lunes, 12 de junio de 2023

Tiempo de Godard

Volver a ver ahora «Pierrot le fou» es una experiencia iluminadora. Si hace dieciocho años pudo parecer oscura, desordenada, irregular, confusa, heterogénea, críptica, desconcertante y casi incomprensible, hoy se ha convertido, creo yo, en una obra clásica del cine. Extraña ciertamente, única y sin descendencia directa, pero igual que «Amanecer y Tabú» de Murnau, «Zéro de conduite y L'Atalante» de Vigo, «Germania, anno zero y Viaggio in Italia» de Rossellini, «Johnny Guitar» de Nicholas Ray… o «À bout de souffle y Les carabiniers», del mismo Jean-Luc Godard, igual que llegará a serlo, dentro de algún tiempo, alguna de sus películas más recientes, por ejemplo, «Sauve qui peut (la vie)».

UNA OBRA VIVA

Como esas y alguna otra, «Pierrot» se mantiene curiosamente fresca y desafiante, sin ingresar en ese museo imaginario de las obras maestras del cine al que, evidentemente, nunca estuvo destinada, en el que carecería de espacio para proseguir su marcha y haría el mismo efecto que un toro en una cacharrería. Hasta tal punto era de verdad para usar una expresión de Godard, un film en train de se faire (un film que se está haciendo) o, recurriendo a una definición empleada a propósito de James Joyce, una Work in progress (una obra –o un trabajo– en curso), que todavía ahora, muchos años después, se está haciendo, sigue creciendo y desarrollándose, evolucionando con el paso del tiempo y con la vida de sus espectadores de antaño, para los que es tan nueva a cada visión que volver a verla supone un riesgo y una incertidumbre –no sabemos si seguirá emocionándonos e impresionándonos tanto como la vez anterior, ni si lo hará del mismo modo y por las mismas razones o por otras distintas–; los que la vean ahora por vez primera, más vale que olviden cuanto hayan leído y oído, y que hagan caso omiso de su relativa «antigüedad», pues daría lo mismo que Godard hubiese acabado de montarla hace quince días. La razón de que se produzca con una intensidad desusada este fenómeno, no muy frecuente, de que una película no envejezca, y retenga su capacidad de sorprender pese a su fama y a lo mucho que se ha discutido acerca de ella, es, creo yo, que se trata de una auténtica obra abierta.

Este concepto, popularizado por Umberto Eco y muy manido durante los años 60 –pues se aplicó a obras de arte perfectamente cerradas y refractarias a la participación del espectador, sólo cobra sentido si se oyente o lector– sólo cobra sentido si se reserva a las que permanecen inacabadas o incompletas sin un público que se enfrente con ella y trate de comprenderla. Y eso sucede, a mi entender, con «Pierrot le fou» y otras películas de Godard, que no existía cuando no era más que una imagen intuida por Godard y a la que había que llegar para luego seguir desde ella, ni cuando se convirtió en una serie de anotaciones garabateadas con rotulador en un cuaderno de espiral o de tapas de hule, del mismo modo que sigue sin existir cuando se lee su guión, reconstruido a partir de la película; tampoco existe, salvo materialmente, mientras permanece enroscada, encerrada en unas latas o guardada en los depósitos de una Filmoteca, sólo existe, en estado de residual, probablemente desordenado y aún más incompleta, en la memoria de los que la hemos visto muchas veces, y sólo cobra vida y sentido, realmente, cuando se proyecta ante un público: da lo mismo que sean pocos o muchos los que la ven, que la conozcan al dedillo o que la descubran ahora.

