viernes, 9 de junio de 2023

Rossellini/70: una mirada humana

No intentaré presentar a Roberto Rossellini, nombre de sobra conocido, sino más bien despejar numerosos equívocos que en torno a su obra y a su postura frente al cine circulan —últimamente con renovada fuerza— entre nosotros.

Todo el mundo ha oído hablar de Rossellini o ha leído parte de la abundante literatura que sobre él se ha escrito, entre la cual recomendaría la Lettre sur Rossellini, de Jacques Rivette (1), y la Défense de Rossellini, de André Bazin (2), que me parecen los acercamientos críticos más válidos a aquella parte de su obra que va de Roma, ciudad abierta Te querré siempre. Sin embargo, pocas personas en España conocen verdaderamente a Rossellini, bien a través de su obra —ya que sólo se han estrenado, además de las dos citadas, Stromboli, Europa ‘51, El general de la Rovere y Fugitivos en la noche, casi siempre en malas condiciones, con retraso y en desorden—, bien personalmente.

Ei cine de Rossellini es un arte de la verdadSu método consiste, por tanto, en evitar todo aquello que pueda alejarle de la verdad, todo lo que pueda interponerse entre él y la realidad del hombre. De ahí que Rossellini no busque la eficacia narrativa, ni intente lograr la perfección, ni considere la belleza como una meta, ni recurra a cualquier tipo de efectos para despertar en nosotros la emoción. Esto le ha llevado, desde el principio (desde Fantasia sottomarina, desde La nave blanca, desde Roma, città aperta), a rehuir cualquier tipo de artificio, a buscar un estilo lo más sencillo y directo posible. Humanista en el más noble y verdadero sentido de la palabra, Rossellini ha elegido al hombre como protagonista, y ha dedicado todos sus esfuerzos a seguirlo con atención y afecto a través de todas sus vicisitudes, intentando en todo momento comprender su comportamiento, en lugar de limitarse a juzgarlo.

La postura de Rossellini es, pues, de aperturade atención, de curiosidad indiscriminada: todos los hombres son interesantes en tanto que son hombres. Rossellini lo es también, y por tanto está comprometido con ellos, está con ellos y no por encima. Esta negativa a adoptar una posición de superioridad, de omnisciencia, impide que su mirada sea despectiva, condenatoria o despiadada; sí, a veces, impúdica, en cuanto que se niega a embellecer sus personajes y nunca se ciega ante sus defectos.

Su cámara-microscopio intenta penetrar lo más posible en el fondo de sus personajes, intenta descubrir lo que ocultan, aunque siempre respetándolos, nunca violando su forma de ser.

Esta actitud profunda es la que ha llevado a Rossellini a convertirse en un cineasta revolucionario: negándose a aceptar las convenciones deformadoras, las tradiciones cinematográficas falsificadoras, y buscando, en cambio, un estilo límpido, claro y comprensible a través del cual contemplar sin prejuicios al hombre, ha tenido que crear una nueva forma de acercarse mediante el cine a la realidad que, si ha tenido predecesores (Lumière, Chaplin, Griffith, Stroheim, Renoir) y continuadores (Godard sobre todo, en cierto sentido), nunca ha llegado a un grado tan puro de realismo como en Rossellini.

Cuando en 1965, tras quince años de teoría de la «puesta en escena» —desarrollada principalmente por Cahiers du Cinéma, y hoy aceptada, tal vez inconscientemente, hasta por sus enemigos—, Godard dijo que la puesta en escena no existe, cundió el desconcierto entre los críticos, desconcierto que vino a sumarse al ya producido por la forma de hacer cine que estaban desarrollando las nuevas oleadas de cineastas. Sin embargo, Rossellini no había hecho nunca un «cine de puesta en escena»; es decir, que jamás se había limitado a reproducir de forma más o menos naturalista los movimientos de unos actores en un espacio dado y a comunicar, a través de sus evoluciones, de sus gestos y de sus palabras, un significado predeterminado en un guión. Por el contrario, Rossellini investigaba en el hombre y en la realidad que le rodea y que le influye, durante el rodaje —que ha sido siempre, junto a la exploración preparatoria de la situación general del momento, la etapa primordial de su creación—, procurando dejar en libertad a sus personajes, sin prejuzgar ni predeterminar su comportamiento. Por todo ello, Rossellini empieza por abandonar el plató y lanzarse a la calle con la cámara en la mano, sumiéndose en la realidad y procurando que el aparato industrial del cine no se interfiera entre su mirada y aquello que mira. Por eso no hace guiones e improvisa, por eso procura no utilizar actores profesionales —al menos para los papeles secundarios— o emplear tan sólo a aquellos a los que conoce bien personalmente. Además, Rossellini tiende a una captación global de la realidad, a darnos todos los elementos que la constituyen simultánea y conjuntamente tal como se nos presentan en la vida—, sin disociarlos, sin ocultar unos y potenciar otros, sin subrayar los que se suelen considerar más importantes, sin privilegiar ciertos momentos de la vida (los llamados «tiempos fuertes»). Para él, todo es importante en cuanto concierne al hombre, y por tanto todos los instantes de la vida deben interesarnos: no sólo aquellos en que el hombre actúa o padece, sino también aquellos en los que piensa, o no hace nada, en los que se limita a sentir, a vivir. En todo momento el hombre es hombre, y puede ser descubierto. Este es el motivo por el que sus películas no se configuran de acuerdo con las habituales estructuras narrativas, por el que su selección de escenas —ya que todo no puede filmarse— es diferente a la de cualquier otro director.

