miércoles, 14 de junio de 2023

Dedicatoria (Jaime Chávarri, 1980)

Pocas experiencias resultan tan desagradables para un aficionado al cine como aguantar sentado mientras en la pantalla suceden cosas que le hacen a uno desconfiar de sus sentidos y preguntarse, con inquietud y desesperanza crecientes, «¿Qué es esto? ¿Por qué?»… Sobre todo cuando el presunto responsable es persona inteligente, a la que uno conoce y estima también como director (cfr. «Dirigido por…» n.° 49). Confieso que —ya que tengo más alto concepto del talento de Jaime Chávarri que de mi propia capacidad como crítico, y a pesar de haber ido con impaciencia a la primera sesión del día del estreno, en buena forma y con la mejor disposición— llegué a dudar de mi salud mental; con un esfuerzo de voluntad, volví a probar fortuna, pero no hubo suerte: si estoy mal de la cabeza, la lesión debe de ser irreparable; si estoy equivocado, ya nada me sacará del error; para colmo, al estupor se añadió la irritación, al desasosiego el aburrimiento, a la incredulidad la pesadumbre y, en ocasiones, la indignación.

Chávarri ha dicho que Dedicatoria (1980) es el fin de una etapa. Lo celebro, aunque me preocupa que pueda pensar que tal etapa comprende El desencanto (1975) y A un dios desconocido (1977), films que, a mi entender, están en las antípodas, como forma de cine y como postura moral, de esta triste Dedicatoriaque preferiría considerar como un accidente aislado en su carrera, que (por algún motivo que se me escapa) se vio obligado a hacer. No me consta que sea el caso, ni siquiera sé por qué el rodaje estuvo interrumpido durante algunos meses… pero, en fin, su próxima película nos dirá; personalmente no pierdo la esperanza: un tropiezo lo tiene cualquiera, y no es sólo el director lo que falla en Dedicatoria.

No niego, como aducen algunos de sus defensores —que los tiene, y no todos desdeñables ni en nómina—, que Dedicatoria sea una película «rara», pero con eso —que no siempre es un mérito— no basta, ni su «extrañeza» le impide ser también falsa, fea y convencional. Mientras que las anteriores películas de Chávarri no se parecen a ninguna otra, ésta me recuerda las cosas peores de Los ojos vendados (1978) de Saura, con la que —como por casualidad— comparte productor —aquí, además, co-guionista—, equipo técnico y actor principal.

Pero lo más grave de Dedicatoria no es, como a primera vista pudiera pensarse, y como sin duda creen sus partidarios, un guión absurdo, singularmente vago, que confunde complejidad con complicación y cuya inconsistencia delata la retorcida estructura con la que trata de ocultarse o disimularse (lo mismo que sucede en La prima angélica1973, de Saura) ya que la falta de orientación narrativa no excluye la existencia de personajes interesantes, ni impide que el director logre una buena escena, aunque sea de tarde en tarde y aislada. De hecho, esta esperanza me hizo aguantar hasta la palabra «Fin», pese a que en ningún momento logré saber nada acerca de los personajes; en un par de ocasiones creí que por fin Chávarri iba a liarse la manta a la cabeza y, olvidándose del guión, conseguiría alguna escena tan impresionante como casi todas las de sus dos largometrajes precedentes; sobre todo, uno se hace ilusiones cuando aparecen Patricia Adriani —una maravilla, aquí tristemente subempleada— y ese gran actor que era Luis Politti, interpretando a un padre y una hija cuya historia quisiera que Chávarri hubiese contado, sin perder el tiempo en otras que la enturbian; lo malo es que siempre interviene ese perfecto ejemplar de falso «buen actor» —de lo que entienden por eso los que consideran mejores actores de cine a Sir Laurence Olivier o Dustin Hoffman que a John Wayne, Cary Grant o Robert Mitchum— que es, cada vez más, José Luis Gómez, y lo echa todo a perder.

