El olvido
El reciente paso por Madrid, Sevilla y Barcelona de Otto Preminger, aunque desde luego menos furtivo que el de Samuel Fuller —a quien, por lo visto, no logró ver nadie que supiese qué preguntarle—, no parece haber contribuido en lo más mínimo a disipar los malentendidos que en torno a su persona y, sobre todo, acerca de su personalidad como cineasta, se habían extendido por el mundo y, en versión simplista, en nuestro país a principios de los años 60, justamente antes de que una maniobra de los Cahiers du Cinéma —por aquel entonces interesadamente empeñados en promocionar los «nuevos cines» que surgían, como hongos o como chinches, en todos los países; cuanto más pobres, tercermundistas y carentes de tradición cinematográfica, mejor también— hiciese de Preminger—con Vincente Minnelli y algún otro que no había llegado a ser «intocable» como Hawks y Hitchcock— el objetivo a combatir, precisamente por lo que de claridad de exposición, de dominio narrativo y de esplendor visual tenían. Pronto se sumaron a este ataque las revistas más o menos tributarias —aunque fuese por llevarles la contraria— de los Cahiers, tanto en España o Italia como en Inglaterra o Estados Unidos, volcadas, en su mayor parte, a la desesperada empresa de demostrar que eran más «vanguardistas», primero, y más «izquierdistas», poco después, que la casa matriz o que cualquier órgano de expresión de la competencia. Desde Mayo de 1968 —fenómeno político y sociológico que ha tenido en el cine una influencia comparable a la llegada del sonoro, la disolución de los estudios de Hollywood, la desaparición de la serie B o la irrupción de la Nueva Ola, por razones que no acabo de entender y que merecerían un estudio detenido—, Preminger pasó críticamente «a mejor vida»: borrado de la nómina de los «grandes», definitivamente desterrado del «Panteón», se vio relegado al pasado —Laura (1944), por supuesto— o directamente al olvido, sin que el propio cineasta —sin duda inconsciente de su caída en desgracia, o altivamente indiferente a su fortuna crítica— supiese oponer resistencia: frente a la contundente perfección de obras maestras como Anatomy of a Murder (Anatomía de un asesinato, 1959), Exodus (Éxodo, 1960), Advise & Consent (Tempestad sobre Washington, 1962) o incluso The Cardinal (El cardenal, 1963), no logró ofrecer a sus diezmados seguidores otra plataforma de defensa que las bellezas dispersas (a menudo enturbiadas por un exceso de escoria y sustancias magmáticas) de In Harm’s Way (Primera victoria, 1965), Hurry Sundown (La noche deseada, 1966) o Tell Me That You Love Me, Junie Moon (Dime que me amas, Junie Moon, 1969); ni los singulares aciertos de Such Good Friends (Extraña amistad, 1971) —estrenada tardíamente y de incógnito en nuestro país— ni el fracaso total y absoluto de Rosebud (subtitulada Desafío al mundo, 1975)— sin duda la peor película de su autor, aunque tan bien filmada como las demás— causaron ya el menor revuelo, negativo o positivo —pese a que el infantil sionismo de la segunda podría haber dado motivos para indignarse a nuestra «progresía»—, en las aguas dormidas del mar muerto en que se ha convertido la crítica cinematográfica tras el desconcierto que sucedió al imperio de los pescadores en aguas revueltas (que la dominaron entre 1966 y 1975).
Preminger fue siempre, hasta en sus tiempos más gloriosos, un cineasta controvertido, discutido y polémico. No me refiero, claro está, a su reputación —más de productor que de director— en América, donde le confundían con Stanley Kramer y nada sabían, por lo visto, de Fallen Angel (¿Angel o diablo?, 1945), Whirlpool (Vorágine, 1949), Where the Sidewalk Ends (Al borde del peligro, 1950) o Angel Face (1952), sino a su acogida por la crítica europea, divida entre fanáticos de Preminger —que iban de Présence du Cinéma, pues era uno de los componentes del «póker de ases» del Mac-Mahon, a Robin Wood, pasando por Godard, Rivette y Rohmer— y decididos enemigos de su uniforme y equilibrado «clasicismo» y, sobre todo, de su pretendida «objetividad», que se calificaba peyorativamente de «calculadora» y «astuta», cuando no se recurría a conceptos tan poco esclarecedores como la «frialdad» y la «ambigüedad» para tratar de explicar, con entusiasmo o con indignación moralizante, la rara precisión y amplitud de la puesta en escena premingeriana.
