Sunrise (F.W. Murnau, 1927)
Amanecer es una de esas películas que, pocas veces igualadas, no podrán superarse, por mucho que crezca, cambie o avance el cine. Sus lecciones, bien aprendidas en su tiempo por todos —hasta los que más se alejaron luego de ese estilo, como Ford o Hawks—, son hoy irrecobrables y constituyen buena parte de su fascinación: el arte de Murnau ha ganado en opacidad y misterio con los años, se ha ido haciendo cada vez más secreto y mágico. Hoy, más que comprender su cine, nos sentimos deslumbrados, hechizados, conmovidos por Amanecer, Tabú, Fausto, Tartufo o Nosferatu (también por El último, aunque ha envejecido un poco). Sabemos que nada puede ya enseñarnos, porque el cine ha perdido su virtud original y, además, su inteligente ingenuidad. Una película como Amanecer es impensable en 1981, por supuesto; pero no se trata meramente de un problema de tiempo. Rodada el mismo año que hizo irrupción el sonido, hubiera sido imposible con diálogos alcanzar esa ilimitación de registros que, en perfecta continuidad, sin ruptura alguna, le permite pasar de la más tierna comedia al más sórdido drama, de la más loca farsa, al sombrío melodrama del aciago destino, del odio ciego, al amor entero, y hacer que en todo momento nos lo creamos todo, a fuerza de evidencia y convicción, en la historia narrada, en los personajes interpretados, en los sentimientos expuestos sin temor a la mirada de una cámara libremente certera y oportuna, que busca y que sondea, que recorre veloz o pausadamente paisajes y ciudades, rostros y ademanes, con una delicadeza y un respeto inigualables, con un sentido del tiempo y del espacio —y, por lo tanto, del cambiante ritmo de las respiraciones, de la modulación—, que sólo, muy de tarde en tarde, en el futuro, sabrían reencontrar un Mizoguchi, un Ophuls, Hitchcock alguna vez, a cámara quieta Ford, Renoir y tal vez Ozu. Mientras, Amanecer discurre como un río ante nuestra mirada iluminada por su propia claridad, podemos imaginar a Murnau susurrando y meciendo a sus actores con su voz inaudible, apuntándoles cada gesto, cada nota, cada matiz de esta incomparable melodía.
Publicado en el nº 10 de Casablanca (octubre de 1981)
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