miércoles, 28 de junio de 2023

Lightning Over Water (Nicholas Ray & Wim Wenders, 1980)

Es muy difícil hacer justicia a esta película única y excepcional, ya que es casi imposible no ser injusto —en un sentido u otro— con el hombre que se ha atrevido a asumir la responsabilidad de terminarla, remontarla y enseñarla: el alemán Wim Wenders.

Esta afirmación no ha de parecer gratuita a quien intente afrontar el desafío moral que Lightning over water plantea al espectador, y de manera particularmente intensa al cinéfilo concernido, al que admire al mismo tiempo —aunque no en la misma medida ni por parecidas razones— la obra, ya definitivamente interrumpida —aunque para siempre inacabada—, de Nicholas Ray (1911-1979), y la todavía incipiente e indecisa de Wim Wenders (nacido en 1945). Porque, por mucho que se quiera tener en cuenta la incómoda y violentísima posición, casi insostenible, de cualquier cineasta en el lugar que ocupa Wenders en Lightning over water, uno acaba por hacerse la pregunta ineludible: ¿por qué aceptó esa situación? Si se piensa en otros directores a los que Ray hubiese podido confiar la filmación de sus últimas horas, resulta casi forzoso llegar a la conclusión de que su verdadero heredero y continuador, Jean-Luc Godard, se habría negado en redondo a desempeñar el papel que Wenders —un tanto a regañadientes, sin duda, quizá por compasión o porque no se atrevió a responder con una negativa al maestro agonizante; tal vez porque no tenía nada mejor que hacer o por confiar excesivamente en su propia capacidad para adoptar un punto de vista ético frente a lo que filma— ha acabado interpretando. Cierto que resultaba duro y hasta despiadado desatender la petición de Ray, que —inseguro de sus fuerzas e incapaz de lograr cobertura aseguradora— le rogó que codirigiese con él —y, en caso de necesidad, por él— la que sabía que iba a ser su última película, la ocasión final de volver al cine después de largos años de destierro y de infructuosas o inconclusas intentonas para asaltar de nuevo la ciudadela, cada vez más protegida contra las incursiones de los disidentes.

Y es lamentable que sea tan ardua tarea la de tratar de rendir cuenta de esta película, porque plantea, con una intensidad y un dramatismo sin precedentes ni posibilidad de repetición, muchas cuestiones fundamentales.

Lightning over water es —y no estoy seguro de que Wenders se haya dado cuenta— una experiencia límite, que debiera obligar a reflexionar sobre la evolución del cine en los últimos años, y que se sitúa al mismo tiempo en casi todas las fronteras: las que separan el documento de la ficción, la vida de la muerte, la realidad del arte, la persona del personaje y —como diría Godard— la «impresión» de la «expresión». De ahí —puesto que las contradicciones no están resueltas ni es probable que pudieran estarlo— su profunda ambigüedad, su naturaleza radicalmente híbrida y escindida, las dudas que suscita, los interrogantes que abre.

