización supone una ruptura con el estilo épico, grandiosamente sencillo, de las escenas de acción y guerra, lo cierto es que no son «flojas», como creía recordar, sino de una inteligencia digna de Corneille, Racine, Shakespeare, Calderón y, ¿por qué no?, del mejor Brecht.

Y lo demás es aún mejor: nunca se ha filmado —con la ayuda de Robert Krasker, por supuesto— el paisaje de estas tierras, ni se ha contado una historia épica protagonizada por españoles tan bien como en El Cid, salvo, tal vez, por otro «intruso» extranjero, André Malraux, en Espoir (Sierra de Teruel, 1939). ¿Quizá porque desde esa fecha nadie se sentía con ánimos o con suficiente buena conciencia como para narrar una epopeya? Pero ¿y ahora? ¿Dónde está un plano equivalente a la salida a caballo al frente de sus huestes, a librar su última y ya póstuma batalla victoriosa, de ese curioso caudillo que nada hizo por serlo, que se negó a renunciar a su vida privada, que no fue nunca sumiso y que, teniéndolo a su alcance, no tomó el poder?

Publicado en el nº 19-20 de Casablanca (julio-agosto de 1982)

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