jueves, 1 de junio de 2023

Magia cotidiana

Maravillas (Manuel Gutiérrez Aragón, 1981)

Pocas sorpresas hay tan gratas como sentirse guiado, cuando menos se piensa, por territorio desconocido, sobre todo si su topografía real está a la vuelta de la esquina, es la que todos los días se atraviesa sin prestarle ya atención, sin sospechar apenas la posible existencia de puertas que permanecen cerradas a la espera de un soñador que se atreva a golpearlas y a pronunciar la fórmula mágica —"Ábrete, sésamo" o “Abracadabra” — capaz de hacer que se abran y den paso a los insondables y laberínticos pasillos de la ficción.

Sabemos desde muy niños que los bosques pueden estar encantados —Habla, mudita (1973) y El corazón del bosque (1979), también Furtivos (1975), nos lo han recordado—, pero pocas veces —algún atardecer enrojecido, bajo una luna nimbada, cuando la niebla o la polución difuminan el sol, al despuntar la aurora, y en circunstancias subjetivas muy especiales— hemos creído que Madrid pudiese ser una ciudad de misterio; Londres, París, Nueva York sí, tal vez Barcelona, Santiago o Sevilla, por supuesto San Francisco (Vertigo), pero no esta sucia capital, cada vez más invivible, que recorremos a diario con prisas o sin rumbo; o, en todo caso, solamente algunos islotes: los alrededores del Prado, de la Plaza Mayor, de Opera, la Corredera Baja. Y, de pronto, resulta que sí, que Manolo Gutiérrez Aragón, quizá por no haber nacido en ella, ha sabido descubrirle a mi ciudad su cara oculta, convertir la Gran Vía en un pozo sin fondo ni horizonte, encontrar callejas que el pincel de Utrillo no hubiese desdeñado, trasmutar en oro la Plaza de España vista desde lo alto, citarnos en un descampado que rezuma peligro a la sombra de una casa aislada que parece mantenerse en pie de puro milagro, como un mascarón de proa de barco dinamitado.

Y este Madrid de alquimia y conjuración es el lugar de encuentro y perdición de unos personajes opacos, auténticos e imprevisibles, secretos, que tejen una trama estimulante e intrigantemente insólita que Gutiérrez Aragón, sin prisas, va deshojando ante nuestros ojos asombrados como quien abre las sucesivas capas de una alcachofa.

El camino más corto hacia el misterio no es la línea recta, como se sabe, sino más bien el rodeo: piénsese en el círculo de fuego del Fausto de Murnau, en la Tabla Redonda del Rey Arturo y sus caballeros, en Stonehenge, en el circo, en la luna, en las espirales descendentes y ascendentes de Vertigoen los sinuosos y desconcertantes movimientos de cámara de Vampyren el retrato ovalado de Poe, en los ojos. Por eso Maravillas dispone a sus personajes en corro y nos incita a perdernos con ellos, una y otra vez, por el sendero que dibujan con tinta invisible los destinos entreverados del fotógrafo venido a menos (Fernando Fernán-Gómez) y su hija Maravillas (Cristina Marcos), Chessman (Enrique Sanfrancisco) y la inquietante niña que resulta ser su hija, Pirri (José Luis Fernández) y su hermana (Yolanda Medina), Miqui (Miguel Molina), un turbio confesor (Emilio Rodríguez) y un perista (Francisco Catalá), el mago Salomón Toledo (Francisco Merino) y los otros cuatro “padrinos”, judíos o gentiles (Gerard Tichy, Jorge Rigaud, Eduardo McGregor, León Klimovsky), sobre el plano de Madrid.

