Pocos cineastas hay en la historia del cine tan profundamente románticos, a lo largo de toda su dilatada carrera, como Frank Borzage. Si hubiese que elegir un solo representante de ese espíritu en el cine, mi voto iría, sin duda, al autor de El séptimo cielo (1927): hay algunos directores —pero no muchos— mejores, pero ninguno fue tan auténtica y consistentemente romántico, desde su juventud hasta el fin de su vida.
Frank Borzage nació el 24 de abril de 1894, el mismo día que Shakespeare, el mismo año que John Ford, en Salt Lake City (Utah), de ascendencia ítalo-austriaca y suizo-alemana, y murió en Hollywood el 19 de junio de 1962, tras haber realizado 99 películas.
Por desgracia, y pese al ciclo que le dedicó la Filmoteca Española y al monumental libro de Hervé Dumont, [1] sigue siendo un autor demasiado desconocido para el público en general, y en particular para los cinéfilos más jóvenes. No sólo en España, claro, pero me temo que aquí más todavía que en otros países, donde su obra ha circulado un poco más durante los últimos cuarenta años. Sin duda, ya no se lleva el romanticismo suavemente exaltado, trascendente, que sentía Borzage y que iluminaba desde dentro cada imagen, cada gesto de sus películas, cada acto —impulsivo o deliberado— de sus personajes, cada una de las ceremonias nupciales improvisadas, por lo general al margen de la iglesia, entre los contrayentes.
Claro que a Borzage, que tuvo éxito, fama y prestigio, y el primer Oscar —compartido— de la Academia de Hollywood, no le hubiese importado mucho el olvido de su obra; de hecho, al final de su carrera parecía haberse resignado a una marginación casi electiva, consciente de que sólo aceptando la pobreza y el anonimato podría seguir haciendo, de vez en cuando, el tipo de películas que le gustaban, que ya nadie más hacía, y que al parecer nadie quería ver, pues sin duda se habían quedado anticuadas tras los profundos cambios que había traído consigo la Segunda Guerra Mundial.
Pienso, de todos modos, que es una lástima que su amplia obra no sea hoy objeto de atención e interés, sobre todo para los que se privan de ella, entre los cuales estoy seguro de que hay muchos a los que, de conocerla a fondo, les entusiasmaría. Porque no fue Borzage un artesano ocasionalmente inspirado, ni el autor de tres o cuatro grandes películas rodeadas de mediocridades o de productos meramente correctos y más o menos interesantes, sino uno de los grandes, y entre ellos, además, uno de los que han realizado un número más impresionante de obras maestras. Para mi gusto, nada menos que 24. A las que hay que añadir otras 27 importantes, algunas de ellas casi tan geniales como las que alcanzan el máximo nivel, aunque con algunas imperfecciones.
The Pilgrim (1916) |
TRES ETAPAS
En su larga filmografía podemos distinguir, tras un período de actor y de aprendizaje como director, tres etapas básicas: desde 1925 a la definitiva desaparición del cine mudo, lenguaje al que se mantuvo fiel hasta el final, y que siguió utilizando hasta 1929; los años 1930-1941; y desde la entrada en guerra de los Estados Unidos hasta su última película, El gran pescador (1959).
La primera tiene un carácter triunfal y se desarrolla preferentemente en la Fox, con control casi completo sobre las películas y libertad para proponer o al menos elegir las historias que quería llevar a la pantalla, así como los actores —Norma Talmadge, Eleanor Boardman— y los técnicos que deseaba emplear. No le faltaron medios, y dispuso cuando quiso de su pareja emblemática, la de 7th Heaven (1927), Street Angel (1928) y la recién reencontrada Lucky Star (1929), Janet Gaynor (la esposa de Amanecer, de Murnau) y Charles Farrell; en la obra que prefiero de ese período, sustituyó a Gaynor por la hoy desconocida pero aún más maravillosa —más carnal, con más sentido del humor— Mary Duncan (la de City Girl, de Murnau), que protagonizó The River (1928), perdida durante años y que se conserva incompleta.