Preminger no fue nunca bien entendido, creo yo; por ello tuvo tanta aceptación la decisión de desacreditarle y borrarle del mapa de un plumazo: olvidado, dejaba de constituir un punto de confrontación, una referencia polémica, un problema crítico, un misterio. Hasta sus partidarios se agarraron como a una tabla de salvación a los defectos o las concesiones de La noche deseada para abandonar un barco que se hundía y cuya defensa resultaba cada vez más difícil y comprometedora; eran tiempos en los que no se llevaban las sutilezas ni las distinciones, más propicios a las condenas precipitadas y a los pretextos ideológicos, con lo que más valía olvidarse de Preminger, correr un tupido velo sobre pasadas admiraciones y dejar que el paso del tiempo devolviese las aguas a su cauce. Lo que se aceptaba —o se aplaudía— en Bellocchio o Visconti (pienso en I pugni in tasca o Vaghe stelle dell’Orsa…) se repudiaba en Preminger, porque no había en él ni rabia subjetiva y agresividad ni tampoco elegancia decadente y morbosa; para colmo, su melodrama familiar sureño no llevaba el marchamo prestigioso de un Tennessee Williams o un William Inge, ni cedía a los arrebatos histéricos de un Elia Kazan. Se añoraba —o se fingía añorar, más bien— el intimismo de los thrillers de los años 40 para atacar los grandes frescos espectaculares como Primera victoria —y, retrospectivamente, se trasladaban sus fallos a El cardenal, Tempestad sobre Washington o Éxodo, convertida esta última, súbitamente, en «panfleto sionista», por obra y gracia de la «Guerra de los siete días»—, pero se pasaba por alto un acierto completo, «policiaco-psicológico» e intimista como Bunny Lake Is Missing (El rapto de Bunny Lake, 1965) que es lo mejor que ha hecho Preminger en mucho tiempo, por lo menos hasta The Human Factor (El factor humano, 1979). Naturalmente, nadie se sintió obligado a ver con un mínimo de atención y respeto otras películas, ciertamente imperfectas, pero en absoluto desdeñables, como Dime que me amas, Junie Moon y Extraña amistad, en las que podía apreciarse, con un poco de paciencia y discernimiento, que Preminger seguía siendo, a pesar de todo, uno de los maestros de la puesta en escena cinematográfica, es decir, de un arte en vías de extinción y que hoy parece que nadie sabe ni siquiera qué es… o qué fue.
El factor humano
Un hecho sintomático: cuando en la Filmoteca Nacional se pasa un viejo film de cualquiera de los grandes cineastas descubiertos por los Cahiers, de los que los cinéfilos de hace quince o veinte años hemos visto muchas veces, pero la última hace ya muchos años, solemos encontrarnos allí personas que ahora nos vemos muy de tarde en tarde, que en algunos casos se han convertido en directores, que en otros han abandonado la crítica, dispuestos a poner a prueba nuestro entusiasmo de antaño: da más o menos lo mismo que se trate de Vertigoo Marnie de Hitchcock, de The Horse Soldiers, Two Rode Together o The Man Who Shot Liberty Valance de Ford, de Red River o The Big Sky de Hawks, de Distant Drums o The Tall Men de Walsh o incluso de Heller in Pink Tights de Cukor, allí estamos todos de nuevo, o casi todos, y cuando alguna vez fallamos es porque no hemos podido acudir a la cita, no porque no quisiésemos. Con todos aquellos grandes cineastas sucede más o menos lo mismo, con mayor o menor fervor o aprensión… salvo con Preminger: de repente, se proyecta River of No Return (Rio sin retorno, 1954), una película que hace diez años que no se ha podido ver —y, para eso, por televisión, sin Cinemascope y en blanco y negro—, en una copia perfecta y nueva, en V.O., y no hay nadie… pese a que es un film que, aparte de Preminger, contaba con atractivos tan singulares como Robert Mitchum y, sobre todo, Marilyn Monroe. A igualdad de condiciones —comprendo que la V.O. sin subtítulos desanime a algunos—, Preminger suscitaba menos interés que Cukor. Porque, en efecto, ¿para qué arriesgarse a recordar cuán grande era Preminger? Eso podría obligar a revisar sus películas posteriores, a contar con él de nuevo, a seguirle la pista, a prestar atención a El factor humano… y es más cómodo, desde luego, decidir que el cine ha muerto o pertenece al pasado, echar a la basura la década de los 70, o no ocuparse más que de los cineastas de moda —Bertolucci un año, Oshima el siguiente, Fassbinder el otro, Wajda el que viene—, a ser posible jóvenes, en activo, respetables y «de izquierdas» (el escepticismo no se lleva más que como postura, no como ética permanente y vigilante), y mejor cuanto más explícitos sean, cuanto más obvias o proclamadas estén sus intenciones y sus simpatías.
Hoy se pide un cine prefabricado, que no obligue a pensar ni, prácticamente, a mirar; en el límite, películas que no es preciso ver, porque se sabe de antemano de qué tratan —da lo mismo que sea de un terremoto o de las «luchas populares en Italia»—, cómo son, cómo están hechas —en general, de cualquier manera: en el fondo, de la misma— y cuál es su significado —aceptando por tal el que su autor ha declarado en entrevistas y ruedas de prensa—; por eso resultan inasimilables las películas que de verdad escapan a esas características, lo mismo si son «primarias», en bruto, directas como Sauve qui peut (la vie) de Godard que si son, por el contrario, modestas, sutiles y elaboradas… como El factor humano de Preminger.
