miércoles, 7 de junio de 2023

China Seas (Tay Garnett, 1935)

¿Qué sentido tiene hoy la proyección de Mares de China (China Seas, 1935)? Porque no se trata, simplemente, de lo más apetitoso que ofrece la cartelera, aunque sea en —pésima— «copia nueva» y con — atroz— «nuevo doblaje», y va más allá de que responda a las expectativas de pasar un buen rato y divertirse mientras nos relatan una historia. Tampoco es un «clásico», ni una obra maestra rescatada al olvido o redimida de la injusticia.

Lo que hace tan satisfactoria esta buena e inverosímil película no es tampoco su patente antigüedad, ni la tolerante benevolencia que inspiran unas archisabidas convenciones dramáticas, a las que presta aún menos atención que nosotros, sin que por ello adopte aires de suficiencia o superioridad. Más que despreciar, subvertir o violar las reglas del juego, las acepta gozosamente, y no ya como un marco, sino como un punto de partida, unos cimientos y un andamiaje que permite dar muchas cosas por sabidas, ahorrarse explicaciones y desentenderse incluso de la trama.

China Seas no es una película narrativa; tampoco lo bastante seria para resultar dramática. Y sí, en cambio, demasiado expeditiva para perder su tiempo —que es el nuestro— en retratos psicológicos. La misma profusión de personajes, que oscilan entre la condición de secundarios y la de comparsas, para verse súbitamente promovidos al protagonismo en algún que otro momento, disculpa de la superficial premura con que se sobrevuelan sus caracteres, su pasado o sus preocupaciones, sin que, por lo demás, perdamos nada por ello: cuanto quisiéramos saber de ellos está escrito en su rostro, en el estilo interpretativo del actor que les da vida y, a lo sumo, en un par de réplicas —ayudas ingeniosas o absurdas— que les definen de inmediato.

Además, se mueven. Tay Garnett pertenece a la vieja generación de cineastas que entienden el cine, por instinto corroborado por la práctica, en su sentido etimológico de motion pictures, y que proceden a acentuar el movimiento sobre las imágenes. De ahí el bullicio, la vitalidad de ese hervidero que es el puerto de Hong Kong en la primera escena, de la colmena humana que es en todo momento el barco, con o sin piratas, antes del tifón o después —y no digamos durante su acometida—, en las escenas dramáticas como en las cómicas (que las hay a menudo, y que contagian incluso aquellas pretendidamente trágicas: hasta cuando al protagonista le aplican el legendario tormento de la «bota malaya») o heroicas (la redención suicida del falible y despreciado tercero de a bordo, dignamente interpretado por Lewis Stone).

Esta enésima versión de Gran Hotel —las hay incluso anteriores—, en broma o en serio, opta por el punto de vista más golfo y divertido. Por eso no se ve constreñida o limitada por los tópicos, sino que se nota que Garnett se sintió en todo momento libre para dar rienda suelta a su notoria tendencia a la comedia y al absurdo, y se dedica a despachar las escenas con celeridad y fruición. No es raro, por ello, que en ocasiones nos asalte el recuerdo de El Ángel Exterminador o Subida al cielo de Buñuel.

Mares de China es —a pesar de su ilustre reparto: todos estaban bajo contrato con la M. G. M.— una película rodada con cuatro perras, por completo ajena al lujo envarado de otros productos de la casa, carente de pretensiones y curiosamente moderna —más, desde luego, que el 99 por 100 de los últimos estrenos—. Un tipo de película antaño frecuente, por lo menos hasta 1963 —Al borde de la eternidad (1959), de Siegel, o El último viaje (1959), de Andrew L. Stone, por ejemplo—, hoy reemplazada por aislados y artificiosos «acontecimientos», tan caros como inmodestos.

Publicada en el nº 19-20 de Casablanca (julio-agosto de 1982) 

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