No pretendo que Godard llevase al pelotón del cine de su tiempo una ventaja tan grande que éste todavía no haya sido capaz de darle alcance. Pienso más bien, que Godard se ha especializado, por vocación y necesidad, en abrirse huecos –unos mayores y otros reducidos– al margen del curso establecido, fuera de la carretera principal; huecos que el resto del cine, menos curioso, más conformista y gregario, no ha explorado: no le hacía falta, seguramente no tenía cabida en ellos y pasó de largo y a bastante distancia. Como las películas de otros autores que he mencionado, la mayor parte de las que dirigido Godard, y muy particularmente, «Pierrot», son desviaciones –algunos las calificarían de aberraciones, sin duda–, excepciones a la regla, atajos casi intransitables. Las obras citadas indican que el fenómeno, aunque infrecuente, no es nuevo; lo insólito es la frecuencia con que se dan tales «escapadas» en la obra de Godard: su carrera es una sucesión de puntos de fuga que, si no se abren nuevos caminos al resto del cine, sí permiten que su autor se adentre, en solitario, por zonas vírgenes o inexploradas, en rincones deshabitados y olvidados. Más descubridor que colono, ni el propio Godard quiso establecerse en los nuevos territorios, sino que siguió su camino, como el alpinista que, tras escalar una cima, no se queda a vivir en ella, sino que parte en busca de otra, o como el espeleólogo que, tras descender a una cueva, se contenta con recorrerla antes de volver a la superficie y planear otra aventura, en lugar de explotar posibles yacimientos.

EL RITMO DE LA MARCHA

Aunque siempre avanzó a salto de mata, con el tiempo ha ido cambiando el ritmo de su marcha, y no es que con los años se haya hecho más lento, sino que para hacer cine son precisos unos recursos económicos con los que no siempre ha contado. Además, si la velocidad se ha reducido, la longitud de los saltos ha aumentado. Era más llamativo y evidente su progreso, y también más fácil de seguir y de entender, cuando Godard corría a dos o tres películas por año, a mediados de los 60, que en los 80, cuando sus zancadas se han ido distanciando, y ya no empalma un rodaje con otro –llegó a filmar simultáneamente dos de sus películas más diferentes, «Made in U.S.A.» y «2 ou 3 choses que je sais d'elle»–  sobre todo porque antaño –cuando proclamaba On peut tout mettre dans un film, on doit tout mettre– sus experimentos, sus borradores, sus bocetos, logrados o fallidos, tenían cabida en sus películas, que exponían a la curiosidad de los demás todo su trabajo, casi hasta los descartes, mientras que ahora tantea en privado, por lo general en vídeo, y sólo muestra los resultados –por provisionales que sean–, los objetivos alcanzados o avistados, las plataformas desde las que se dispone a tomar impulso para el salto siguiente. Por eso, aunque son más «comprensibles» sus últimas películas, su trayectoria reciente resulta más sorprendente: nos faltan datos que nos habíamos acostumbrado a recibir. Hoy se hace preciso medir la distancia entre una obra y las que la rodean, porque no hemos asistido al recorrido de los tramos intermedios; hay que intentar deducir lo sucedido, y se ha hecho todavía más difícil prever el curso futuro de su carrera: no estamos ya al corriente, no sabemos exactamente donde está Godard en cada momento, y saber su situación hace seis meses o un año equivale para nosotros a que se halle en paradero desconocido. Es menos fácil, por tanto, seguirle la pista, y más necesario que nunca tener presentes las huellas anteriores.

EL RUMBO

Es cierto que algo ha cambiado en su cine, más allá de la oscura y confusa etapa, llena de contradicciones –más todavía de lo normal en Godard–, que va, aproximadamente, de Mayo de 1968 –aunque anunciada desde «Pierrot» y con más antecedentes parciales desde 1963– hasta el retorno al público que supuso, en 1972, «Tout va bien». Pero se trata, más que nada, de diferencias de matiz, de tono, de intensidad, de modales, de abordaje de los temas y del peso relativo de los elementos preexistentes; la actitud de búsqueda incesante es la misma en 1983 que en 1959, incluso si ahora, más maduro y con más experiencia, con menos reductos pendientes de exploración, tiene una idea más precisa de a dónde quiere llegar. Eso es lo que aleja tan radicalmente su cine, aún hoy, de la ilustración de un guión, del cumplimiento de un programa, de la defensa de una tesis, de la demostración de una teoría, de la materialización en celuloide de algo entrevisto, soñado o proyectado. Nada está previamente fijado, sino conseguido o encornado, a veces inesperadamente, sobre la marcha. Incluso hay cosas que, en su momento, no fuimos capaces de ver, o que, por ignorar su existencia, no nos llamaron la atención, y que más tarde, con la perspectiva que dan el transcurso del tiempo y la evolución –o el estancamiento, o el retroceso, según se entienda y se valore por cada cual– del cine, cobran un interés, una importancia o una fuerza de las que no éramos conscientes entonces. Por eso las películas de Godard debieran estar siempre disponibles, a nuestro alcance, ya que permanecen abiertas a nuevos descubrimientos, a una mejor compresión: lo que entonces chocaba hoy puede parecer normal, mientras que lo que hace unos años era imperceptible se destaca ahora con nitidez.