Esta confianza en el hombre le lleva a respetarlo, y con él a la realidad, que en ningún momento es distorsionada para que resulte más expresiva. Rossellini se coloca frente a las cosas y las personas y deja que, por sí solas, comuniquen su significado, a la vez que permite que el espectador, por su cuenta, intente descubrirlo. Por eso, el cine de Rossellini se basa en la mirada, en el emplazamiento justo de la cámara: a cierta distancia —para no eliminar ciertos factores relevantes—, pero no demasiado lejos; con cierta proximidad, pero no demasiado cerca. Surge así un constante y difícil equilibrio entre lo general y lo particular, una frágil, pero inquebrantable armonía entre lo interior y lo exterior. Es lógico, por tanto, que el estilo de Rossellini se haya hecho cada vez menos intervencionista, cada vez más imperceptible y por tanto más económico, que el montaje haya perdido importancia en favor del plano-secuencia, hasta desembocar en el invento de un travelling óptico que le permite, dentro de un mismo plano —es decir, en una unidad espacio-temporal continua— explorar los diversos niveles y aspectos de la realidad, situando todo suceso dentro de su contexto y todo personaje dentro de su ambiente, estableciendo de forma casi imperceptible las relaciones que existen entre los diversos elementos de cada escena.

El cine de Rossellini nace durante la guerra y toma forma en los años inmediatamente posteriores. Dado el carácter crítico de la situación, el derrumbamiento económico y moral que había sufrido el mundo y los intentos de reconstrucción que empezaban a ponerse en marcha, la tarea más urgente del cine era, para Rossellini, estudiar la realidad, ver en qué estado se encontraban sus respectivos países —u otros: Germania, anno zero— e intentar comprender cómo se había llegado hasta allí, intentando ver una salida. Por esto, Rossellini se dedica a explorar los últimos momentos de la guerra (Roma, città aperta, Paisà) y los problemas que se le plantean al hombre —en general, una mujer, o una pareja— en la incierta etapa de la postguerra, dominada por el desconcierto y por la solución individual y social (L'amore, Stromboli, terra di Dio, Europa ‘51, Dov'è la libertà…?Viaggio in Italia, Angst).

En medio de este proceso, buscando actitudes válidas de enfrentarse a la situación y de actuar, Rossellini se interesa por el franciscanismo (Francesco, giullare di Dio), postura a la que se siente muy cercano y que tiene gran influencia en todas las películas que realizó durante aquellos años. Por otra parte, realiza varios experimentos, que le sirven para ampliar sus conocimientos y profundizar su dominio de la técnica cinematográfica (La macchina ammazzacattivi, Giovanna d'Arco al rogo).

Mientras tanto, la consideración crítica de Rossellini ha ido descendiendo en Italia, pues el tardío reconocimiento de la importancia de Roma, città aperta Paisà se vio pronto sustituido por los más violentos ataques, desde todas las posiciones: II miracolo (segundo episodio de L'amore) es acusado de católico por la izquierda y de blasfemo por los cristianos; Europa ‘51 es condenada por todas las tendencias políticas y Aristarco lanza sobre su obra el anatema de la «involución». Tan sólo en Francia se dan cuenta de la importancia de su evolución y del ensanchamiento de perspectiva que significan films como Viaggio in ItaliaPor otra parte, la escasa rentabilidad de sus películas, las campañas de la prensa sensacionalista, el carácter anticonvencional de sus métodos y su negativa a someterse a los imperativos de la producción cinematográfica hacen cada vez más difícil que Rossellini haga cine. Acabada en 1954 su última película con Ingrid Bergman, Angst (o La paura), Rossellini se encuentra sin trabajo y, tras tres años de inactividad forzosa, parte a la India para hacer un reportaje televisivo y una película (India), dando así un nuevo giro en su trayectoria creadora, tal vez aquella que, junto a la de Renoir y la de Godard, y dentro de una gran coherencia interna, ha cambiado con más frecuencia de dirección, en un intento de explorar nuevas zonas del cine y de la realidad y de no repetirse o estancarse.