Para empezar, es un film que —aunque aparentemente tenga dos—, en realidad, no tiene autor: ni Ray ni Wenders, menos aún un imposible «equipo» formado por ambos —que se revelan incompatibles, incompenetrables, a pesar de la admiración y la amistad, de la buena voluntad y el ansia de crear de que dan prueba los dos—, podrían sentir como propias esas terribles imágenes dolorosa y doloridamente arrebatadas a la muerte, arrancadas a la enfermedad y la impotencia, robadas al tiempo que corre imperturbable y a la oscuridad que cae. Ray, porque apenas tuvo fuerzas para pensar, decidir o dirigir su captación y optó —creo que conscientemente— por convertirse, más que en su organizador, en su materia prima, en su alimento, en su motor desde dentro del plano, ante la cámara y no tras ella. Podría decirse que, del mismo modo que otros hombres ceden su cadáver a la ciencia médica, Ray donó su cuerpo gastado de moribundo al cine y se murió antes de decidirse plena y deliberadamente a entregar a Wenders las riendas —que él no podía sostener— de la película. Wenders, porque —demasiado tímido, respetuoso, preocupado por su Hammett— no se atrevió a pedirle a Ray que le cediese el timón y tuvo —después de desentenderse del material en bruto, encomendado a su habitual montador, Peter Przygodda— que apropiarse de unas imágenes que, aun registradas bajo sus órdenes, no le pertenecían realmente, porque eran imágenes de Ray y de la muerte que avanzaba en su interior, del tiempo que a su paso iba arrasándole. Si en alguna ocasión el cine ha consistido literalmente —de acuerdo con la frase de Jean Cocteau, que tanto le gustaba citar a Godard— en filmer la mort au travail ha sido en ésta, y hasta un extremo que —sobre todo en los planos descoloridos e imprecisos rodados con videotape por Tom Farrell— encuentro sobrecogedor, angustioso, turbador y casi insoportable. Hay que hacer un esfuerzo por mantener la mirada en la pantalla: da, a veces, miedo; otras, vergüenza; en algún momento inspira horror lo que, pese a la selección que suponen dos montajes sucesivos y sensiblemente diferentes, el definitivo mucho más breve, se ve en Lightning over water. Un esfuerzo que no siempre parece haber hecho Wenders o del que, por lo menos, no hay en el film huellas suficientemente inequívocas. Su visión puede antojarse de vez en cuando superficial, frívola o irresponsable, cuando no evasiva; en otros momentos, sin embargo, se hace entrometida, excesivamente curiosa, explotadora de los padecimientos y los desvaríos, las pérdidas de control y de pudor que sacuden a Ray. En el fondo se nota una irregular e intermitente línea divisoria entre ambos cineastas; por mucho que aspiren a aliar sus esfuerzos, a ajustar sus visiones, a acoplar el ritmo de sus respiraciones, a andar al mismo paso, un abismo les separa en los momentos más cruciales; un abismo que no es la más vasta, varia y prolongada experiencia del viejo americano, ni el océano Atlántico, ni los veinticuatro años que Ray le lleva a Wenders, sino el de dos concepciones del cine diferentes y, en el fondo, tan opuestas que casi resultan incompatibles, que no pueden cuajar en una misma materia, por mucho que uno prefigure y anuncie la forma de cine que practica el otro, por mucho que el más joven aprecie la obra del primero y busque en ella inspiración y raíces. Esto, que lo sabe muy bien Godard ahora, Wenders todavía lo ignoraba, aunque tal vez lo intuyese oscuramente y es probable que lo haya aprendido durante el montaje de Lightning over water.

Son muchas, y enlazadas de modo inextricable, las diferencias entre el llamado cine «clásico» americano —del que Ray representa un caso extremo y final— y el cine autoproclamado «moderno» de los autores europeos surgidos a partir de 1958 —de los que Wenders pertenece a una «segunda generación», ya epigónica, de menor empuje—, aunque para el caso sean dos, las más estrechamente relacionadas entre sí, las cruciales: la concepción de los personajes y la fe en la ficción. Son, además, dos factores que plantea explícita y conflictivamente el diálogo entre Ray y Wenders, que es en parte la película, en la única escena en que se asiste a un choque, a una discusión —en la que ambos acaban cediendo, pero sólo aparentemente—, a un verdadero enfrentamiento entre el maestro necesitado y el discípulo disponible: cuando Ray cuenta a Wenders el argumento de la película que con su ayuda quiere realizar, la auténtica e inexistente Lightning over water, una historia más o menos policiaca, en la que se verían envueltos dos chinos y la mafia, acerca de un pintor interpretado por Ray —recreando el personaje (Derwatt) que encarnó en Der amerikanische freund (El amigo americano, 1977), de Wenders—, que está enfermo de cáncer y se sabe próximo a morir…, y entonces el alemán le replica que como, evidentemente, se trata del propio Ray, mejor que pintor debería ser un director de cine, a lo que Ray se resiste en principio, para luego exigir que, en contrapartida, salga también en la película el propio Wenders en su propio papel.

