viernes, 23 de junio de 2023

Hitch y su sombra

La imagen de Alfred Hitchcock se confunde con la de sus exegetas.

De la miseria de sus detractores da idea el que para todos ellos no existiese más que un Hitchcock. Pero no les acusaré de falta de imaginación, porque ese Hitchcock nunca existió realmente.

Para los indiferentes —no sé si a Hitchcock o al cine había tres: el técnico, el comerciante y el «mago del suspense» (mera suma de los dos anteriores). No dieron muestras de gran fantasía: esos tres sí que existían, aunque bien acompañados.

En cambio, cada uno de sus admiradores —y pocos artistas los han tenido más fervorosos— tenemos nuestro Hitchcock, no sé si el que nos merecemos o el que mejor nos refleja.

Porque para Hitchcock el cine no era «un pedazo de su vida», sino el rectángulo de la pantalla: un cuadro o, más precisamente —puesto que implica una intervención activa, una elección, una mirada—, un encuadre. Y en Hitchcock la pantalla es un lugar de encuentros: la superficie donde se dan cita la luz y la penumbra, donde se proyecta no sólo una película, sino un grupo de espectadores fascinados, inquietos, turbados, sobrecogidos o regocijados. La pantalla es, por tanto, a la vez —para el público— un espejo y —para Hitchcock— una cortina.

Pero una cortina rasgada. El hombre gordo, indolente, tímido, acomplejado, pudoroso, modesto, quizá perverso, de aspecto apacible e inofensivo, a veces grave y adusto, otras sonriente Buda, se asoma por tres rajas o rendijas, abiertas a cuchilladas, al otro lado del telón: la del humor —sin duda la más reveladora, la menos premeditada—, la del deseo —generalmente insatisfecho— y la del pánico. La primera era irreprimible, la segunda trataba de ocultarla o disimularla cuidadosamente y la tercera la cultivó como nadie.

Pero queda todavía otra rendija, la que mejor deja ver a Hitchcock indefenso, probablemente por estar siempre abierta como una ventana, como una puerta, de par en par. Porque era su ventana indiscreta, el ojo de la cerradura por el que (a escondidas) Hitchcock espiaba el mundo: el encuadre.

El que encuadra, automáticamente, selecciona: incluye unas cosas y deja fuera otras. Es decir, muestra y oculta. Además, las fronteras de la imagen dependen de la distancia existente entre la cámara y lo que se filma, y determinan, por tanto, el tamaño de lo que ve se. Las dimensiones, la proximidad o lejanía y el orden en que se suceden las imágenes indica, por mucho que diga lo contrario, lo que al cineasta le importa. Y ningún director ha sido tan maniáticamente exacto como Hitchcock en el momento de decidir el ángulo de toma, la proporción de los objetos, la duración del plano. Por ahí se le puede desenmascarar. El mismo realizador se delata cuando hace depender de su «encuadrabilidad» la talla ideal de las actrices (curiosamente, la de su propia esposa, Alma Reville).

El Hitchcock que bromea es el mismo que tiembla, angustiado, ante un peligro imaginario. Sus tramas son los más terribles delirios de persecución, los más absurdos e inexplicables: al lado de Con la muerte en los talonesFalso culpable o Los pájaros se quedan cortos Kafka y el delirium tremens. Sus historias de amor son las más turbias e inquietantes, las menos felices, acaben como acaben: VértigoMarnieSospechaRebecaEncadenados, de nuevo Falso culpableTopaz. Su humor se basa en la paradoja y está a dos palmos de la pesadilla: Extraños en un trenPsicosisLos 39 escalonesCortina rasgada («por un lado, tiene gracia; pero por otro, ¡maldita la gracia que tiene!»), Con la muerte en los talones, otra vez. Se movía con la misma soltura en la banalidad cotidiana (Falso culpable) y en la inverosimilitud onírica (Los pájaros), y se complacía en mostrar que a menudo no son sino las dos caras de una misma moneda, y que esa moneda gira sobre su canto y, además —como se sabe—, tiene más de dos caras. Y si se piensa que en el cine de Hitchcock toda cara es una máscara, y que a veces dos personas tienen el mismo rostro, lo que origina penosas confusiones (le pueden tomar a uno hasta por alguien que no existe, como George Kaplan), que es tan peligroso no saber nada (RebecaCortina rasgada) como saber demasiado, y que tanto vale el exceso de confianza (El proceso ParadineYo confiesoFrenesíTopazPsicosis) como la desconfianza (SospechaEncadenados), habrá que concluir que Hitchcock era un perturbador, un terrorista en potencia, un incorregible escéptico.

Al morir, los artistas van al Olimpo. Dejan de ser polémicos. Se les embalsama con elogios hipócritas y se les sepulta en los museos, en las catacumbas de las filmotecas, en las pirámides de papel de los estudios académicos. Se convierten en carne de tesis. Como muy bien sabía el autor de Vértigo, la muerte despierta un morboso interés en los supervivientes: tras años de silencio, casi de olvido, vuelve Hitchcock «de entre los muertos» en homenajes y ciclos retrospectivos. Después de muerto seguirá dando dinero: el éxito de la reposición de Con la muerte en los talones (y las que se los pisarán muy pronto) lo demuestra.

Lo malo es que su pervivencia artística está sirviendo de pretexto para que —sobre todo en América, donde nunca tomaron en serio su cine— se escriban páginas de retorcidas y absurdas interpretaciones, a lo que no habría demasiado que objetar si no fueron justo lo contrario que las películas de Hitchcock: mortalmente aburridas. Ciertamente, el fenómeno no es nuevo: pocos cineastas han sido tan interpretados como Hitchcock; se diría que algo en sus películas incita a ir más allá de lo que sus precisas medidas y fascinantes imágenes nuestras o señalan, que su tendencia a desconfiar de las apariencias invita a no detenerse en lo que su cine parece narrar. Lo que sí es relativamente novedoso es la falta de imaginación y de sentido del humor con que se ven ahora sus películas, el sopor que infunden recientes análisis estructurales y psicoanalíticos de obras tan conmovedoras, divertidas o escalofriantes como VértigoCon la muerte en los talones o Psicosis.

Tal vez convenga, por eso, darle la palabra al propio Hitchcock, para que, medio en broma, medio en serio, desde el pasado, dibuje, una vez más, con trazos simples y finos, su propia caricatura, y complementar esta imagen esquemática con el afectuoso retrato, no exento de amargura, de una mujer que le conoció bien, Odette Ferry. 

En “Casablanca” nº 9, septiembre-1981

No hay comentarios:

Publicar un comentario