lunes, 26 de junio de 2023

Kagemusha (Kurosawa Akira, 1980)

La última película de Kurosawa empieza, antes de que aparezcan los títulos de crédito, con un muy largo (seis minutos) plano general fijo que, a modo de prólogo, plantea todos los temas que —durante 149 minutos más en la versión «occidental» y 173 en la original japonesa— van a desarrollarse a continuación e incluso sugiere algunos que no se llegan a abordar. Vemos a tres hombres sentados: a la izquierda de la pantalla, Takeda Nobukado (Yamazaki Tsutomu); a su lado, un poco más cerca del centro del encuadre y en posición ligeramente elevada, su hermano mayor, Takeda Shingen (Nakadai Tatsuya), el jefe del clan; a la derecha, frente a los Takeda, pero vuelto a la cámara y sentado sobre sus talones, un prisionero anónimo (interpretado también por Nakadai) al que Nobukado ha indultado para utilizarle —según explica, resaltando su asombroso parecido con Shingen— como «sombra» o «doble» de su hermano. Lo gracioso de este plano fascinante es que uno encuentra idénticos a los tres —algún comentarista ha creído que Nakadai representaba un triple personaje—, y muy especialmente a los hermanos, sentados uno junto a otro (Nobukado hace los mismos gestos que Shingen, en particular, su característico ademán de atusarse el bigote). Aparte de que el trío lleve exactamente el mismo atuendo y peinado, uno cree que está siendo víctima de esa tendencia a encontrar que «todos los japoneses —o chinos— son iguales», que provoca la falta de familiaridad con sus rasgos; sin embargo, resulta que no es así, que Nobukado ha sido algunas veces la «sombra» de Shingen, pero no quiere ocupar su lugar permanentemente y por ello busca a alguien que le reemplace como sustituto.

Las posibilidades de tal planteamiento son infinitas, y podrían ir de lo trágico a lo cómico: en realidad, el ladrón que iba a ser crucificado es reclutado por Nobukado para que le libre de la carga de hacer de «sombra» de su hermano mayor; es decir, para que le «doble» a él (de ahí su insistencia en el parecido entre el ladrón y Shingen, como si el suyo fuese claramente menor) en el esfuerzo de anular su propia identidad para convertirse en un eco, un remedo, una imitación tan perfecta como sea posible. A partir de ahí, cabe imaginar diferentes historias: ¿qué sucedería si, en lugar de sustituir a Shingen, el ladrón ocupase el lugar de Nobukado y fuese éste quien se hiciese pasar por su hermano fallecido?; ¿qué pasaría si Shingen quisiese retirarse de la jefatura del clan, secretamente, y se hiciese reemplazar por el ladrón sin que Nobukado lo supiese?; si muriese Nobukado en lugar de Shingen, ¿suplantaría al menor el criminal indultado?; si éste fuese asesinado o lograse escapar, ¿buscarían a una tercera réplica de Shingen?, y así hasta el infinito, pues da la sensación de que podrían hallarse numerosos individuos que, con la ayuda del maquillaje, ocupasen su puesto; si Nobukado aspirase a la jefatura del clan, ¿no podría haber asesinado a Shingen para mandar sirviéndose de su «sombra» como de un títere, sin violar las leyes hereditarias ni parecer un usurpador?; de hecho, puesto que no creo que nadie sea capaz de distinguir a Shingen de sus dos reproducciones y no se ve su muerte, ¿cómo podemos estar seguros de que no es eso, o algo parecido, lo que en realidad sucede? Así que las posibilidades de desarrollo eran múltiples, tantas como las puertas que se abren a la ambigüedad y el misterio.

Desgraciadamente, no parece que Kurosawa haya querido jugar esta última carta, la más fascinante, ni que se haya interesado en exceso por el tema del doble o el actor, de la representación o la apariencia, con lo cual Kagemusha se limita a contar —sin profundizar demasiado en sus aspectos más intrigantes— una historia muy simple, en la que el espectador sabe siempre más que los personajes, y que parece innecesariamente estirada a casi tres horas (o, en España, algo más de dos y media) a base de intermitentes «tours de force» —a veces brillantes, como la carrera del soldado que va despertando a todo el ejército, en la segunda escena del filme; o las tropas que se deslizan por una cuesta bajo los rayos del sol—, batallas en «ralentí», súbitas coloraciones irrealistas del cielo, excursiones oníricas y curiosas secuencias «espectaculares» que, paradójicamente —pese a tratarse de la película más cara jamás rodada en el Japón, a haber contado con 16.000 extras y a los meses consagrados a su rodaje—, dan la sensación de que, por falta de medios, Kurosawa tuvo que recurrir a la astucia —un poco como Fuller cuando rodó en un parque de Los Ángeles, en diez días y por cuatro perras, The Steel Helmet («Casco de acero», 1951)— y a todo tipo de trucos: las tropas evolucionan de tal modo que parece que se trata siempre de los mismos cien extras dando vueltas, o saliendo por la derecha del encuadre para volver a entrar por el margen izquierdo segundos después, o están sumidas en sombras tales que uno se pregunta si no serán maniquíes con casco, armadura, escudo y lanza. Lo cual no deja de tener cierta gracia, y hasta cabe ver en ello un nuevo planteamiento del tema del «doble» o, como le llaman en la película, la «sombra», según el cual todos los cuerpos serían semejantes o equivalentes, y, por tanto, sustituibles: lo malo es que eso mismo sucede con la película, que acaba siendo tan convencional y académica que podría reemplazarse por casi cualquier otra película japonesa de «samuráis». Es triste que, tras la creciente perfección de Akahige («Barbarroja», 1965); Dodes'ka-den (1970), y, sobre todo, Dersu Uzala (1975), un hombre tan deseoso de seguir haciendo cine (y que sólo gracias al respaldo de sus admiradores George Lucas y Francis Coppola ha logrado obtener financiación) parezca haberse sentido obligado a dar un producto que respondiese plenamente a su imagen más difundida y celebrada, y se haya limitado a hacer una «copia conforme» de sus películas más famosas de los años 50; es decir, que se haya convertido en su propia «sombra».

NOTA: Para colmo, el execrable doblaje —de una insufrible monotonía, descuidado, sin el menor efecto de volumen, que hace caso omiso de la situación de los actores dentro del cuadro— convierte la versión española en una mala copia del original.

En “Casablanca” nº 3, marzo-1981

No hay comentarios:

Publicar un comentario