miércoles, 14 de junio de 2023

El patrimonio de Berlanga

Reliquias rescatadas del ridículo 

Nada tan ajeno a un artista primordialmente festivo como la mitología del perdedor, salvo, quizá, la postura contraria, consistente en hacer leña del árbol caído. Por eso, aunque las películas de Luis G. Berlanga registren una casi total ausencia de triunfadores y en ellas no parezca tener cabida más victoria que la pírrica, no puede decirse que sea el suyo un cine derrotista ni propenso a la burla o la elegía de los que perdieron lo poco o mucho que tuvieron que perder. Conviene precisarlo para evitar malentendidos, ya que ha sido constante, en cambio, la cariñosa atención que ha prestado Berlanga a los que en inglés se llaman, con curiosa palabra, los underdogs, que cabría traducir al castellano como los perdidosos, es decir, los que llevan las de perder, y encima resulta que su risa se resiste a ser cruel y su mirada tiende instintivamente a la complicidad afectuosa para todo aquel que, por miserable que sea y por mucho que su conducta sea censurable, se vea redimido —al menos parcialmente— por la gracia o el ingenio, la inocencia o la locura.

Tras unos años de forzadamente escasa actividad y —a mi modo de ver— de relativo estrechamiento de perspectivas, Berlanga parece —ya en La escopeta nacional (1978), más y mejor en Patrimonio nacional (1981)— de vuelta al cine asambleario de Bienvenido, Mr. Marshall (1952), Calabuch (1956) o Plácido (1961), que es —con todas sus variaciones de tono, de amplitud de la muestra y de grado de ebullición— el que mejor se presta al despliegue de su capacidad creadora, de una originalidad que hemos subestimado en su propia tierra, pero que cada vez parece más evidente (ni Tati, ni Monicelli, ni Renoir, ni Fellini la explican, y es anterior tanto a Ferreri como a la colaboración con Azcona). Además, su visión abarca últimamente nuevas capas sociales, que han ido ingresando en el censo de los parias. España sigue llena —y llenándose— de desheredados pícaros o ingenuos como Plácido o los protagonistas de El verdugo (1963), los esperadores de siempre,  que viven de milagro y a la expectativa de un golpe de suerte llovido del cielo que les permita mejorar su precaria o desesperada situación (o, al menos, aplazar a mañana la deuda que no pueden pagar hoy ni, seguramente, al día siguiente), y ahí están los encarnados por Luis Ciges, José Ruiz Lifante o Chus Lampreave en Patrimonio nacional para recordarlo; pero las huestes de los dejados de la mano de Dios se han engrosado recientemente con nuevos e inesperados reclutas, procedentes en su mayor parte de una aristocracia inculta y venida a menos —arruinada por su propia desidia e incuria, por el absentismo que tan cómodamente practicaron, y rematada por el Fisco—, más algunos de los que hasta hace poco iban para nuevos ricos o subsecretarios y se quedaron en el camino. Estos mendigos neófitos, amateurs e incluso dilettantes más que profesionales, recurren también a ese verdadero patrimonio nacional que es la picaresca, e intentan preservar siquiera un resto de dignidad que les hace simultáneamente ridículos y patéticos. Altivamente marrulleros, nada resignados a la decadencia económica y política, todavía más perezosos que sus compañeros de infortunio, veteranos y menos aclimatados a la miseria relativa que los pobres a la absoluta, conscientes de que sus días están contados y no arrojan un número muy alto, tratan de sobrevivir de prestado, del cuento, de las apariencias, sin otra tabla de salvación que un hipotético comisionado regio o un cargo palaciego que nunca llegarán. Como ya no pueden vivir de las rentas ni de la especulación, de las influencias y las recomendaciones, no les queda más remedio que intentar vivir de ilusiones y a crédito, es decir, de lo  mismo que malvivían —siempre pendientes de un hilo, al día— los Plácidos del desarrollismo incipiente y los industriosos prevaricadores de la edad de oro tecnocrática (La escopeta nacional está situada, no se olvide, hacia 1969), coincidencia que no se les escapa a los más lúcidos y que les hace sentirse todavía más «humillados y ofendidos» y aceptar aún más a regañadientes, o con menos gratitud, lo que la fortuna pueda depararles, ya que lo negativo se les antoja un atentado a su propiedad privada, y lo positivo algo a lo que tienen perfecto derecho y que les pertenece por tradición y linaje. Es como si, forzados por las circunstancias a robar, insistiesen en que «aún hay clases» y se mostrasen muy ufanos de ser ladrones de guante blanco —o, en el peor de los casos, ratas de hotel y no vulgares carteristas.