Y no hay que olvidar dos comedias poco famosas pero espléndidas, ambas de 1925, The Circle y Lazybones. Como de costumbre, los grandes directores de melodramas se revelan singularmente dotados para la comedia, y Borzage confirma esta sorprendente regla, y no una sino varias veces, a menudo con Will Rogers.
Durante los años treinta y los primeros cuarenta, ya en una posición profesionalmente más inestable, sin duda a causa de la conmoción de la Depresión, Borzage se las arregló para seguir cosechando éxitos y desenvolverse con notable independencia, pese a la febril actividad creadora que desarrolló. Es quizá, aunque más irregular, su período de madurez, en el que se concentran las películas suyas que más me entusiasman: Three Comrades (1938) y su complementaria The Mortal Storm (1940) sobre todo, pero también la mágica fantasmagoría irlandesa Smilin' Through (1941), el delirante drama moral de médicos Disputed Passage (1939) —basado, como tantos de este subgénero, en una novela de Lloyd C. Douglas—, la mística y fantástica The Shining Hour (1938), la conmovedora Man's Castle (1933), o su primer acercamiento a la crisis de Alemania tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, Little Man, What Now? (1934), que es también la primera de las cuatro películas que hizo con Margaret Sullavan. Y no hay que olvidar el extrañísimo melodrama Green Light (1936), también inspirado por Lloyd C. Douglas, y la misteriosa comedia dramática Mannequin (1937), ni su célebre adaptación de Hemingway, A Farewell to Arms (1932), ni las sombrías comedias románticas History is Made at Night (1937) y Living on Velvet (1934), ni tampoco su versión de Liliom (1930), tan extraordinaria adaptación de Ferenc Molnar como la, muy distinta, que realizó Fritz Lang en Francia, cuatro años después. Aunque empleó a multitud de intérpretes magníficos, quizá los más característicos sean Margaret Sullavan y entre los hombres James Stewart y Frank Morgan, pero también destaca la presencia en sus repartos de Joan Crawford, Jean Arthur, Loretta Young, Kay Francis, Helen Hayes, Jeanette MacDonald, Spencer Tracy, Robert Young, Robert Taylor, Franchot Tone, Gary Cooper, Charles Boyer, Clark Gable, Errol Flynn, Melvyn Douglas, Brian Aherne, a menudo transfigurados, distintos que con otros directores. Ni, en películas algo menores, a la prodigiosa y melancólica Luise Rainer de Big City (1937), ni a Marlene Dietrich en una comedia en parte poco característica, a caballo entre Lubitsch (que la produjo y supervisó) y Sternberg, Desire (1936).
Por último, llega su etapa de supuesta decadencia, en la que se aísla del mundo y de la realidad circundante para seguir haciendo, impertérrito, a veces con medios verdaderamente miserables, con actores desconocidos o venidos a menos —Catherine McLeod, Gail Russell, Barbara Britton, Susan Kohner, Philip Dorn, Dane Clark— y con largos períodos de tiempo perdido entre una y otra, las películas que sentía que debía hacer. Aunque en ese período apenas haya una película famosa o de gran éxito comercial, ni recibiera un solo premio, hay también varias obras maestras ignoradas y rarísimas: la alucinante y durísima I've Always Loved You (1946), la elegantemente conmovedora Till We Meet Again (1944), la paupérrima pero muy imaginativa Moonrise (1948), que prefigura The Night of the Hunter, de Laughton, y se acerca a las películas contemporáneas de Nicholas Ray, la narrativamente muy original y plásticamente deslumbrante superproducción The Big Fisherman, su única incursión en el cine bíblico, o China Doll (1958), un melodrama bélico-aeronáutico que está pidiendo un estudio comparativo con Himno de batalla (1956), de Sirk.