Y es posible que, cuando Godard no sólo ha vuelto a dirigirse a un público más amplio, sino que gracias al premio otorgado en Venecia a «Prénom: Carmen», se dan las condiciones para que se restablezca la comunicación en ambas direcciones cortada unilateralmente por el cineasta en su temporada de mayor radicalismo (porque para ello era preciso, no conviene engañarse, que Godard emprendiese una maniobra de acercamiento y, además, que volviese a estar de actualidad, que recuperase el prestigio que llegó a tener), haya llegado el momento de pasar revista a su trayectoria, de situarla en sus circunstancias históricas, y de intentar calibrar la importancia de cada película dentro de una obra profundamente coherente por encima de la irregularidad de algunas, al margen de la influencia más o menos superficial que ejerciesen sobre otros directores, del eco que tuviesen en la prensa o de su aceptación comercial.

De todos modos, hay que tomar ciertas precauciones. Siempre es arriesgado dar por vista una película, opinar acerca de ella si no se tiene reciente o, por lo menos, se ha visto tantas veces y el curso de tantos años que ya es difícil –aunque nunca imposible– que cambie nuestra relación con ella, con las de Godard la revisión permanente se hace imprescindible: por su propia naturaleza inconclusa y abierta, por su arraigo en el momento en que están hechas y la falta de elaboración de buena parte del material utilizado, son mucho más cambiantes. No en vano dijo Godard a mediados de los 60, algo así como el cine no está realmente en la pantalla, sino en el camino de ida y vuelta entre aquella y el espectador, en la relación que se establece entre la película y quienes la presenciamos cada vez que se proyecta: en la medida en que el que la ve quien le da sentido –su sentido–, toda modificación de perspectiva, cualquier evolución personal –incluso el mero envejecimiento– del espectador, transforma la película. Los que hemos crecido con Godard mantenemos, inevitablemente, una relación particularmente estrecha quizá incomprensible para los que, desconociendo las anteriores, no hayan visto más películas de Godard que las últimas, y no porque éstas carezcan del empuje suficiente para ello, sino simplemente porque conviene estar al tanto de las demás, muchas de ellas fundamentales para entender esa autobiografía en celuloide que está construyendo Godard (y no es ocioso conocer también sus críticas, que son un poco su «prehistoria»). Por eso siempre será oportuno revisarlas, si se conocen, o descubrirlas, aunque sea con retraso, sobre todo las del periodo 1959-65. No importa tanto que haya lagunas: hasta viéndolas, todas habría huecos entre una y la sucesiva; y es tal, en el fondo, la coherencia de su discurso sobre el cine y la realidad que no resulta difícil reconstruir una cierta continuidad a partir de algunas huellas que dejó a su paso. La misma actitud deductiva, casi detectivesca, que supone esta tentativa, ayudará a comprender mejor cada una de las pistas, ya que es ése el trabajo que exige del espectador cualquier película de Godard.