Aunque coincida con el nombre de una de las protagonistas, el título de la película describe realmente lo que hacen sus artífices con los elementos heterogéneos que -como en los buenos brebajes de hechicero— le sirven de materia prima y punto de partida: el brillante pasado y el sórdido presente; un desafío al borde del peligro, sobre el abismo (“Lo más importante en la vida es no tener miedo: quien es valiente vence, quien es cobarde cae”), y una maldición casi bíblica (“Vete de esta casa y no vuelvas en tu vida”); un anillo que se queda chico y unas piedras preciosas donadas y sustraídas una y otra vez; unos sefarditas errantes y un artista solitario que se siente tan perseguido y marginado como ellos; unos niños perdidos en la jungla de asfalto que juegan a ladrones con armas de verdad; la barandilla de una terraza en un film lleno de tejados, azoteas, puertas y ventanas, dinteles, umbrales, zócalos, pasillos y escaleras: puntos de transición, lugares de paso, bocas de lobo, entradas de cueva. Cómo se ha imaginado —tal vez soñado— y urdido esta trama para que cuaje, para que no pierda capacidad de fascinación cuando uno sabe ya a dónde conduce el camino, es para mí un enigma. No creo que sea una cuestión de escritura, ya resuelta en el guión. Sospecho, más bien, que es producto del contacto de una luz dorada —que, como una varita mágica, transforma cuanto toca— y unos actores, maestro uno -Fernán-Gómez— y aprendices de brujo los más, dirigidos sin puntos de referencia exteriores: su modelo no está en la realidad ni tampoco en el cine o la literatura, sino tal vez en la imaginación confabulada de sus creadores y de los propios intérpretes.

No es frecuente que ver una película —y menos aún si es española— sea una aventura; más raro es todavía que ese viaje sea repetible, renovable, sin merma de su atractivo y de su riesgo. Por eso Maravillas es un reto a la fantasía del espectador que no termina con la película, sino que se prolonga en la calle, de noche o en pleno día, como una obsesión envolvente. Uno desearía descifrarla, descubrir el truco —si lo tiene—, comprender el prodigio; lo tremendo es que no es un simple juego de manos, una ilusión, una pesadilla o una fantasía: ahí están las calles y los edificios, los personajes existen, son verosímiles e inteligibles.

Podría imaginarse una versión —o perversión— naturalista, sociológica, explicativa, de esta historia, cabía emplear de otro modo estos materiales no inventados o creados en estudio con ayuda de efectos especiales, sino extraídos de la realidad inmediata, presente, accesible. Se trata, creo yo, de saber ver más allá de la apariencia o la fachada, de no dejarse llevar por la rutina, los hábitos mentales, las convenciones expresivas, el psicologismo, los métodos probados y seguros, los códigos simbólicos, los gastados pretextos comerciales, y de tratar de traducir a imágenes concretas y precisas una visión interior. Empresa que no está al alcance de cualquiera, pues no todo el mundo se lava los ojos entre mirada y mirada ni tiene en ellos el equivalente poético de los rayos X; tampoco abundan los fotógrafos dispuestos —como Escamilla— a emular a Campanilla y rociar de polvos mágicos una aglomeración urbana poco agraciada para convertirla en un escenario crepuscular que, si no vuela como el navío del Capitán Garfio una vez capturado por Peter Pan, permite en cambio que vuele la imaginación de los espectadores dispuestos a no deponer nunca sus derechos fantásticos o su vocación de exploradores de los incontables otros lados del espejo que constituyen el múltiple país de Maravillas.

Agradezcamos, pues, a Manolo Gutiérrez y sus cómplices esta nueva extensión de las fronteras del sueño, este manojo de llaves para abrir puertas demasiados años cegadas, este faro que ilumina con su luz irreal la realidad circundante, este cuento que nos relata cuando aún estamos a tiempo de comprenderlo y plantarlo en nuestra memoria para continuarlo por nuestra cuenta y —llegado el caso— trasmitirlo a los que no sepan siquiera que en tiempos existió un arte narrativo capaz de hacer que ardiese en la imaginación cualquier madera, aunque estuviese quemada, podrida, mojada o pisoteada. La luz dorada que baña todas las escenas de Maravillas—tanto en interiores como en exteriores— no es otra que la de la chimenea o la hoguera en torno a la cual siempre se contaron los cuentos.

Prólogo al guión de “Maravillas”. Ediciones JC. 1981 

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