China Doll (1958) |
CREEMOS EN EL AMOR
Frank Borzage era un osado: sentía sinceramente las historias que contaba, por melodramáticas y místicas que pudieran considerarlas los demás, como fue sucediendo cada vez más a menudo a medida que avanzaba el siglo, sin que él se arredrase ante el previsible fracaso ni renunciase por ello a sus principios, a una fe ciega en la perdurabilidad del amor —que podía extenderse incluso más allá de la muerte—, a pesar de que su experiencia personal le enseñase amargamente que no era fácil tener la fortuna de encontrar a la persona ideal y conservar su amor. Sin duda, era de los que piensan que el amor es algo maravilloso, aunque no todas las historias de amor terminen bien ni todos los enamorados sean dignos de la pasión que despiertan ni capaces de soportar los embates de la adversidad.
EL IMPERIO DE LA LUZ
Lo primero que llama la atención de una película de Borzage, cualquiera de ellas, y antes de que nos haya contado nada, es su luz. Una luminosidad extraña que parece emanar de los propios seres que las pueblan, como si desprendiesen un aura o tuviesen halo, y que ilumina hasta los más deprimentes y oscuros callejones y suburbios, o perturba la armonía de los elegantes salones bien iluminados con lámparas y arañas, según el medio social en que transcurra la película.
A continuación, observamos que las imágenes y la cámara tienen una respiración especial, que palpitan y laten como corazones, y que los planos se suceden como encantados, enlazándose y dándose la réplica con independencia de criterios espaciales o estrictamente narrativos. La dramaturgia de Borzage se basa en los sentimientos. La cámara se mueve acariciando a la actriz, abrazándose a ella, siguiéndola en sus peripecias. El entorno parece a menudo difuminarse, como ocurre cuando los enamorados se aíslan, como en una burbuja, soldados por la mirada, olvidados del mundo. Y Borzage trata de comunicarnos los sentimientos de ambos, de hacernos compartir la atracción recíproca que les arrastra a la unión, y hacer que veamos los lazos inmateriales pero inquebrantables que se establecen entre ellos, y que les mantienen unidos y en contacto incluso a distancia.
MAS ALLA DE LAS PALABRAS
La radical anomalía que supone la concepción del cine que representa Borzage se nota menos en la etapa muda, en la que dominaba una mayor tendencia a la abstracción, a la estilización visual y al onirismo, que en cierta manera hacía más aceptables sus películas, menos extrañas. La llegada del sonido, con su mayor dosis de realismo, hace que las películas de Borzage, siempre fiel a las conquistas expresivas de la época silenciosa, y en absoluto dispuesto a renunciar a ellas, resulten más provocativas y febriles todavía: sus parejas de amantes parecen hipnotizadas, absortas en su pasión y consumiéndose en ella, como si de verdad no pudieran soportar la ausencia o el alejamiento del ser amado.
Es un cine desgajado de las tendencias de su época, intemporal, con una extraña vocación de eternidad. En Borzage hay una profunda mezcla de lo físico y lo espiritual, de lo cotidiano y lo ultraterreno, de lo vulgar y lo milagroso, que le acerca, curiosamente, al Dreyer de Ordet, al Mizoguchi de Ugetsu monogatari, al Hitchcock de Vertigo... tres de las más grandes películas de la historia, cuyo único punto común es que consiguen borrar las fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la vida y la muerte. No es extraño, por tanto, que a veces los personajes de Borzage parezcan poseídos por la pasión, o se comporten como almas en pena que vagan incesantemente en busca de su pareja o que velan por ella —a distancia, entre dos mundos— mientras esperan que se reúna con ellos en el otro mundo. No puede sorprender, tampoco, que en los años veinte-treinta fuese Borzage uno de los ídolos cinematográficos de los surrealistas: pese a su serenidad y a su discreción, su obra nos presenta una asombrosa colección de historias de amour fou.