EL PAPEL DEL ESPECTADOR

Es curioso que se haya tildado a Godard de críptico y elitista, cuando muy pocos directores han demostrado una tan decidida e incluso desgarrada voluntad de comunicación, tal afán de descubrirse a través de las películas, de tal deseo de hacer confidencias. Quizá se deba a que, por una mezcla de pudor, coquetería intelectual y timidez, Godard ha tratado muchas veces de disimular su sinceridad, de ocultar su emoción recurriendo al humor o a efectos de distanciación, actitud que, además de revelarnos aún más el carácter del autor, ha de resultar particularmente emocionante para quien se dé cuenta de que equivale a la forzada sonrisa o la fingida indiferencia que algunas personas adoptan para esconder la turbación, la desesperación o las lágrimas: también las caretas elegidas sirven para reconocer al que se enmascara tras ellas.

Esa necesidad de contacto ha llevado a Godard al extremo de forzar la colaboración del espectador, de obligar a convertirse en su cómplice, casi en coautor de las películas: de ahí su repercusión, minoritaria porque pocos han estado dispuestos a realizar el esfuerzo requerido, pero muy profunda porque supone, por parte del espectador que responde, un compromiso activo, una participación total, un diálogo permanente. Claro de Godard dispuesto a dar todo, exigía mucho en contrapartida, y sabía arreglárselas para que el perezoso no recibiese nada. Esta demanda, a menudo directa y provocadora, de una respuesta, además de inusitada puede ser molesta. Por eso tienden a ser pasionales las reacciones que suscitan tanto su cine  como su persona, lo mismo cuando son negativas, que cuando son positivas. De hecho, más que dividir en dos épocas el cine, «antes de Godard» y «después de Godard», lo que hizo fue dividir a los aficionados, críticos y profesionales en dos bandos enfrentados: los «godardianos» y los «anti-godardianos». Y esta escisión, aunque menos tajante encarnizada en los años 60, subsiste hasta cierto punto todavía; aunque muchos se han pasado al bando enemigo, Godard sigue siendo una «piedra de toque». Y no es sorprendente que ocurra tal cosa: más que de un enfrentamiento entre los abanderados de la «tradición» y los defensores de la «modernidad», se trataba de conflictos entre dos concepciones distintas del cine, incluso, a veces, entre dos tipos opuestos de personas, como se ha podido ver más claramente con el paso del tiempo, ya que es frecuente que los defensores de Godard lo sean también del «cine de autor» y del cine clásico americano, mientras que entre sus detractores se pueden encontrar, en extraña compañía, partidarios del «realismo» (socialista crítico o el que en cada momento se lleve), fanáticos del cine como «industria» y mero «entretenimiento», campeones del cine «de mensaje» y otros varios, a menudo irreconciliables y sólo de acuerdo para atacar a Godard. Hay que tener en cuenta, además, que para los cineastas más acomodaticios y rutinarios, Godard representaba una amenaza, una acusación, o un «Pepito Grillo», que les hacía tener mala conciencia, y que a muchos espectadores les irritaba, precisamente el sentirse interpelados tan brusca y directamente, que les pidiese una participación activa y sincera; y no hay que destacar, como a causa del odio que muchos han sentido hacia Godard, la simple incompatibilidad de caracteres, inevitable cuando alguien interviene tan a título personal, tan en primera persona, como Godard. A Godard se le entiende o no se le entiende, se le acepta o se le rechaza, y no caben términos medios; y, en el segundo caso, su presencia ha de resultar tan invasora, insistente y agresiva que no es raro que produzca aversión.

Creo, sin embargo, que nunca es tarde para hacer un esfuerzo y tratar de comprender una obra que ha cobrado, con el tiempo, una importancia creciente, y puede que de signo distinto del que parecía tener en su momento, porque hoy no es tanto el innovador, el revolucionario, el que descubre caminos por los que el cine tendría forzosamente que seguirle si no quería quedarse rezagado, el vanguardista, lo que cabe apreciar en Godard –como se pensó o se creyó en los 60–, sino el creador inimitable, único, personal como ninguno hasta entonces y –mucho me temo– ninguno todavía de los posteriores, que –pese a conocer y amar el cine del pasado– supo apartarse de la tradición y de los senderos más seguros y transitados porque no le servían para comunicarse con la fuerza necesaria, y creó un estilo propio, sin pretender que nadie le siguiera (y nadie, o casi nadie, y en muy contadas ocasiones, se atrevió a seguirle, o fue capaz de hacerlo, aunque algunos tratasen de imitarle; otra cosa es que los directores más jóvenes sean tributarios, lo sepan o no, de la libertad que Godard supo reclamar para sí, o tomarse, y de la que otros no tardaron en beneficiarse). Godard iba a lo suyo, y en esa empresa sigue empeñado, más solitario que nunca, sin preocuparse del camino que siguen los demás; en ese sentido y aunque no alardee de ello e incluso parezca lo contrario, Godard ha hecho siempre lo que Bresson ha pretendido hacer pero evidentemente no hace.