No es que se parezcan en nada, salvo en su falta de pretensiones, en su discreción y en su claridad narrativa, pero en cuanto vi el último film de Preminger pensé que le esperaba la misma acogida crítica que se le dispensó a The River’s Edge (Al borde del río, 1957) de Allan Dwan cuando, con diez años de retraso, se estrenó en España. He aquí un film todavía más anónimo y menos llamativo que sus personajes, que no trata de imponerse al espectador, que prescinde olímpicamente de todo tour de force o morceau de bravoure, que aspira a la nitidez y la amplitud, a la evidencia y al orden, y que se niega a subrayar cualquier cosa o a expresar con palabras lo que puede deducirse de sus imágenes o de la observación de la conducta de sus personajes.
Acostumbrados al gratuito intervencionismo de la mayoría de los individuos que hoy dirigen películas, perdido el contacto con toda forma de clasicismo que no pertenezca al pasado —y que se mire, por tanto, con visión retrospectiva, a veces historicista incluso— o que no sea un simple remedo —no llegan a más los jóvenes cineastas americanos, a menudo estimables, que podrían calificarse de clasicistas o neo-clásicos, de Pakula a Woody Allen pasando por Schrader, Cimino, Malick o Bogdanovich—, no es raro que la mayor parte de los espectadores habituales de «modernos» como Fassbinder y «tradicionales» como Schlöndorff no sepan qué hacer hoy con el impecable clasicismo de El factor humano, film del que, efectivamente, nada hay que decir, porque nada en él es nuevo —aunque actualmente se haya hecho desusado e inhabitual— ni requiere explicaciones; todo está en el film, y sobran comentarios y aclaraciones innecesarias.
Por eso se abandona rápidamente la transparencia de sus imágenes, la lógica tranquila e implacable de su dramaturgia, el despojamiento de su estructura narrativa, la nada espectacular perfección de los intérpretes —no hay «grandes actuaciones»—, hasta el implícito desdén con que —un poco como el Hitchcock de Topaz (1969)—se pone en evidencia —en vez de denunciarla o protestar airadamente contra ella— la sórdida y fútil manipulación de que son objeto los ciudadanos por parte del Estado —cualquier Estado—, sobre todo si son espías; se abandona tan escurridizo (poco propicio al lucimiento) terreno y se parte en busca de algún asidero externo a la película en sí. En este caso, como tiene un antecedente literario ilustre, y muy leído en España, la atención se desplaza a la sobrevalorada novela de Graham Greene —a mi entender poco innovadora, y muy inferior a cualquiera de la últimas de John Le Carré—; habría que ver cómo se hubiese insultado a Preminger, de haber modificado la novela tanto como suele hacerlo por lo general, pero como resulta que su película es de una extraordinaria fidelidad al argumento y al punto de vista de Greene, no hay más remedio que reprocharle esa misma fidelidad, acusando a Preminger de servilismo, falta de imaginación, excesivo respeto y otras lindezas, y a la película —como no es nada violenta ni espectacular o sensacionalista— de sosa e ilustrativa (esto cuando se celebra a Huston más allá de toda medida, y olvidando la frecuencia con que hasta sus mejores películas son verdaderamente escenificaciones filmadas de un texto preexistente, se trate de un libro o de un guión original).
Pero claro, Preminger ha sido siempre un hombre de visión, no de discurso; de ahí la académica controversia de antaño acerca de si era o no un autor, cuando lo que ha sido siempre, por encima de todo —y casi, incluso, por encima de todos—, es un realizador, un cineasta capaz de encarnar en unos actores unos personajes, de convertir en confrontación dramática cualquier tema, de hacer de cualquier historia narración cinematográfica pura. Y resulta que, pese a los tropiezos, a los errores y a las flaquezas de los últimos años, Preminger es todavía capaz de dar algo que hoy nadie pide ni desea recibir: una lección de puesta en escena.
La presencia
Esperar que Preminger pudiese decir ahora —en una entrevista o en una rueda de prensa— algo más de lo poco que siempre ha dicho supondría no conocerle, ni haber leído sus anteriores declaraciones —existe un libro-entrevista, de Gerald Pratley, que demuestra que no es fácil hacerle hablar—, ni entender su forma de hacer cine. Muy «americano» —o americanizado— en eso, Preminger es uno de esos cineastas que nada tienen que decir que no expresen —y mucho mejor— sus películas; tan reacio a considerarse un artista y a las divagaciones teóricas, egocéntricas, reflexivas o generalizadoras como a descender a detalles que calificaría de «meramente técnicos», Preminger se las ha arreglado para confundir y frustrar a sus entrevistadores de ocasión —a los que ha tratado con una tolerancia tan explícita y una cortesía tan «vienesa» que a veces se han tomado por encubiertamente ofensivas, no siempre sin razón—, que no han logrado sacarle nada nuevo.
Si hay secretos, Preminger se los llevará a la tumba —como, por lo demás, todos los cineastas que tendrían algo que enseñar—, y ni siquiera se prestará al juego de fingir —como Hitchcock o Sirk— que nos da algunas recetas caseras; no hay que olvidar, por otra parte, que Preminger ha sido actor —piénsese en su divertidísimo coronel Von Scherbach en Stalag 17 (Traidor en el infierno, 1952) de Billy Wilder—, y que lo sigue siendo… aunque me pareció que era sincero cuando pretendía no acordarse de nada, y creo que era auténtico su asombro ante algunas cosas que a mí me han desconcertado de sus últimas obras y que él no recordaba haber hecho.
