lunes, 26 de junio de 2023

Au hasard Balthazar (Robert Bresson, 1966)

La indiferencia, la falta de respuesta que ha acogido el tardío estreno en España de Au hasard Balthazar contrasta espectacularmente con la sensación que causó en los ambientes «cultos» franceses en 1966. Modas y «chauvinismos» aparte, parece más justificada y saludable la entusiasta polémica suscitada allí antaño que el mortecino silencio que ha envuelto aquí y ahora un film que supone la culminación —sin que ello implique valoración alguna: personalmente, prefiero Les Dames du bois de Boulogne (1945) o Quatre nuits d'un rêveur (1971)— de la trayectoria creadora de ese autor cinematográfico rigurosamente único que es Robert Bresson, ya que los problemas que plantea su obra —y en particular Au hasard Balthazar— son los mismos hoy que hace catorce años, en éste o en cualquier otro país.

Si cada película de Bresson supone una ruptura —no siempre la misma— con el cine de su época, parece cómodo en exceso negar que exista relación entre lo que él hace y el llamado séptimo arte, aunque sea el mismo Bresson quien sugiera tal vía de escapatoria, al afirmar insistentemente —pero sin explicarse de modo convincente— que lo que él hace no es cine, sino cinematógrafo o cinematografía, subrayando así el carácter de escritura que tiene su trabajo y, por oposición a los apócopes cinema o cine, el predominio que le confiere en su obra sobre el movimiento (actitud contraria, pues, a la del grueso de los cineastas americanos). Surgen de ahí dos malentendidos: la idea de que el cinematógrafo de Bresson es estático, carente de dinamismo, y la sospecha de que es preciso no ya «leer» sus películas, sino descifrarlas, como si se tratase de un jeroglífico, lo que conduce, a menudo, a una interpretación simbólica que estimo del todo impertinente.

Como caso extremo que es, Bresson provoca reacciones extremadas: el fanatismo de sus admiradores incondicionales ha llegado a hacerles negar, en su nombre, el resto del cine mundial de todos los tiempos; ya que no pueden exterminarle, sus enemigos irreconciliables, cegados por la ira, le atribuyen todos los vicios y le niegan cualquier virtud. Pienso que ambas posturas son equivocadas, y no por su extremismo, sino porque, hasta para atacarle, aceptan los planteamientos exclusivistas de Bresson —que encuentro inadmisibles—, entran en su juego, y porque, además, no conducen a nada.

Para empezar, hay que rebatir la validez del concepto de cinématographe, difuso arte de cuyos secretos Bresson se presenta como único poseedor, y aclarar que, llámese como se quiera, no es más que una forma ciertamente distinta de la común, pero no mejor ni peor simplemente por eso de entender el cine. Es más, el trabajo de Bresson cobra sentido —y hasta valor— precisamente por contraposición a la práctica de los restantes directores, de la que es a fin de cuentas tributaria y dependiente: la necesita para apartarse de ella, para hacer lo contrario o algo diferente. Sin este punto de referencia su labor sería prácticamente imposible —no creo que la estética de Bresson pudiese surgir en el vacío— y, en todo caso, resultaría incomprensible y caprichosa o, en el mejor de los casos, vulgar y corriente. Tampoco Godard o Straub hacen lo mismo que la mayoría de sus colegas, sin que por ello pretendan ser únicos representantes de otro arte, ni sigan al pie de la letra principios expuestos por Bresson en ese curioso panfleto entre El pequeño libro rojo y —según me dicen, con malicia— Camino, pero no desprovisto de poesía —Valéry, St. John Perse, Mallarmée, las greguerías de Ramón Gómez de la Serna—, que se titula Notes sur le cinématographe. Menudo aburrimiento si todas las películas pareciesen hechas por Hitchcock, o por Eisenstein, o por Bresson, o por Godard, cuando precisamente unas de las cosas que hacen el cine atractivo es su variedad, la compatibilidad de los estilos más opuestos, la posibilidad de admirar —por razones distintas, claro, y no en la misma medida— a Allan Dwan y a Federico Fellini, a Josef von Sternberg y a Jean Rouch, a Stanley Donen y a Marguerite Duras, a Fritz Lang y a Elia Kazan, a Richard Fleischer y a Ingmar Bergman, a Howard Hawks y a Orson Welles, a Jean-Marie Straub y a Cecil B. de Mille, a Frank Capra y a Hans Jürgen Syberberg, a Michelangelo Antonioni y a los hermanos Marx, a Luchino Visconti y a Ozu Yasujiro, etc., etc.