PRIMERA PERSONA DEL SINGULAR

Si no el inventor –pues hasta en el cine americano hay precedentes de esa idea: véase el caso de Nicholas Ray, en ocasiones el de Welles– del cine en primera persona, sí puede considerarse a Godard como su máximo exponente: el que más lo ha practicado y el que ha llegado más lejos en esa dirección. Hasta él –y no tanto en sus primeras películas como las realizadas entre 1966 y 1968, y en las que ha hecho desde el comienzo de la década actual– ningún cineasta había osado ser tan directo, ni prescindir tan olímpicamente de personajes-intermediarios y del soporte y escudo que representa una ficción dramática. Porque es Godard el director que más ha servido, para hablarnos, del lenguaje cinematográfico en sí; se comunica mediante la luz y el color, los movimientos de cámara, y ha llegado, incluso, a aparecer en pantalla, a hablarnos en off,  a filmar páginas de sus cuadernos manuscritos. Por eso tuvo que ir más allá de lo que él y sus compañeros, primero como críticos de Cahiers du Cinéma, luego cineastas de la Nouvelle Vague, llamaron «puesta en escena»: porque ésta servía, ante todo, para contar historias y representar dramas, pero suponía una mediación entre el autor y la obra y entre ésta y cada espectador que, cuando el objetivo no era primordialmente narrativo, se convertía en un estorbo, en un obstáculo. Además, Godard no podía hacer confidencias a un público tan numeroso como indiscriminado, sino a cada individuo, tal vez esperando una posible respuesta que convirtiese en diálogo sus confesiones unilaterales; esa imposibilidad le llevó, por desesperación, a aceptar el liderazgo que se le atribuía, a caer ocasionalmente en la tentación de convertirse en un maestro, un conferenciante o un predicador, papeles todos ellos inconciliables con su aspiración a una discusión en términos de igualdad, que luego trató de hallar, de nuevo infructuosamente, adelantando el momento del debate a la preparación o el rodaje, tanto mediante la formación del Grupo Dziga-Vertov, que aspiraba a la creación colectiva, como buscando denodadamente colaboradores fieles y constantes, que le entendiesen lo bastante como para poder discutir con ellos; pero era demasiado total su compromiso con el cine, y estaba demasiado obsesionado por la idea de demostrarse a sí mismo, de encontrarse en sus películas, de desahogarse, como para que tal colaboración tuviese éxito y sentido: si en algo no podía convertirse Godard era en portavoz ajeno, del mismo modo que no podía compartir con nadie sus películas. El precio de voluntad es, como para el escritor, la soledad; y hasta que aprendió a soportarla no ha podido serenarse lo preciso como para ver el mundo con un mínimo de objetividad, sin distorsionarlo y deformarlo completamente cuando se hubiese conformado con exponer su punto de vista. Ese paso adelante lo dio con «Sauve qui peut (la vie)», película con la que ha abierto a su cine las puertas de un futuro tan prometedor como imprevisible. Ahora es cuando puede poner en práctica una hermosa idea del cine que se le escapó en una entrevista de 1965: «Este doble movimiento que nos proyecta hacia otro al mismo tiempo que nos retrae al fondo de nosotros mismos define físicamente el cine. Insisto en la palabra: físicamente. Casi podría decirse: táctilmente, para distinguirlo de las demás artes».

IV Festival Internacional de Cine de Sevilla, 1983

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