UN CANTO AL AMOR
Que tan extremados y visionarios planteamientos, de un radical absolutismo amoroso, pudieran ponerse en escena en el Hollywood de los años diez, veinte, treinta, cuarenta y cincuenta no deja de resultar asombroso. Téngase en cuenta, además, que Borzage no se rebajaba a justificar con arrebatos y tormentosa furia la llama firme y resistente de la discreta —si no secreta— pasión en la que arden y se exaltan sus personajes. No hay asomo del Sturm und Drang, ni golpes teatrales, ni grandilocuencia operística wagneriana, no hay historias de aparecidos y fantasmas que sirvan de coartada, ni ambigüedades ni metáforas, ni referencias visibles a mitos o leyendas. Para Borzage todo esto era lo más natural y apacible, el deseo más puro e irreprimible, y no tenía que rendir cuentas a nadie.
Prueba de ello es que sus personajes no eran nunca seres extraordinarios, ni tampoco héroes, sino personas normales y corrientes, modestos trabajadores, parados, pequeños proscritos —muy a su pesar—, no muy alejados de los que poblaron el cine de Renoir y Pagnol en los años treinta o las primeras muestras del neorrealismo italiano. Pero eran, para Borzage, que sentía por ellos profunda simpatía y un evidente cariño, "almas humanas hechas grandes por la adversidad", como reza el letrero inicial de Street Angel. Y, sobre todo, aunque eso no pueda sino deducirse de la mirada del cineasta, engrandecidos y sublimados por su resistencia a esa adversidad y su entrega absoluta e incondicional al sentimiento amoroso.
Creo que no cabe mayor romanticismo ni en los argumentos ni en la forma de narrarlos. No hay películas donde la pasión sea tan real y al mismo tiempo tan poco espectacular y proclamada, tan alejada de los aspavientos y las frases convencionales. Ni cabe una forma tan discreta y respetuosa de hacernos compartir la emoción de los personajes, mostrada como si a Borzage le diese reparo violar su intimidad y exponerla a nuestras miradas, y prefiere hacernos intuir esos sentimientos, sin forzarnos a compartirlos ni insistir en que los comprendamos. "A buen entendedor...", parece pensar cada vez que se detiene, con extraño pudor, antes de que los personajes se manifiesten explícitamente, dejándonos que comprendamos por nosotros mismos lo que se dicen sin palabras, con la mirada.
No hay en el cine imágenes de felicidad tan radiantes como las que nos dio Borzage, ni momentos de pesadumbre tan intensa e hiriente como los que supo captar, ni explosiones de incrédula alegría tan contagiosas como las que nos comunican las escenas de reencuentro que puntúan su filmografía. Borzage supo, como muy pocos antes y después, calibrar hasta qué punto la dicha es más cegadoramente evidente cuanto más frágil y efímera se intuye desde fuera, cuanto más amenazada se ve por las circunstancias externas.
Para Borzage, al parecer masón, aunque algunos le hayan reprochado un supuesto cristianismo que yo no veo muy claro, y que en todo caso no sería muy ortodoxo, la única religión es el amor, y sólo cabe el estado de gracia que produce el enamoramiento. Esto explica, sin duda, la extraña textura de sus imágenes, a contrapelo de lo habitual en todas las épocas, siempre en desfase con el clasicismo al que, en otros aspectos, pertenece de lleno. Es también, probablemente, lo que justifica el carácter evocador de sus relatos, el tono de invocación mágica que tienen sus secuencias más emocionantes, los extraños rituales secretos a que se entregan a menudo sus protagonistas (el Chico-Diane-Paraíso de El séptimo cielo, por ejemplo) para ponerse en comunicación, a una hora fijada, mientras están separados, ese sentimiento difuso de exaltación y melancolía que impregna todo su cine, la pervivencia de procedimientos expresivos característicos del cine mudo, y que Borzage mantiene hasta en 1959.
The Spanish Main (1945) |
[1] Hervé Dumont: Frank Borzage (Sarastro à Hollywood), Cinémathèque Française/Edizioni Gabriele Mazzotta, Milano, 1993.
Publicado en el nº 2 de Nickel Odeon (primavera de 1996)
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