En segundo lugar, y antes de emprender cualquier defensa de Bresson, conviene reconocer tanto sus limitaciones —altivamente asumidas, erigidas en sistema teórico y «voluntario», presentadas como principios éticos y estéticos —y lo que podríamos llamar sus vicios o, si se prefiere, sus manías. Creo innegable que en Bresson hay algo de autocensura, de represión puritana, de rigidez, de soberbia, que puede resultar detestable o irritante, que empobrece algunas de sus películas —Procès de Jeanne d'Arc (1962), Une femme douce (1969)— y anula casi por completo una —Le diable probablement, 1977, lamentable excursión por un mundo que desconoce y del que no tiene nada que decir, salvo tópicos y banalidades—, y pone en entredicho el resto de su obra. Su negativa a usar o mostrar lo no estrictamente imprescindible equivale, a veces, a exigir que nos conformemos con muy poca cosa, a dejar de lado lo interesante o emocionante, y conduce en ocasiones a la oscuridad innecesaria, al esquematismo o a la anemia, cualidades todas ellas que considero perfectamente prescindibles; su autoexigencia, a menudo admirable, ejemplar y digna de encomio, se delata a veces como mera tacañería, estreñimiento plástico, esterilidad (más sequía que sequedad), falta de imaginación, anorexia o catatonía, dolencias a las que encuentro preferibles la desbordante generosidad creadora de cineastas que —como Nicholas Ray, Orson Welles, Elia Kazan, Federico Fellini o Martin Scorsese— pueden pecar de desordenados y confusos, hasta de autocomplacientes, pero cuya entrega y sinceridad —a veces falta de pudor— predisponen a la indulgencia (el Bertolucci, hoy autosecuestrado, de Prima della rivoluzione, o el Godard, tal vez suicidado en mayo de 1968, de Pierrot le fou, por ejemplo). Habría que precisar, además, que a Bresson le falta espíritu autocrítico a la hora de medir hasta dónde se puede llegar por el camino de la retención y que tiende a confundir la libertad creativa con el desprecio a los demás y el aislacionismo cuando, en su afán de huir de la redundancia, llega a la incomunicación con el espectador. Y es que hasta la sobriedad puede ser un exceso y una facilidad; además, vivir siempre con lo imprescindible resulta muy triste.

Dicho esto, hay que admitir también que Bresson ha mantenido durante toda su ya larga carrera, una fidelidad a sí mismo, una integridad, una obstinación, un rigor, una exigencia, una impermeabilidad a las modas que no excluye el progreso, y una originalidad que resultan, en sí mismas, admirables e infrecuentes y que, en muchos casos, han dado resultados apasionantes y de una emocionante pureza, que nada deben a las convenciones ni a la mitología del cine, que no recurren jamás al histrionismo ni a la dramatización forzada o amplificada, ni a los efectos teatrales o de montaje. Ahora bien, hay que huir de una definición negativa del estilo bressoniano, o se acabará elogiándole por su habilidad para eludir errores, por no caer en trucos baratos o mezquinos, por no hacer el tonto con el zoom, etc., es decir, por lo que no hace, en vez de elogiar lo que hace, que es lo interesante de su trabajo cinematográfico, a fin de cuentas.

Lo malo es que el estilo de Bresson es muy difícil de cernir con precisión; es fácil describir objetivamente sus películas, dejando al gusto de cada cual la valoración positiva o negativa de tal estilo y su mayor o menor coherencia interna y adecuación a lo que en cada una de ellas narra. Pues hay que insistir, más que nada para deshacer un equívoco, que el cinematógrafo de Bresson, aunque no dramático, es absoluta y completamente narrativo, a veces incluso —sobre todo en Au hasard Balthazar— pura narración.