De regreso en Europa, la necesidad le lleva a dirigir películas que no le interesaban demasiado (II generale Della Rovere) para poder poner en práctica sus ya bastante precisas ideas sobre el cine didáctico e histórico (Era notte a RomaViva l'Italia), casi siempre con grandes dificultades por parte de los productores (especialmente en Vanina Vanini). Finalmente, en 1962 y tras verse obligado a filmar una pieza teatral de Patroni Griffi (Anima nera) que no le interesaba en absoluto, decide romper con el cine y lanza un manifiesto en el que declara que aquél no cumple la importante función que tiene encomendada, y que se hace necesario llevar a cabo una labor didáctica que permita al hombre comprender el mundo que le ha tocado vivir.

De aquí surgen innumerables malentendidos. Cuando Rossellini rechaza el cine, no se refiere a éste como forma de expresión, sino al sistema de producción, distribución y explotación, que no permite que el cine cumpla su misión, imponiendo una serie de temas y de formas de tratarlos (estrellas, etc.) con el fin de obtener los máximos beneficios posibles, en vez de llevar a cabo una labor informativa y cultural que Rossellini juzga de gran importancia. Por tanto, Rossellini piensa, por un lado, que el cine industrial no hace lo que debía hacer y, por otra parte, se da cuenta de que los proyectos que ahora le interesan no pueden ser realizados en el marco de dicha estructura industrial. Opta, por tanto, por la TV., en teoría más interesada por programas de tipo cultural, y que le permite simultáneamente lograr una mayor difusión, una audiencia más vasta, y tratar con la amplitud y extensión necesaria los temas que le parecen importantes: un programa televisivo puede durar treinta minutos o estar constituido por doce episodios de una hora.

Aparte de esto, Rossellini no ha cambiado: sigue haciendo cine —pues no cree que haya una «especificidad televisiva» diferenciable de la cinematográfica—, pero producido y exhibido por la TV. Su estilo sigue siendo el mismo: si acaso, se ha simplificado, se ha depurado todavía más. Ha perfeccionado sus técnicas de forma que puede captar mejor y más totalmente la realidad, con mayor fluidez y con mayor economía. Su forma de mirar es también la que ya conocemos, la de Paisà Viaggio in Italia. Si se quiere, ha cambiado lo que mira: su visión se ha hecho más amplia, más clara y más serena, y abarca más terreno, que se extiende ahora en todas direcciones, en el tiempo y en el espacio. Pero, en el fondo, su interés primordial es el mismo, el hombre, y su objetivo permanece invariable, aunque el camino elegido para alcanzarlo sea un poco diferente: comprender al hombre y colaborar a que el hombre se entienda a sí mismo.

Por esto he dicho que Rossellini es uno de los grandes humanistas de la Historia, y no en su acepción peyorativa —aplicable tan sólo a aquellos que utilizan al hombre como escudo, como excusa para desentenderse de todo aquello que le rodea—, sino en la más auténtica que cabe: la de un hombre que mira fraternalmente a los demás, intentando comprender igualmente sus defectos y sus virtudes, porque sabe que unos y otras forman parte de la naturaleza humana, y que él es semejante a ellos, y no mejor. Esta mirada humana sobre el hombre es la que hace la grandeza de Viaggio in Italia, Stromboli, terra di DioEuropa '51 La Prise de pouvoir par Louis XIV, grandeza que no debe nada a la belleza estética ni a la perfección técnica, y todo a la postura moral de Rossellini, a su mirada justa y objetiva, a su seriedad intelectual, a su honestidad artística y a su amor a la verdad: por eso los actores de Rossellini no actúan, palpitan; no interpretan, viven; no fingen, son, y en sus películas el estilo se limita a permitir que mire y que miremos, porque Rossellini no demuestra, muestra simplemente, y nos deja la libertad de pensar por nuestra cuenta, en lugar de imponernos su opinión.

(1) Cahiers du Cinéma, número 46, mayo 1955. Versión castellana: Carta sobre Rossellini, en Temas de Cine número 30, p. 48.

(2) Cinema nuovo, 25-8-55. Versión castellana: Defensa de Rossellini, en ¿Qué es el cine?, Ed. Rialp, p. 577.

En Nuestro cine, nº 95 (marzo de 1970)

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