miércoles, 21 de junio de 2023

Atlantic City (Louis Malle, 1980)

Si a alguien le cabe alguna duda de que Malle —por lo menos desde que se ha convertido en un cineasta americano— ha aprendido cómo cautivar la atención del espectador desde el plano inicial de sus películas, cortándole el aliento para, a partir de entonces, controlar minuciosamente su respiración, no tiene más que ver Atlantic City, USA (1980), estrenada con incomprensible (aunque no grave) retraso y en fechas que parecen elegidas con la intención de que pase sin pena ni gloria (lo cual recuerda, una vez más, que no se debe vender lo que no gusta). Pero ríanse de los limones salvajes del Caribe. Y eso que, después de seducirnos, Malle nos pega un susto, haciéndonos temer un excesivo protagonismo de un par de imbéciles. Por suerte, el peor de ellos es pronto ajusticiado, y su compañera queda reducida a mera comparsa, con lo que el equilibrio se restablece y emergen nuevamente a la superficie los verdaderos, interesantes y complejos héroes del drama: un viejo, pero digno hampón de tercera fila, que añora tiempos más brillantes (para otros, sus superiores), encarnado con elegancia y seguridad fingida, algo patética, por Burt Lancaster, y su improbable (y poco duradera) pareja, una ambiciosa camarera que aspira a convertirse en «croupier» del Casino de Montecarlo, a la que da vida —mucha— y atractivo —más todavía— esa misteriosa actriz que es Susan Sarandon, una de las menos publicitadas revelaciones originales del cine americano de los 70, que tal vez no esté destinada —por los tiempos que corren— al estrellato, pero tampoco, desde luego, al olvido. Por lo menos, confío en que pronto sigan su carrera con la atención fascinada que merece unos cuantos fanáticos secretos.

Una vez conseguidos dos personajes así, cuanto les suceda puede, en principio, interesarnos. Hay que agradecerle a Malle y a su guionista, John Guare, que no se hayan contentado con eso, sino que nos cuenten una historia cuya falta de vulgaridad empieza por el terreno de juego que elige para desarrollarse: los márgenes de la trama, vagamente policiaca, pero precisamente angustiosa, que ocupa en apariencia la mayor parte del metraje de la película. Porque es obvio que lo que de verdad nos importa no son las peripecias del tráfico de drogas, ni la crónica intermitente de la resurrección de Atlantic City como meca del juego, esta vez con todas las de la ley, sino las relaciones conflictivas, de tanteo y jugadas rápidas, que se anudan entre Lou Pascal y Sally Matthews.

Las mejores películas de Malle, desde Le feu follet («Fuego fatuo», 1963) a ésta, pasando por Le souffle au coeur («El soplo al corazón», 1971) y Lacombe Lucien (1974), e incluso algunas bien planteadas, pero no resueltas, como Ascenseur pour l’échafaud («Ascensor para el cadalso», 1957) y Pretty baby («La pequeña», 1977), basan su dramaturgia en la oscilación entre movimientos de aproximación a los personajes —y de éstos entre sí— y repentinos, pero reiterados, alejamientos. Cuando esta tragedia responde a una especie de partitura prefijada, rígida, como en La pequeña, no funciona satisfactoriamente, pero cuando Malle, más seguro de sí mismo o del terreno que pisa —y es sabido que le preocupa tanto un paso en falso como si se tratara de saltar al vacío, lo que le acerca a Truffaut y le aleja de Godard, Pialat, Eustache, Rohmer o Chabrol—, fía los desplazamientos de su punto de vista a la intuición del momento e improvisa a partir del tema apuntado por el guión en complicidad con los actores, un poco como el intérprete de jazz que se abandona a la busca de las cadencias que siente en cada instante y con el pie que le  da el batería o el pianista. Los resultados son a menudo excepcionales, conmovedores e inéditos en la pantalla. No suelen durar mucho, ciertamente, no es todavía capaz de mantener la nota hasta el final, y de ahí que ninguno de sus films sea plenamente satisfactorio, pero esos momentos de vibración, de precario equilibrio, de caída suspendida y dilatada sin que se produzca del todo, todavía, durante unos segundos más, son impagables, preciosos en su precariedad misma, con el acento conmovedor de lo efímero y de lo condenado, de lo demasiado hermoso para ser cierto o aspirar a permanente. Lo mismo, pues, que le sucede a las relaciones que describe. De ahí que esta limitación, esta falta de dominio o resistencia de Malle —aún insuficientemente americanizado para ser un buen corredor de fondo—, no sea tan catastrófica, tan trágica o lamentable como pudiera parecer a primera vista. Quizá responda a la naturaleza misma de lo que nos muestra o narra, quizá sea su esencia, o la manera más adecuada de hacernos sentir que las ilusiones de Lou no engañarán por mucho tiempo ni al propio protagonista de sus tardíos sueños de gloria, que sólo la dureza y la facilidad con que rompe sus ataduras permitirán un día a Sally llegar a lo que aspira —que es bastante con que sobrevivan, por ahora, cada cual por su lado—, como para pedir, encima, que sigan juntos o logren ser felices. De hecho, el acierto de Malle puede calibrarse por el grado en que lamentemos que Atlantic City, USA acabe casi tan mal —y hasta sin la compensación de la tragedia y lo definitivo— como Le Samouraï («El silencio de un hombre», 1967), de Jean Pierre Melville, y al mismo tiempo admitamos que su conclusión, con toda su dureza y desesperanza, es la más verosímil y lógica —eso desde luego— y la menos tramposa. 

En “Casablanca” nº 9, septiembre-1981

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