Lo prodigioso de esta película es, precisamente, además de la acostumbrada concisión y desnudez de gestos y palabras, que se da por supuesta a estas alturas de la carrera de Bresson, el paso constante de una cosa a otra, de un personaje a otro, enlazándolos no dramáticamente, sino tan sólo narrativamente, con un ritmo pausado pero cuidadosa y musicalmente medido y modulado, con una fluidez que nunca decae, y todo ello sin que la narración esté al servicio de una historia o de una argumentación ideológica o moral, sino que cualquier sentido que pueda desprenderse de la película sea consecuencia directa, y casi secundaria, de la narración misma.

Ya sé que el mismo Bresson manifestó, no sé si sinceramente o para ofrecer algún tipo de apoyatura a entrevistadores claramente desconcertados por el film que decían admirar, que Au hasard Balthazar «partía de dos ideas, de dos esquemas si se quiere. Primer esquema: el asno pasa en su vida por las mismas etapas que un hombre, es decir, la infancia: las caricias; la edad madura: el trabajo; el talento, el genio en la plenitud de la vida; y el período místico, que precede la muerte. Segundo esquema, que recubre el primero o parte de él: la trayectoria de ese asno, que pasa por diversos grupos humanos, que representan los vicios de la humanidad, a causa de los cuales sufre y muere» (los subrayados son míos), e ignoro si al improbable y desconocido lector de estas páginas tal programa le resultará tan repugnante como a mí, pero el caso es que, afortunadamente, Au hasard Balthazar dista mucho de limitarse —diría, incluso, de aproximarse— a tan moralizante y esquemático planteamiento, que está, por lo demás, en abierta contradicción con cuanto Bresson ha sostenido y hecho antes o después. Lo chocante —respeto excesivo al «maestro», tal vez— es que ni Godard ni Delahaye le discutiesen en el acto semejante formulación, prácticamente simbólica y de una falta de interés acongojante. ¿De modo que los personajes no son tales, sino que representan los vicios de la humanidad, nada menos? ¿Cómo se compagina eso con la brillante definición greguerística que da en sus Notes al escribir «Films cinematográficos: emocionales, no representacionales» y con sus constantes ataques al cine, que iguala al teatro, al describirlo como mera reproducción fotográfica de una representación? Esto nos lleva directamente al problema del burro.

Resulta que el Balthazar al que alude el título del film es un burro. No es frecuente que el protagonista de una obra de arte sea un animal, sobre todo si no es una película infantil de dibujos animados ni una fábula, y más aún si el animal no es «humanizado» mediante el habla, la mirada o algún otro atributo fantástico y deformador Ni siquiera Platero y yo de Juan Ramón Jiménez serviría de precedente al film de Bresson, aunque no deja de ser sorprendente que nadie haya mencionado, ni en España ni en el extranjero, este libro admirable, víctima de tantos malentendidos como Au hasard Balthazar, y saludado también lo mismo con una admiración beata y sensiblera como con un odio injusto y dirigido, más que a la obra en sí, a la lectura propuesta por sus defensores a ultranza. Como Balthazar, al contario que Platero, es un asno sin atractivo, contemplado por el autor con neutralidad y sin afecto, y se caracteriza, como es natural, y en esto al igual que el burrito de Juan Ramón, por su pasividad, no se ha querido aceptar su condición de protagonista —pese a responder muy precisamente al significado originario de tal palabra—, y se ha tendido a hacer de él un símbolo o un mecanismo narrativo, según las inclinaciones de cada comentarista: los más píos han recordado la entrada de Cristo en Jerusalén montado en un asno, creo recordar que el Domingo de Ramos, y se han apresurado a confundir a Balthazar con el cordero pascual, convirtiéndole poco menos que en una figura crística (o un «chivo expiatorio», por lo menos, de los pecados del mundo); los tributarios del mecanicismo estructuraloide han tomado a Balthazar por un artificio o vehículo de la historia, idea un tanto absurda si se tiene presente que no hay trama propiamente dicha, que tal función podría desempeñarla igualmente un ser humano y que tampoco era preciso un asno para «neutralizar» un hipotético personaje - enlace (que fuese un «go-between», qué sirviese de «relais» entre los demás), pues, como se sabe, los personajes bressonianos son suficientemente «opacos» y pasivos (hasta en su tozudez o constancia) como para no desequilibrar la película.