La mejor escena de la película —y también la más audaz, la que mejor resiste una segunda visión— lo muestra muy claramente: el mítico cazador Luis Falcón (Politti) recibe en la cárcel la visita de su hija Carmen (Adriani) y el gélido voyeur vocacional Juan Oribe (Gómez), cargados de regalos de cumpleaños, que van a celebrar en el despacho del alcaide. Mientras padre e hija están convincentes y hasta conmovedores, pese a las cosas tan difíciles que tienen que hacer, en todo momento —desenvolviendo paquetes, tocando el acordeón, cantando a dúo y hasta bailando una habanera, es decir, reviviendo el pasado y disfrutando del momento—, el periodista en pos de reportaje sensacional permanece —como de costumbre— fuera, radicalmente ajeno, como un intruso indeseable que ni siquiera se da cuenta de que estorba, huésped de paso impuesto por el guión que no ve ni siente ni comprende nada —bellos atributos para un sedicente reportero—, sino que mete prisas, da órdenes, interrumpe, enciende un pitillo, adopta «poses» rígidas, se sienta cruzando las piernas, parlotea sin ton ni son, etc., con una falta no ya de sensibilidad, de verdadero interés o de afecto, sino hasta de tacto, prudencia, respeto o «buena educación», que realmente me resulta detestable: instigador, intrigante, mirón, cotilla más que informador, fisgón de pudores ajenos, violador de intimidades y dignidades, entrometido que ni siquiera cuenta con la excusa de la pasión o el afán de entender, que no pierde ocasión de meter baza —o la pata—, verdadero culpable de un entierro en el que nadie le dio vela, siempre sobra, está en trop, tratando sin éxito de «robar plano» y de imponer sus superficiales y ciegos puntos de vista al espectador; algo de eso —pese a que el guión se permite tratar de presentarnos a Oribe como un sujeto «estimable»— ha debido de sentir instintivamente el propio Chávarri: sólo sé que pocas veces he celebrado tanto un movimiento de cámara como el que —al instante de tapar yo a Gómez con la mano para disfrutar de un plano excelente que él echaba a perder con su intrusión: Politti tocando el acordeón, con su hija tras él, y al fondo el mirón—, desencuadra a Oribe, en la escena comentada.

Desgraciadamente, tal tratamiento «contra el guión» es una fugaz excepción en una película que nos presenta acríticamente, cuando no complacida o incluso con cierta complicidad, a uno de los personajes más detestables y despreciables —no sé si ya sobre el papel o por culpa de su encarnación cinematográfica— de todo el cine español. De nada me vale que exista realmente alguien como Oribe, ni que sea —¡espero que no!— un tipo estadísticamente frecuente, pues ni creo que el cine deba rendir tributo a la sociología ni comprenderé nunca que se sienta interés o simpatía por un avefría sórdido, ruin y carente de inteligencia, ni que se le permita impunemente —es un decir— ejercer su turbia y viscosa influencia manipuladora en las trayectorias vitales de quienes parecen ser —más por los actores que tratan de darles vida que por lo que el film nos revela de ellos, insuficiente y contradictorio en el mejor de los casos— más nobles —Luis, Carmen— o dignos de atención —Paco Huguet (Francisco Casares) y su mujer Clara (Amparo Muñoz), pese a que su presencia sea superflua— que esa sanguijuela sin escrúpulos de Oribe —¡cómo le aborrecería el viejo Charlie Allnut!—; yo lo siento mucho, pero no me gusta perder hora y media con un personaje al que no soportaría en la vida real ni tres minutos, y menos aún si se me hace contemplarle como si su conducta fuese ejemplar, cerrando los ojos ante su vil «espionaje» a Clara o su venganza magnetofónica contra Carmen —con una falta de respeto a la memoria de Luis que encuentro vomitiva—, o solidarizándose con el numerito que monta al final, para recibir en su casa a Carmen —¡la pobre tonta!— al son del Don Giovanni de Mozart… pero de música más vale que no hablemos, porque el abuso y mal uso que se hace no sólo de la sublime ópera de Mozart —¡que se convierte en «tema» de Oribe!—, sino del maravilloso «lied» de Schumann que da título al film, de Schubert y, sobre todo, de Billie Holiday —dos canciones, que no se mencionan ninguna de las dos veces que se enumera la música utilizada—, es uno de los aspectos más indignantes de este film. A veces tener buen gusto resulta insultante para los homenajeados: hay que tener cuidado con las dedicatorias, y un poco de respeto para los muertos.

En “Dirigido por” nº 77 (noviembre de 1980)

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