De modo que no se espere gran cosa de la entrevista que sigue, porque su lectura resultará decepcionante; es más, debo señalar que he conservado algunas respuestas meramente para dar una idea de sus evasivas o bien porque no todo el mundo ha leído sus anteriores declaraciones y ciertas cosas que yo me sabía de memoria pueden parecer curiosas. Yo acudía a su «suite» del Hotel Ritz de Madrid a las 6 de la tarde del jueves 23 de octubre de 1980, con un magnetófono bajo el brazo y más de 90 preguntas muy concretas sobre toda su carrera en la cabeza; me encontré con que había menos tiempo del previsto inicialmente, por lo que no pude dispararle más que unas 45, buena parte de las cuales no obtuvieron más respuesta que el asentimiento más escéptico, el «puede ser» con que Preminger acepta cualquier crítica o la muralla de olvido que parece haber interpuesto entre sí mismo y todo lo sucedido hace más de medio año. También me encontré con que Preminger, tal vez ya harto de contestar preguntas —casi siempre las mismas, por añadidura—, tendía a convertir mi interrogatorio en una conversación, preguntándome casi tanto como yo a él… todo lo cual, aunque agradable y divertido para mí, no tendría mucho interés para los lectores de Dirigido por…
Preminger tiene 74 años. Parecía cansado, hablaba quedamente y con lentitud —en un inglés muy correcto, pero pronunciado con un terrible acento, inconfundiblemente germánico—, pero mantiene erguida la inteligencia y sus ojos brillan con la misma intensidad penetrante e irónica que antaño. Son ojos que, como los de Picasso, impresionan. Por lo demás, pese a su fama de mal genio, me pareció un hombre simpático y lleno de humor, que sabe lo que se juega si El factor humano fracasa en la taquilla y que todavía está lleno de proyectos para el futuro. Llama la atención un hombre de su edad tan poco nostálgico, tan poco vuelto al pasado, tan proyectado hacia el mañana, y tan poco interesado por su propia figura. Por eso Preminger se me antoja, más que nada, una mirada inteligente dirigida al mundo que le rodea.
Entrevista
MIGUEL MARÍAS: Por las que he leído (1), diría que usted suele cambiar muchas cosas de las novelas que lleva al cine: suprime, fusiona o inventa personajes, altera la época o los escenarios, modifica la estructura y la importancia relativa de ciertos temas, elimina o suaviza ciertos “parti pris” ideológicos, etc. En cambio, The Human factor (El factor humano, 1979) es una de las que ha adaptado con mayor fidelidad, tanto a la historia como a su espíritu. ¿Tiene eso algo que ver con que Graham Greene sea amigo suyo (2), con alguna cláusula del contrato de venta de los derechos de autor o, simplemente, le gustaba la novela tal como era, y estaba de acuerdo con su manera de enfocar los temas que aborda?
OTTO PREMINGER: Graham Greene es amigo mío, pero eso no me ha influido en modo alguno al hacer la película. No era consciente hasta que me lo ha dicho usted de que cambiase tanto los libros en que baso mis películas. Realmente, me sorprende bastante, aunque, si usted me lo dice, debe de ser así. Es posible, pero nunca me planteo esa cuestión cuando hago un film. Cuando compré los derechos de The Human Factor, los compré porque me gustaba la historia y porque, de un modo natural, cuando la leí, de algún modo cristalizó en mí, mentalmente, cómo hacer la película. Y entonces hice la película, con otro escritor, escribiendo el guión y pasando mucho tiempo con Tom Stoppard. Pasábamos dos horas cada día discutiendo, hablando acerca de la escena siguiente. Le dedicamos mucho tiempo y mucho trabajo, pero no sabría decirle si hemos cambiado la novela mucho o poco.
Parecía una novela difícil de llevar al cine, porque tiene, por un lado, una trama bastante complicada pero con poca acción y, por otro, está muy poco dramatizada y no es nada espectacular. De hecho, aunque algunas cosas están condensadas y presentadas más directamente, al ver la película se va recordando casi toda la novela, sin echar en falta casi nada. Lo único que no me parece del todo necesario, aunque comprendo su función, es el primero de los dos flashbacks,cuya única finalidad consiste en presentar a Cornelius Muller (Joop Doderer) y explicar sus relaciones con Maurice Castle (Nicol Williamson): tal vez podría haber contado con que buena parte del público conociera ya la novela y sabría qué habría sucedido.
Sí, quizá pudiese contar con que una parte del público hubiese leído la novela, pero no con que todo el público la conociese… o la recordase. En cualquier caso, no puedo explicarle por qué motivo hice ese flashback, porque hace ya demasiado tiempo que escribimos el guión, y que dirigí la película, y no recuerdo ya cuáles eran las razones exactas, aunque desde luego había algunas razones. Pero hace mucho que no he visto la película, y sin duda usted la recuerda mucho mejor que yo.
¿Le ayudó o dio algún consejo Graham Greene, si no acerca de la adaptación, sobre los actores que eligió para encarnar a sus personajes?
Greene no tuvo nada que ver con la película. Yo compré la historia e hice la película. Greene no me influyó en ningún sentido. Y no la vio hasta que estuvo completamente terminada; entonces, le invité a verla, la vio y le gustó mucho.