Lo que el asno demuestra es mucho más simple. Ni siquiera puede decirse que los personajes humanos se definan por su comportamiento para con Balthazar, ya que nada obliga a dar más importancia a tal trato que a la conducta que siguen o las relaciones que establecen entre sí, sin que el burro asista a ellas más que como mudo testigo. Balthazar supone la prueba definitiva de que para Bresson los actores son, más que intérpretes, simples «modelos» (ésta es la palabra que él emplea, y a la que pueden darse dos acepciones, ambas válidas: modelo que posa para un pintor, modelo que pasa vestidos en un desfile de modas); por eso puede servirle lo mismo un animal poco expresivo que un hombre o una mujer; por eso Balthazar es un personaje de la película al mismo nivel que Marie, su padre. Gérad o Arséne, e incluso es el único que aparece en toda la película —en caso todas las escenas; el que más tiempo permanece en pantalla— y el único del que conocemos su vida —ciertamente, más breve, y por supuesto elípticamente— entera, casi desde el nacimiento hasta la muerte. Podría decirse que el asno es el actor bressoniano por excelencia, si no fuese porque Bresson le encontró poco obediente y, en ocasiones, demasiado histriónico y «habilidoso».

Ahora bien, lo interesante de Au hasard Balthazar no es, naturalmente, el burro. Más bien al contrario, es una película apasionante con o sin él, ni siquiera a pesar de Balthazar: lo único interesante de que este personaje no sea humano consiste en que en ningún momento puede alterar, prever o determinar el curso de los acontecimientos ni las relaciones que se tejen y destejen entre los restantes protagonistas del film, hecho que permite a Bresson moverse con una libertad de la que ni antes ni después ha disfrutado. Eliminadas las relaciones de causalidad, no existe otro criterio en que asentar la narración que el de la pura sucesión cronológica, sin la limitación que puede suponer la existencia de un personaje central único o en todo caso muy preponderante, como en Journal d'un curé de campagne (1951), Un condamné à mort s'est échappé (1956), Pickpocket (1959) o Mouchette (1966). La única trayectoria que aquí se sigue en su integridad, la de Balthazar, es secundaria, por lo que las posibilidades de asociación de imágenes y sonidos, de montaje, se multiplican. De ahí el extraordinario ritmo, a la vez musical y poético, de la película, sus imprevisibles variaciones y modulaciones, la importancia y autonomía de cada plano (en vez de rodar cada escena en un plano, es decir, de construir la película en plano - secuencia. Bresson hace de cada plano un secuencia, llevando a un extremo insuperable su capacidad de condensación y síntesis), el relieve que cobra cada rostro, cada palabra exactamente colocada —gracias a esa libertad de disposición— en el lugar preciso para que adquiera mayor resonancia, mayor poder de sugestión. En ningún film ha sido Bresson tan fiel a sus propios principios como en Au hasard Balthazar, donde no todo está presente, sino que cada palabra, cada mirada, cada movimiento, tiene cosas subyacentes», que «no está prefabricado. Se hace según discurre ante tu mirada. Imágenes y sonidos en situación de espera y reserva», que consigue «poner en una imagen lo que un escritor tejería en más de diez páginas». De ahí la fascinación, el misterio, la opacidad de este film que no trata de imponerse al espectador, sino que casi intenta eludirle, que se contenta con rozarle muy suavemente, pasajero y fugitivo constantemente, y que resulta emocionante precisamente porque se resiste a recurrir a cualquiera de los métodos que se han revelado emocionantes en el curso de la historia del cine. Es una película que puede obsesionar precisamente porque es inasible, porque su fugacidad fascinante nos hace correr en pos de sus imágenes, tratando en vano de retenerlas, de asimilarlas y asociarlas permanentemente: cuando creemos haberlo conseguido es ya demasiado tarde, son otros los rostros, otras las lágrimas, distintas las palabras y los ruidos, diferentes miradas las que Bresson nos presenta, igualmente efímeras y transitivas. Ver Au hasard Balthazar es un poco como leer el libro de arena imaginado por Borges.

En “Dirigido por” nº 75, agosto-septiembre 1980

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