Pero Patrimonio nacional no tiene nada de «ocaso de los dioses» o «canto del cisne» por reducción al absurdo, simplemente porque Berlanga dista mucho de ser un cineasta decadente o de visión crepuscular. Lo que su última película nos ofrece es, más bien, el tinglado puesto al descubierto (y en evidencia) de la vieja farsa, que resulta más anacrónica y grotesca que nunca, pese a que, como individuos, algunos de sus personajes —como el marqués de Leguineche, que tan prodigiosamente interpreta Luis Escobar, tardío descubrimiento de que Pepe Isbert tenía un heredero y Totó un rival hispánico— lleguen a alcanzar, de la mano de Berlanga, una cierta nobleza picaril, que procede más de su voluntad de adaptación y afán de supervivencia que de su condición de víctimas del curso de la historia y de la crisis económica o de los «grandes aires» que aún quieren darse con el abanico calado de sus devaluados títulos.

Y todo ello es posible gracias a que Berlanga, como a estas alturas debiera resultar obvio, ha sido siempre muy poco partidario de leerle a nadie la cartilla, a que su cine no se presta a la trasmisión de mensajes, lecciones, moralejas o consignas. Desde muy pronto, Berlanga ha desarrollado un originalísimo estilo de rodaje que permite a cualquiera orientarse por sí mismo, sin ayuda de nadie ni necesidad de manuales de instrucciones o códigos de clave, en el hervidero que son sus películas «corales», probablemente las más abundantes en su filmografía. Situado exactamente en las antípodas tanto de Bresson como de Eisenstein, Berlanga aspira a la ubicuidad, a no excluir del cuadro a nadie, y para ello se sirve de dilatadísimos planos —que nunca huelen a tour de force, pues la cámara evoluciona sin alardes, estrictamente atenta a los movimientos de los personajes en el decorado—, llenos de febril actividad (a menudo improductiva). Más interesado —como Jean Renoir— por la vida que por el cine, Berlanga tiende a borrar el encuadre como marco y a negar la función de tabique entre cineasta, personajes y público que tiene a menudo la pantalla, empresa en la que Patrimonio nacional me parece, con Parade (Zafarrancho en el circo, 1974) y Play Time (1967), de Jacques Tati, uno de los máximos logros.

Mucho más dominada y menos episódica que La escopeta nacional, la última (esperemos que por poco tiempo) película de Berlanga prescinde de la caricatura para presentarnos divertidamente a unos seres que ya de por sí resultan suficientemente caricaturescos, sin que los autores tengan que forzar el trazo para acentuar o deformar sus rasgos. Seres que, además, tienen mucha gracia, en el buen sentido: más que de ellos, nos reímos con ellos, lo que nos permite ver lo que de apreciable hay en algunos, especialmente en el marqués de Leguineche, verdaderamente «inasequible al desaliento» y tan distante del oportunismo camaleónico de su hijo Luis José (José Luis López Vázquez) como del inoportuno inmovilismo de su mujer, Eugenia (Mary Santpere).

Más que una continuación de La escopeta nacional —aunque tome algunos de sus personajes para centrarse en ellos y ponerlos en contacto con otros nuevos—, Patrimonio nacional podría ser el comienzo de una serie de películas que fuesen haciendo la crónica cinematográfica de los Leguineche y sus adláteres, aunque sospecho, por lo que dicen Berlanga y —al final de la película— uno de los guías (Jaime Chávarri) que enseñan a los turistas el palacio, que es el end of the saga. Puede que más valga así —sobre todo si Berlanga tiene otras historias más interesantes que contarnos—, pero he de confesar que me encantaría ver dos, cuatro o seis horas más dedicadas a las andanzas, desventuras e ilusiones de esa rancia familia.

En “Casablanca” nº 1 (enero de 1981)

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