Los actores me parecieron particularmente adecuados a los personajes de la novela, y pensé que, tratándose de actores ingleses, con los que le supongo menos familiarizado que con los americanos, tal vez Greene o alguien le hubiesen echado una mano.
Los elegí yo. A todos los conocía, les había visto alguna vez.
¿Son los actores en que pensó desde el principio o tuvo que sustituir a alguno, por estar ocupado o por cualquier otro motivo?
Creo que sí son los que quería, aunque no recuerdo ya si había pensado en algún otro que no estuviese libre. Afortunadamente para mí, cuando hago una película y la veo dos o tres veces con público, consigo distanciarme totalmente de ella, y - por así decirlo- me olvido de ella. No puedo decirle tantas cosas acerca de la película como usted, porque, sencillamente, la olvido. Eso me permite no repetirme. Mire, yo intento siempre evitar imitarme a mí mismo, y de ese modo, cuando empiezo la siguiente película, estoy fresco, puedo empezar desde cero.
¿Qué tal han funcionado económicamente sus películas recientes?
¿Cual?
Ninguna en particular, me refiero a todas las últimas en general, desde The Cardinal (El cardenal, 1963), que en España tuvo un éxito enorme, pero no sé si en otros países…
Sí, tuvo mucho éxito en todas partes. Exodus (Éxodo, 1960) fue uno de mis mayores éxitos. Mis películas suelen ir bien económicamente. No todas son grandes éxitos, claro, pero tienen el suficiente éxito.
Entonces, ¿no tiene dificultades financieras para hacer películas? Porque pensé que tal vez se debiera a eso el que últimamente haya hecho menos, cada vez más distanciadas entre sí. En los años 60 hizo ocho, en los 70 solamente tres.
Eso se debe a que no encontré historias que me gustasen, o a que no conseguí guiones que me satisfacieran plenamente y no hice las películas. Eso ha hecho que pasasen años entre una y otra.
Pensé que si sus últimas películas no habían funcionado muy bien no tendría el mismo grado de control que en otros tiempos, ni tanta libertad de elección.
Tengo control absoluto sobre las películas que produzco yo mismo. Hay en mi carrera algunas que no produje, que sólo dirigí, como Porgy and Bess (1958), que produjo Samuel Goldwyn, que había empezado Mamoulian, pero se peleó con Goldwyn y abandonó la película. Goldwyn era un personaje extraño, que siempre estaba poniendo a prueba a la gente, para ver si uno estaba seguro de sí mismo. Y lo único que le importaba era el dinero. Lo que más le gustaba del mundo era el dinero. Pero era un tipo interesante.
En los cuatro años que separan The Human Factor de su película precedente, Rosebud (1975), ¿qué ha hecho usted? Porque leí acerca de varios proyectos suyos que no ha llegado a realizar…
Seguramente leyó acerca de proyectos que nunca tuve. Puede que tuviese alguno, pero no me acuerdo.
Por ejemplo, recuerdo uno bastante extraño, sobre un sacerdote corso, sardo o siciliano, no sé, que tenía estigmas… El milagro del padre…
¿Un cura? ¿Con estigmas? ¿Milagro? No recuerdo nada semejante. Es posible, pero… de verdad, no me acuerdo.
¿Se ha dedicado últimamente al teatro?
Bueno, acabo de dirigir una obra en Nueva York, pero sólo el pre-estreno, todavía no hay representaciones. Cuando vuelva, decidiremos si se estrena en Broadway o no. Se titula The Killer Theme.
Entonces, ¿se ha dedicado exclusivamente a preparar los guiones de sus próximas películas?
Ahora estoy trabajando en el guión de mi próximo film, White Robe, Black Robe, basado en el caso del juez Hugo Black, y que tal vez empiece a rodar dentro de unos meses, si consigo un guión satisfactorio. También estudié otras historias y trabajé en otros guiones, pero no llegué a quedar satisfecho de ellos y los abandoné.
No sé si estará dispuesto a hablar de sus primeras películas…
Estoy dispuesto… siempre que me acuerde de ellas.
¿Puede contarme algo de la primera que hizo en su vida, Die grosse Liebe (1931)? Porque no sé de nadie que la haya visto.
Es un film que hice en Viena y del que no recuerdo absolutamente nada, francamente, no recuerdo más que a la protagonista, una vieja comedienne, Hansi Niese, que hizo el papel de la madre. El título significa “El gran amor” y se refiere al amor de una madre por su hijo. Pero eso es cuanto recuerdo.
¿Y por qué hizo la película?
Porque hacía tiempo que quería dirigir una película. Debe tener presente que, en aquella época, en Viena, en toda Europa, todo el mundo quería ir a América, era como un sueño, y también que casi toda la gente que trabajaba en el teatro quería hacer cine. Era la época de la depresión, y el cine tenía más posibilidades que el teatro.