Lo que en esa breve escena se debate puede parecer anecdótico, pero es de una importancia capital: se enfrentan un cineasta que aún cree en la afición y necesita recurrir a ella para expresarse, que precisa de la protección y la libertad de movimientos que le permiten ese «hacer como si» en que consiste representar un «personaje», y de otro hombre de cine, ni especialmente «intelectualizado» ni «modernista», que ha perdido la confianza en la ficción y entiende de otra manera —como una falsedad o una falsificación— lo que significa interpretar un «papel». Centrándonos en este punto —pues Lightning over water, pese al nuevo montaje de Wenders, no llega a ser un film lo bastante narrativo como para que la afición pueda adueñarse de él—, tal vez ayude a comprender el problema una breve excursión lingüística: mientras en castellano, francés e italiano se distingue, a partir de la misma raíz, entre personapersonnepersona y personajepersonnagepersonaggio, y en alemán se confunden en la misma palabra (person) de origen latino, que tiene su etimología en la máscara que se ponían sobre el rostro los actores teatrales etruscos, en inglés la diferencia entre persona (person) y personaje (character) adquiere un sentido muy diferente, pues no sólo proceden de raíces distintas, sino que se emplea para designar a un personaje la misma palabra que en las otras cuatro lenguas —caráctercaractèrecaratterecharakter— puede entenderse no como la máscara, sino como la esencia verdadera de la persona, como el modo de ser particular y privativo de cada persona; además, curiosamente, carácter tiene también la acepción, en varios idiomas, de «signo de escritura», y su raíz en la cara, que puede considerarse el principal signo empleado por la escritura cinematográfica.

Pero no divaguemos. He intentado sugerir algunos de los muchos aspectos que hacen de Lightning over water una de las películas más complicadas, fascinantes e inquietantes que existen, sobre la que podría escribirse un libro entero —es de esperar que Víctor Erice haga algo parecido— y de la que es casi imposible rendir cuenta como es debido sin la ayuda de otras personas, de otros puntos de vista, por lo que tal vez fuese más útil que hacer una crítica organizar una mesa redonda o algún acto que permitiese un diálogo abierto acerca de los temas auténticamente radicales y apasionantes que, a mi modo de ver, suscita, y entre los que cabría enumerar la cinefilia, el voyeurismo, la influencia de unos cineastas en otros, la pornografía —sin que factores sexuales le den un sesgo moralizante y particularista—, las relaciones entre la imagen y la palabra, la importancia respectiva del guión, el rodaje y el montaje, la posibilidad de improvisación, la puesta en escena, la vigencia o falsedad de la teoría de los autores, la creación colectiva, y otros más. Si hay un film verdaderamente «abierto», que requiere la participación activa y «continuadora» del espectador, es precisamente este extraño, conmovedor, desconcertante, patético, sublime, opresivo, estimulante, terrible, acongojante, lúcido, incómodo y hermosísimo poema no de la consumación —como su título, «Relámpago sobre agua», insinúa que deseaba Ray—, sino de la consumición o, más bien, de la consunción. Se trata, en cualquier caso, de una película que, aun sin tener nada de «obra maestra» —pues no está controlada o dominada—, y pese a no ser ni fácil ni agradable, seguramente veré muchas veces, para escrutar con la máxima atención el mínimo gesto, el detalle de aspecto más insignificante, y tratar de decidir qué pienso exactamente de ella, que me dará mucho que pensar todavía… y mucho que hablar, pese a las horas que —por ahora, con Víctor Erice— ya he dedicado a ello y a las que he necesitado para escribir estas notas dispersas e incompletas.

En “Casablanca” nº 3, marzo-1981

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