Aunque no recuerde gran cosa de sus películas antiguas, hay una cuestión que me gustaría que aclarase definitivamente. El crítico inglés Tom Milne - en su libro sobre Rouben Mamoulian-, y el propio Mamoulian, insisten en que en Laura (1944) se incluyó la parte que él dirigió (durante tres semanas) y pretende que se utilizó su guión técnico…
No hay ni un solo fotograma suyo. Si quiere, le contaré lo que pasó con Laura. Yo había preparado el guión mientras Mr. Zanuck no estaba en Hollywood. Había tenido una discusión con él justo antes de que se fuese a Nueva York, y cuando volvió me llamó a su despacho -yo estaba bajo contrato con la Fox en aquella época- y me dijo: “El guión está bien, la historia es buena, y puede producir la película, pero nunca dirigirá mientras yo esté en el estudio”. Yo estaba bajo contrato, a sueldo del estudio, y él era el jefe, así que, ¿qué podía hacer yo? Así que Mamoulian empezó a dirigir la película. Y Mamoulian hizo un trabajo horrible. Realmente estaba muy mal. Como Zanuck se había vuelto a ir a Nueva York, yo hablé con sus ayudantes y les pregunté qué iban a hacer. Me dijeron que hiciese parar el rodaje y que enviase a Nueva York todo el material rodado. Se lo dije a Mamoulian, y envió el material a Nueva York. Pero el efecto fue el contrario de lo que él esperaba, porque Zanuck lo vio y lo odió. Claro que me echó a mí la culpa, y dijo a sus ayudantes: “Díganle a Preminger que no pise el plató, y a Mamoulian que puede volver a empezarla desde el principio, sin interferencias”. Pero Mamoulian hizo otra vez lo mismo, y cuando Zanuck volvió y lo vio, me llamó a su oficina y me dijo: “Ahora puede dirigirla”. Y empecé otra vez, desde el principio, y no utilicé un solo fotograma de lo que había rodado Mamoulian.
Usó tantas veces a Gene Tierney y a Dana Andrews porque le gustaban ¿o sólo porque eran actores bajo contrato en la Fox y estaban disponibles? Lo digo porque los ha vuelto a usar mucho tiempo después -respectivamente, en Advise & Consent (Tempestad sobre Washington, 1962) y en In Harm’s Way (Primera victoria, 1965)-, cosa que no ha hecho con otros que usó a menudo en aquella época, como Linda Darnell, Jeanne Crain o incluso Cornel Wilde…
Me gustaban para esos papeles. Nunca elegí a nadie simplemente porque estuviese disponible.
¿Se sentía a gusto en la Fox? ¿Tenía o llegó a tener libertad suficiente?
Es difícil decirlo. En la Fox, si uno tenía éxito durante la vigencia del contrato, eran muy amables, querían que uno se sintiera feliz, y sabían que para tenerme contento tenían que dejarme libertad, de modo que solían dejarme hacer las películas como quería. A veces, uno no quería hacer una determinada película, y le llamaban y le decían: “Hágame un favor, haga esta película”. No te decían: “Haz esto, no hagas lo otro”. Uno no era un esclavo de los grandes estudios… si tenía éxito. En cuanto uno hacía una película de éxito, tenía bastante libertad… al menos mientras siguiera teniendo éxito.
¿No tuvo problemas graves, como que le cortaran las películas o rehiciesen el montaje? Muchos directores los han tenido.
No. No, nunca.
En realidad, no recuerdo que usted se haya quejado nunca de este tipo de interferencias, y con su forma de planificar no parece muy fácil alterar el montaje, pues tendrían que quitar escenas enteras y no se entendería nada.
Eso es cierto, pero no recuerdo que nunca lo intentaran. No he tenido este tipo de problemas.
Entonces, ¿qué le impulsó a convertirse en productor-director independiente? Si no fue por algún problema particular con una película, ¿es que deseaba hacer cosas que en el estudio no le dejarían hacer, o no con la libertad suficiente?
Todo el mundo quiere independizarse. La gente sale ahora de las escuelas de cine y quiere ser independiente. Es un bien en sí mismo. Yo siempre quise ser independiente, tener un completo control y hacer lo que quisiese, como y con quien quisiese. Y en cuanto tuve ocasión, al concluir mi contrato con la Fox, lo hice. Y me fue relativamente fácil, y pude mantenerme independiente porque las dos primeras películas que produje tuvieron mucho éxito. No he tenido dificultades para conseguir dinero, así que he podido seguir siendo independiente.
¿Le gustan sus viejas películas?
No me acuerdo de ellas, no pienso en ellas. Están hechas, no tengo que ocuparme de ellas. Pienso sólo en la próxima.
Pero ¿y si vuelve a verlas, por ejemplo, en televisión? Yo acabo de volver a ver River of No Return (Río sin retorno, 1954) y también la otra película que hizo aquel año, Carmen Jones, que sigue siendo una de sus películas que prefiero. ¿Le gusta a usted?
¿Carmen Jones? Me gusta muchísimo.
¿Se esfuerza usted por tratar de ver los dos lados de los conflictos y de las personas, o bien se trata de algo natural, inconsciente, que no puede evitar?
En eso consiste el arte dramático… eso es el drama. Mire, si escribe una novela o un poema, se trata de algo individual, escribe sobre uno mismo, pero si escribe un drama, en mi opinión, y por tanto si hace un film, que es parte del arte dramático, debe mostrar ambos lados, debe presentar las dos posturas… en eso consiste el drama… y dejar que la gente, el público, decida qué es lo que siente, qué es lo que piensa. Eso es lo que intento; no sé si lo consigo.
Y en la vida real, a diferencia de lo que hace en las películas, ¿ve también las dos caras de las cosas?
No lo sé. Comprendo que todo el mundo tiene derecho a tener su opinión, y a expresarla. Pero mi vida privada es algo completamente independiente, diferente de mi vida como cineasta. Me dedico a mi mujer, a mis hijos y a mis amigos. Viví en Hollywood durante 17 años, pero llevo viviendo en Nueva York los últimos 22 o 23 años. Prefiero Nueva York.
¿Qué piensa de la reputación de “frío” que tiene, al menos cool,si no tanto como cold?
¿Cool?¿Frío? No sé…
Siempre se ha dicho, lo mismo como elogio que como reproche, que sus películas eran muy “ambiguas”, quizá demasiado, y que su actitud era muy “fría”.
No lo sé. Quizá lo sea. No lo hubiese pensado, pero es posible. No digo que no, pero no se me ocurriría pensarlo.
¿Cuándo concibió ese peculiar estilo de planificación, con planos y movimientos de cámara muy largos, profundidad de campo, imagen muy nítida en todo momento, etc.?
Siempre se me pregunta por qué hago así las películas, pero, de verdad, es algo no deliberado. Yo veo así. Ya sé que mis planos son largos, pero muevo la cámara, simplemente, para no perder de vista a los actores, para seguirles a cierta distancia, para acercarme a ellos cuando se mueven, y luego para alejarme de ellos. No es algo pensado, intencionado, sino que me ha salido así, que ha crecido conmigo, que me es natural.
Parece extrañarle que todo el mundo le pregunte por su forma de planificar, pero yo creo que es lógico, porque la mayoría de los directores tienden a analizar la escena, a fragmentarla en sus componentes dramáticos, a destacar o aislar ciertas cosas en determinados momentos, a dar los puntos de vista de los personajes a través de la posición de la cámara y los cambios de plano, a pensar en las cosas una por una, por separado, más que como parte de un conjunto espacial y temporal continuo, mientras que su estilo puede calificarse de “sintético”, y trata de dar una visión más amplia, en bloque, presentando las cosas simultáneamente, y desde un punto de vista - el suyo - exterior a los personajes. ¿Eso es completamente inconsciente? Porque si bien es cierto que la más antigua de sus películas que conozco, Laura, ya tiene ese estilo, lo mismo que la última, The Human Factor, parece extraño que ni siquiera “a posteriori” se haya preguntado usted por qué rueda de esa manera.
Debe ser una cuestión de carácter. Le aseguro que no es algo que haga deliberadamente, sino que está en mi naturaleza hacer escenas largas. Yo veo así las cosas, al mismo tiempo, no una y luego otra, y trato de dar esa visión. No me pregunto por qué tengo ese estilo; no me llama la atención, y yo no me preocupo por esas cosas.
No lo parece, pero ¿hace pre-designing de los planos, o story-boards, o algún tipo de dibujos antes de rodar? ¿Utiliza más de una cámara?
No, no, en absoluto. Nunca. Yo procedo del teatro, y lo que hago, siempre que tengo ocasión, es ensayar. Me gusta mucho hacer ensayar, y si los actores están libres, ensayo con ellos, a veces durante tres o cuatro semanas antes de empezar a rodar, si no antes, de cada escena. Todas las escenas. Así nos conocemos mutuamente, y sé lo que puedo esperar de ellos.
Pero ¿ensaya con cámara?
Sin la cámara. Y luego, cuando empiezo a rodar, intento ensayar un poco, porque los actores - no todos ellos- no siempre están disponibles antes del comienzo del rodaje. Pero son ensayos sin cámara.
Y los movimientos de cámara, ¿los decide en el plató, en el momento de filmar, o los ha planeado de antemano, durante los ensayos, o incluso durante la elaboración del guión?
En el plató. Siempre en el plató. Cuando escribo o corrijo el guión no pienso en los movimientos de cámara, sino en la historia, el drama, los personajes. En los ensayos me ocupo de los actores. Esto es lo más importante, el guión y los actores. Antes de filmar no puedo decidir dónde voy a poner la cámara, ni tampoco de qué actores debo mantenerme más cerca en cada momento. Ni siquiera durante los ensayos. Sólo durante el rodaje, entonces lo veo, veo si debo acercarme o alejarme de ellos.
¿Puede explicarme por qué, en dos películas relativamente recientes -Tell Me That You Love Me, Junie Moon (Dime que me amas, Junie Moon, 1969) y Such Good Friends (Extraña amistad, 1971)-, hizo unos planos de pesadillas o alucinaciones subjetivas de los personajes, muy cortos y hasta ópticamente distorsionados? Es algo que nunca había hecho antes, y que ni hubiera podido imaginar que se le ocurriese hacer.
¿De veras hice eso? No recuerdo tal cosa. ¿Las ha visto bien proyectadas?
Sí. Y en Junie Moon había planos con filtros o con iluminación rojiza, totalmente irreal.
Conoce mejor que yo esas películas. Ya le dije que olvido cosas.
¿Qué pasó con un film que proyectaba hacer hace unos quince años, acerca de un director de cine de Hollywood, y que iba a llamarse Genius?
Sí, tenía un guión, pero no acababa de gustarme y lo abandoné.
¿Qué puede decirme de Skidoo (1968), que es la única de las películas que ha hecho desde 1958 que no se ha estrenado en España, y que parece una idea un poco extraña para usted?
¿Cree usted? Es una comedia. Me gustó y la hice. Tuvo bastante éxito.
Otra cosa que me intriga de sus últimas obras: ¿por qué en Rosebud sustituyó a Robert Mitchum precisamente por Peter O'Toole? Porque usted ha sido siempre muy cuidadoso en la elección de actores, en el “casting” de sus películas, y no veo la menor semejanza física ni en estilo interpretativo, ni en ningún sentido, entre estos dos actores.
Mitchum se portó muy mal, y decidió de repente que ya no quería hacer el papel. Así que tuve que sustituirle rápidamente. Le dije: “Si no quiere interpretarlo, váyase a casa. Adiós". Y entonces cogí a O'Toole. Y el hecho de que O'Toole y Mitchum no se parezcan, no sean similares, no tiene importancia, porque O'Toole también podía interpretar ese papel.
Pero ¿no cambió eso al personaje?
No. Bueno, siempre cambia un poco si lo interpreta un actor diferente; eso es ya un cambio. Pero el guión es el mismo. Y no cambié el guión.
¿Ve usted diferencia entre las películas que hacía digamos hacia 1964 y las que ha hecho desde entonces? Gran parte de la crítica y de los aficionados al cine, al menos en Europa, aprecia mucho sus primeras películas, desde Laura hasta Angel Face (1952), es decir, hasta que se convirtió en su propio productor, e incluso las posteriores, hasta Advise & Consent o, a lo sumo, hasta The Cardinal, pero piensa que, desde entonces, su carrera está en decadencia. ¿Cree usted haber cambiado?
No lo sé. No creo.
¿Sigue yendo al cine con frecuencia?
Sí, por supuesto. Veo tantas películas como puedo. Además, tengo en mi casa una sala de proyección, y puedo ver las películas en casa.
¿Hay algún joven director americano que le pida consejo, o que se sienta próximo a usted? Por ejemplo, creo que Klute (1971) tiene mucho que ver con sus thrillers para la Fox, como Laura, Where the Sidewalks Ends (Al borde del peligro, 1950), o Whirlpool (Vorágine, 1949), y que otro film de Alan J. Pakula, All the President’s Men (Todos los hombres del presidente, 1976) tiene cierto parentesco con Advise & Consent…
Debo decirle, francamente, que aunque he visto películas de Alan Pakula, no sabría decir cuáles, y menos todavía si se parecen algo a mis viejas películas. Yo no pienso en esos términos. Usted es un crítico, recuerda mis películas, encuentra semejanzas. Yo no. Cuando veo una película, me gusta o no me gusta. De All the President’s Men no me acuerdo ya, pero cuando la vi no sentí ninguna semejanza.
¿Está al corriente de la reputación crítica que tienen sus películas en Europa, o ni siquiera le interesa?
Sí, claro que me interesa; y en Asia, en África, en cualquier sitio. Me interesa mucho que la gente vea mis películas. Naturalmente. Me alegra que en España la gente vaya a ver mis películas… Por cierto, a lo mejor puede decirme si están bien traducidas en España. ¿Ha visto alguna en español?
Sí, desgraciadamente, casi todas las he visto en español.
¿Y están bien traducidas?
No, en general no muy bien. Cuando he visto alguna en español y en inglés solía haber bastante diferencia. A veces, además, era intencionada: se cambiaban los diálogos deliberadamente. Y no era eso lo peor: en Anatomy of a Murder (Anatomía de un asesinato, 1959) cortaron 35 minutos.
¿Treinta y cinco minutos? Pero, legalmente, no tienen derecho a hacer eso, ¡no pueden hacer eso!
Pero lo hacían: la censura cortaba todo lo que quería. Y a veces los distribuidores, y los propios cines. En general, los doblajes no son buenos, y más que por la traducción, por el tipo de voces y el tono de los diálogos, que no suelen ser los adecuados.
Pero yo vi The Human Factor en español y aunque, naturalmente, no entendía nada, me pareció que sonaba bien, que estaban bien las voces de los actores.
Sí, The Human Factor es de las que están mejor traducidas, y está doblada con bastante cuidado.
Eso pensé. Parecía muy bien doblada.
1. Laura de Vera Caspary, Bonjour, Tristesse de Françoise Sagan, Anatomy of a Murder de Robert Traver, Exodus de Leon Uris, Advise & Consent de Alien Drury, The Cardinalde Henry Morton Robinson, Bunny Lake is Missing de Evelyn Piper, Tell Me That You Love Me, Junie Moon de Marjorie Kellogg y The Human Factor de Graham Greene.
2. Además, hizo el guión del film de Preminger inédito en España Saint Joan (1957), basado en la obra teatral de George Bernard Shaw.
En “Dirigido por” nº77, noviembre-1980
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